En su discurso de aceptación del Premio Nobel, Joseph Brodsky dijo que recibirlo fue realizar el viaje más largo entre San Petersburgo y Estocolmo. Esta circunstancia no le extrañaba porque hacía tiempo que había dejado de serle atractiva la idea de que la línea recta era la distancia más corta entre dos puntos. Y le agradaba descubrir que la (impredecible) geografía, que lo había llevado al exilio en los Estados Unidos, era capaz de justicia poética. Una de las metáforas que Brodsky eligió para el exilio es la del extravío, o la de la línea recta que se convierte en selva, una metáfora que ya usó Dante. Quisiera partir de esa metáfora para hablar de la experiencia que a algunos escritores latinoamericanos les ha tocado vivir como profesores en Estados Unidos. Es el tema de Donde van a morir los elefantes, de José Donoso, novela que narra desde el punto de vista del chileno Gustavo Zuleta, profesor invitado en la Universidad de San José, un pueblo en medio del desierto del Medioeste, las tensiones entre la cultura anglosajona y la cultura latinoamericana. Las batallas identitarias entre los grupos humanos siempre han existido, pero quizá este conflicto esconda otro menos anecdótico y más importante. En la novela de Donoso, la actividad del profesor Gustavo Zuleta como escritor es más bien marginal. En el epílogo, Zuleta confiesa que ha escrito su novela en secreto desde Chile, al terminar su periodo de profesor visitante en Estados Unidos, y ha sentido la tentación de ocultarse detrás de heterónimos, como Pessoa. Confiesa también que el arte no es tribuna y solo una manera de “alejar un poco el muro donde comienza la oscuridad”.
Brodsky decía que la política y la poesía solo tienen en común la letra p, con lo que acaso se burlaba del poeta comprometido y sugería a la vez el daño que la política hace a los poetas. No cabe duda de que cuando la Unión Soviética decretó su expulsión a Occidente, pudo desarrollar una carrera más libre como escritor en Estados Unidos. Sin embargo, trabajó en varias universidades, lo que indica cierta inestabilidad o dificultad para adaptarse. Solomon Volkov, quien publicó un libro de conversaciones con el poeta ruso, reveló lo que un profesor de Harvard le dijo una vez muy irritado. Ciertas ideas de Brodsky violaban los derechos civiles de los estudiantes, según el profesor. Exigir memorizar poemas era un castigo cruel y absurdo, cuando esos poemas podían encontrarse en la biblioteca, a diferencia de lo que ocurría en la Unión Soviética. La anécdota sorprende por la situación misma y por el desencuentro entre dos culturas muy diferentes. Brodsky, hasta donde sé, no habló mucho de su situación como escritor que ahora debía ser profesor en el extranjero. No es difícil saber quién tenía más que perder en ese escenario universitario.
Pero dejemos al poeta-profesor Brodsky para dirigir ahora la mirada a América Latina. La lista de los profesores latinoamericanos que se han residenciado en los Estados Unidos es larga y su contribución a la investigación y la enseñanza en las universidades pasará a la historia. La lista de escritores latinoamericanos que han abandonado su país para trabajar como profesores en las universidades norteamericanas es más reducida. Por la cercanía geográfica e histórica, la huida hacia Estados Unidos ha sido una de las rutas más transitada, aunque no la única. Pero la línea a menudo también se ha convertido en selva, en territorio de confusión y malentendidos.
La obra de algunos de estos escritores es con frecuencia hermética, barroca o rezuma insatisfacción existencial. Los primeros nombres que acuden a mi mente son cubanos: Heberto Padilla, Antonio Pérez Benítez Rojo, José Prats Sariol. Pero pienso también en varios escritores del Cono Sur. Aunque no hayan venido siempre en condición de perseguidos políticos, han sufrido los traumas de las dictaduras y a la vez han expresado cierta extrañeza al insertarse en el ambiente universitario de Estados Unidos. Ricardo Piglia es el caso más conocido, pero no es el único. Por último, pienso también en las novelas Moronga (2018), de Horacio Castellanos Moya, o en Llévame esta noche (2020), de Miguel Gomes, en las que un profesor latinoamericano que vive y no termina de adaptarse a los Estados Unidos, lucha contra los fantasmas de la memoria (la historia de la guerra civil de El Salvador, la del chavismo en Venezuela). Esta extrañeza se suele describir como cultural, pero intento llamar la atención sobre algo menos evidente, algo que acaso tenga que ver con el extraño para sí mismo en que se convierte un extranjero. Me concentraré en esta ocasión en el caso de los tres escritores cubanos mencionados.
