Sentado sobre un tronco muerto, Marcelino hace círculos en la arena con su dedo índice; sería difícil marcar la tierra con el pulgar y, de hecho, índice y pulgar son los únicos que le quedan. El trapiche se llevó los otros dedos, esa jornada fue perdida, no pudieron hacer la jalea con el jugo de caña porque la sangre lo había teñido. Pero hasta ahora, o mejor, hasta la noche anterior, no puede quejarse, el índice le ha sido de gran ayuda, amigo fiel, prolongación de su hombría, con él hurga en los placeres de Carmen hasta hacerla gemir y llorar. Sí, también llorar.
Los dos niños lo miran en silencio, Marco con una mirada agrandada, como si las siderales distancias entre el niño y el hombre se resumieran, en él, en un sentimiento que la infancia no sabe descifrar, pero que le dilata las pupilas. La niña, en cambio, a quien por hacerle gambetas a la muerte continúan llamándola así: “niña”, abre la boca, hace pompas con su saliva y no pregunta. Los dos niños, sus hijos, miran los círculos que Marcelino va dibujando en la arena, y que se encaraman en galaxias desordenadas, como los sentimientos, como la rabia y el amor, y esas ganas de hacer gemir a Carmen. De pronto, el índice huérfano, descolgado de la axila del pulgar, se detiene. No hay indecisión en la mano monstruosa.
Marcelino voltea y mira a los niños. Podría decirse que Marco adivina los pensamientos del padre y que, en cierto modo, en el único modo en que los machos de su especie confluyen hacia la corriente de la existencia, está de acuerdo. La niña solo abre la boca y hace magia con su saliva, tiene los ojos idénticos a los de Carmen, acuosos, de una negrura húmeda y triste.
—Aquí me esperan —dice Marcelino, incorporándose para ingresar a la choza.
Los niños se quedan quietos. Solo los árboles y el sembradío se mueven sin oponer resistencia al viento de sur.
Adentro, Marcelino levanta el colchón y la encuentra. La heredó de su padre que disparó una sola vez en la Guerra del Chaco y luego, a la manera de los indios que Radio Illimani narraba para darle valor a los soldados, le cortó el cuero cabelludo a aquel pila moribundo. Marcelino no sabe cuánto de leyenda hay en esa historia, y no importa. Ya no importa.
Otras certezas se posan en su cerebro, moscas verdes de ojos fosforescentes, con la mierda de la traición en sus frágiles patas. Anoche, cuando el patrón decidió reemplazarlo en la zafra “porque tus dos dedos no sirven pa´agarrar montones”, volvió temprano. Los chicos jugaban tuja de esconderse, ya entonces había empezado a soplar sur, y quizás por eso, porque el viento arrastraba los ruidos y los pasos hacia otra parte, Carmen no pudo escucharlo. Si ella lo hubiese escuchado, ¿acaso las cosas serían como son? El minuto que se necesita para cubrir las vergüenzas, taparse los senos con la sábana de lienzo donde todavía se lee en letras azules “Ingenio Guabirá”, habría jugado a favor. Pero la vida no juega a favor, ni los minutos que rebotan como dados amaestrados, jamás un seis, un as. Y menos en ese preciso instante en que él entra, y ella echa el cuello hacia atrás, cabalgando en caballo de otro potrero.
Marcelino toma el arma, un revólver viejo, de gatillo largo. Sale al patio. Los chicos siguen quietos, sin animarse a espiarlo. Él sabe que lo que Carmen más ama en el mundo son sus hijos, y que ese amor la ha llevado a decir sandeces, que él no los ha engendrado, que son hijos del patrón y que cuando pueda probarlo lo dejará. Heridas, heridas que se gangrenan y corroen lo poco de carne sana que le queda, por ejemplo, en el pulgar y el índice.
Pero él también sabe dónde herir. Sopla el revólver para espantar el polvo, sabe que hay tres balas, porque él ocupó otras dos en matar un chancho para Año Nuevo. Justo lo necesario. Mira a los niños. Marco parece estar de acuerdo, o por lo menos resignado, igual la niña, que con su mirada vacuna solo aparenta obediencia.
—Ustedes saben por qué lo hago —dice Marcelino, con la voz atragantada. Hace presión con el pulgar, para que el índice aguante el trabajo sobre el gatillo.
Y dispara.
Publicado originalmente en Sangre dulce / Sweet Blood (La Hoguera-La Mancha, 2006), con traducción al inglés de Kathy S. Leonard