Hotel Sitges
Para dormir de una vez
tendría que separarme oníricamente
de mis sueños.
Cada noche ensayo la retractación de mí mismo
y en la mañana me ausento a primera hora
frente al espejo.
Puntual: el mezquino vacío de siempre
se enmascara a fuerza de evitar otros desencuentros
como si alguien me hubiese quitado el buenas noches
cansado del luto riguroso de pensar
en una enfermedad presunta.
Cuántos baños de anestesia
toma el cuerpo aromatizado en su propia morfina
cuando desaparece el tiempo
y se precipita horas más tarde
un solo de color durante el eclipse.
Me habitan mis soledades
como agujeros en las cuerdas del patíbulo,
enfermeras sin urgencia,
cenicientas a media sombra
de un baile interminable
sobre el salón blanco,
mi propia cama un merodeo rutinario
en el patio de los locos
lo suficientemente a oscuras
y, sin embargo, luminoso tragaluz
bajo la tediosa cúpula del cielo.
Espérenme en pie los muertos
como a la buena nueva
que provoca en todos un pavor inexplicable.
Aguarden en vela
mientras se aprueba sin dolores la eutanasia
y yo sea la vida, la insoportable vida…
Un imbroglio de cables sin oxígeno.
La respiración artificial
ante la ausencia de suicidio.
Carnaval de Sitges
En Sitges hay calles tranquilas
de gentes de buen hábito
por las que a ratos circulan tacones más altos
de lo acostumbrado
en situación de carnaval,
cenicientas sin destreza que trastabillan
en honor a la falta de oficio,
exhibiendo senos y nalgas por razones
que nada tienen que ver con la profesión,
travestis de todas las ciudades de Europa
que descargan su armamento y el alcohol,
arrojándolos al mar
como si se fuera a malograr el oro
en el último viaje de la Antigua Civilización.
Y es como si la igualdad de género
fuera la lucha de todas contra todos
anunciada siglos antes por Hobbes.
Un combate librado sin sexo fijo y sin sangre
por un ejército de Ziggy Stardust en los pasajes,
sosteniendo tetas por espadas
tetas como gritos de guerra
tetas que apretarse como arengas
de una mutua exhibición que antecede
el cuerpo a cuerpo entre rivales
sin signos de triunfo que arrancar al adversario.
Y si bien todas ellas se chocan
por ocupar con naturalidad
el lugar que la naturaleza no les concede,
el código exime del derecho a la muerte en duelo.
Respetuosas de la conservación de la no-especie
la violencia acaba en el instante en que la más débil
grita “Maricón” en la vía pública
como ante su espejo matutino
en que se reproduce su monstruosa imperfección
belleza por la que Dante, si pudiera verlo,
se inventaría para sí
el décimo círculo del infierno
Yo, que no soy Dante,
pero puede que algún día no escriba más
me esfuerzo en retener la nada
de estas imágenes que me parecen irreales,
porque existo al mismo tiempo como en dos lugares
y ya no sé si estamos atrasados en Santiago de Chile
o es ella la ciudad que va delante de mi falsa claridad memoriosa
desde donde irrumpen, con meridiana nitidez,
extrañamente sin pecado y con ternura
ahora o antes
desdichadas prostitutas de mi barrio.
Baudelaire, 1845: Homo duplex
El papel está en blanco
y yo estoy irritado contra la ciudad entera.
La página carcomida por la falta de escritura
es el reflejo del agua bendita,
el confesionario donde me eximo de pagar
mis obligaciones de conciencia.
Soy un aparador repleto de facturas;
mi cerebro, un cementerio como orgía de gusanos
que se arrastran hasta oler
el aroma corrompido del frasco
y la tinta es un borracho en el fondo de una taberna
que multiplica con el licor su sed.
Cuando al fin alcanzo en algo las palabras
lo indecible conforma un panorama
lleno de amenazas
porque nada hay más peligroso que estar dividido
como dos amantes que no logran acomodarse
hasta convertirse en la escultural inercia de la carne.
Poeta-persona, mi doble naturaleza:
una espada de los ciervos en el bosque,
animales salvajes que se ejercitan en la esgrima
solitariamente acorralados.
Bestia y hombre no forman más que un solo ser
mi dolor son las sentencias de un otro delator;
el verso, un cadáver sin descanso
de un muerto que nunca termino de matar.
Detestable evidencia de mis malas artes.