Heberto Padilla (1932-2000), como muchos intelectuales, apoyó la Revolución cubana al principio. Luego cayó en desgracia cuando su libro Fuera del juego recibió un premio de un concurso literario en Cuba en 1968. El libro hacía una sátira del discurso de la Revolución y pronto Padilla fue objeto de persecución. En 1971, estuvo casi cuarenta días detenido entre la Seguridad del Estado y el Hospital Militar, sometido a torturas físicas y psicológicas, como medio de presión para que redactara y memorizara una confesión pública de sus “errores imperdonables” por haber “difamado” al régimen con sus críticas. Lo que siguió a este acto público, que fue transmitido por televisión, es bien conocido. Los intelectuales de la izquierda internacional se dividieron por el “caso Padilla”: unos se solidarizaron con el escritor y retiraron su apoyo a la Revolución cubana, otros hicieron lo contrario y reafirmaron su adhesión a la misma. Cuando Padilla logró por fin conseguir la autorización oficial de abandonar Cuba y residenciarse en los Estados Unidos, enseñó en algunas universidades y en sus últimos años enseñaba en Auburn University, cuando murió. Es decir: nunca consiguió un puesto estable en las universidades. Para Guillermo Cabrera Infante, después de la humillación que sufrió como perseguido político en Cuba, nunca se recuperó emocionalmente y tuvo problemas de alcoholismo. Sea por los motivos que fueran, su vida en Estados Unidos terminó en un fracaso. Pero no debemos ver su caso como un paradigma. Escritores cubanos que terminaron también como profesores en el exilio, pero con un desenlace diferente, son José Prats Sariol y Antonio Pérez Benítez Rojo.
José Prats Sariol (1946) también vio un signo de esperanza en el derrocamiento del dictador Fulgencio Batista y el triunfo de la Revolución cubana en 1959. La decepción fue progresiva, aunque vendría por circunstancias diferentes. Prats Sariol tenía trece años cuando Fidel Castro llegó al poder, y le llevó más tiempo madurar su ruptura y su futuro exilio de Cuba. Empezó muy joven su trabajo como docente, en 1963, a los 17 años, en un momento cuando Padilla evolucionaba hacia una posición disidente, expresada en su libro Fuera del juego, ganador de un concurso en cuyo jurado estaba Lezama Lima. Durante la época en que Padilla fue detenido, Prats Sariol, estudiante universitario entonces, tenía como tema de tesis de grado la revista Orígenes, de la cual Lezama Lima fue uno de sus más importantes directores. Interesarse en ese momento, década de 1970, en este ícono de la cultura cubana, quien era visto con suma desconfianza por el poder político en Cuba, pudo generar sospecha. Pero Lezama muere en 1976 y deja de ser motivo de alarma para el oficialismo. Prats Sariol continuará sus actividades como crítico y narrador, pero procura mantener un bajo perfil. A mediados de la década de 1990, se fue convirtiendo en una figura indeseable por su actividad intelectual. Le permiten abandonar la isla en 2003. Cuando comienza su exilio, tiene cincuenta y siete años. Pide asilo en México, y posteriormente, consigue un puesto como profesor visitante en Arizona State University, trabajo que, como es usual, dura corto tiempo.
Al terminarse su periodo como profesor visitante, Prats Sariol tiene más de sesenta años y es poco atractivo para una universidad norteamericana. Continúa viviendo en Estados Unidos, escribiendo y publicando, aunque ha hablado muy poco de su experiencia en el norte. Sin embargo, en “Lo cubano como ensoñación” (2019), un ensayo sobre la identidad cubana a partir de algunas reflexiones de Cintio Vitier, dice: “¿Qué arraigo puede haber para un emigrante forzado a adaptarse o perecer?”. Habla del “despego”, aunque le da un sentido diferente al que le da Vitier: “La disponibilidad para ir siempre a otra cosa y el escaso sentimiento nacionalista”. El exilio como un encuentro sin apego (sin “credos o ideales”) con el azar. Uno de sus libros publicados en sus últimos años se titula Lezama Lima o el azar concurrente. Azares del lenguaje: al hablar de los cubanos, Sariol usa la palabra “emigrante”. Los tiempos de la Guerra Fría y el exilio inmediato pasaron para ellos. Los cubanos y venezolanos que cruzan desesperados las fronteras son ahora emigrantes, refugiados o desplazados. Pero en muchos de estos y otros casos las distinciones entre inmigrantes y exiliados latinoamericanos son borrosas, cuando sus vidas se ven amenazadas en sus países de origen.
Antonio Benítez Rojo (1931-2005) fue novelista, ensayista y cuentista. Su obra ganó reconocimientos dentro y fuera de Cuba, siendo recordada sobre todo por sus libros El mar de las lentejas y La isla que se repite. Su éxito sorprende en primer lugar porque sus estudios universitarios en La Habana no fueron de literatura sino de economía. Tanto él como su esposa se identificaron con la Revolución, pero se desengañaron de ella a la mitad de la década de 1960. El gobierno cubano autorizó a su esposa a viajar con sus dos hijos a Estados Unidos en 1967, ya que su hija requería de tratamiento médico especial, pero no autorizó la salida de Antonio Benítez Rojo. Esta separación continuaría hasta 1980, cuando deserta de la delegación diplomática cubana a la que acompañaba en París, viaja a Estados Unidos y se reencuentra con su familia. Es el mismo año cuando Padilla, quien es de la misma generación que Benítez Rojo, llega a este país. Gracias a la mediación de un amigo, Benítez Rojo consiguió un puesto como profesor de español en Amherst College, donde enseñaría durante veinte años y sería muy querido por sus estudiantes, como recuerda la revista de Amherst College en su sitio web. Una nota con la que quizá pudo contribuir en su redacción el autor antes de morir: suerte que le tocó antes a su hija. La vida de Antonio Benítez Rojo tiene un sabor agridulce. Pero más allá de sus penurias personales, supo aprovechar la otra historia, la historia de colonialismos y desarraigos que aprendió muy temprano. Desde muchacho se interesó por las novelas de piratas y aventuras del Caribe. Una cocinera de su casa había sido esclava y le contaba de los orishas del panteón yoruba. Todo este material le sirvió para la ficción y luego en el exilio para publicar La isla que se repite, que le dio un amplio reconocimiento en las universidades norteamericanas. Este libro y El mar de las lentejas fueron traducidos el inglés con mucho éxito.
En estas historias de extranjería y exilio, hay un marcado contraste entre el caso de Padilla, por un lado, y el de Benítez Rojo y Prats Sariol, por el otro. La obra de los tres quedará, pero creo también que los diferentes exilios que vivieron influyeron en la evolución de su escritura. Aunque Padilla invitaba a ver la historia con desconfianza, si leemos su autobiografía Mala memoria comprobaremos que él mismo quiso desafiar al régimen cubano con su libro. No previó que pudiera ser sometido a crueles torturas y pagó un alto precio por hacer historia. Ya sea que atribuyamos su fracaso en el exilio a trauma, indisciplina o irreverencia contra todo orden establecido, nunca pareció muy satisfecho del desenlace de su desafío individual contra un régimen totalitario. Y el impacto que tuvo su castigo en otros escritores es innegable. Ni Benítez Rojo ni Prats Sariol desafiaron con la misma fuerza a la dictadura de Fidel Castro. El tiempo del intelectual como héroe había terminado. En estos casos, la obra tiende a configurarse como testimonio o como símbolo, o como un punto intermedio. Los libros de Padilla remiten directamente al trauma de la persecución y la expulsión. Para Arcadio Díaz Quiñones, el motivo del náufrago, el que sobrevive al trauma en otra orilla, es un símbolo en La isla que se repite del propio Benítez Rojo y de su exilio, trabajado literariamente y, añadiría yo, sublimado. Prats Sariol habla del desapego cubano en un ensayo de 2019. La RAE define desapego como “Falta de afición o interés, alejamiento, desvío”. Quizá el alejamiento o el desvío discreto sea el símbolo de Prats Sariol. Traumas, naufragios, desvíos: metáforas del extravío del exilio. Cada escritor trató de compensar con el tiempo que ahora les quedaba para escribir, el tiempo que habían perdido. Los resultados, a la luz de lo que hemos visto, fueron divergentes.
Para José Donoso, el destino de un escritor que termina como profesor en Estados Unidos puede compararse al de los elefantes que, cuando sienten que van a morir, se refugian en una reservación en Kenya. Donoso pudo pensar en esa metáfora de ancianidad y poderío porque Gustavo Zuleta estaba en cierta posición de poder: podía escoger dónde terminar sus días. Pero no todos los escritores latinoamericanos tienen esa opción o ese destino. Por eso prefiero pensar en algunos de ellos no como en un elefante, sino como Rocinante, cuando Don Quijote, tras su derrota, redactó su testamento. Ya el debilitado caballo no tiene héroes a quien seguir y queda limitado a una modesta posición. Si pienso en el caso más exitoso de los escritores que he estudiado, Antonio Pérez Benítez Rojo, del reconocimiento que obtuvo en Estados Unidos no puede decirse que compensara del todo las limitaciones de su vida privada en su exilio. Sobre las circunstancias que lo motivaron, habla muy poco pero suficiente para percibir lo mucho que perdió. Al mismo tiempo, el libro más representativo de su etapa en Estados Unidos, La isla que se repite, se distancia de los relatos legitimadores de la nación y la Revolución, mientras se enriquece con reflexiones culturales y teóricas sobre el Caribe que evidencian su paso por las universidades de este país. Pero tampoco debemos idealizar estas compensaciones.
El intelectual refugiado en las instituciones del saber: la situación se ha repetido en Occidente con frecuencia a partir del siglo XX. Estados Unidos recibió a muchos intelectuales europeos que huían del nazismo, del fascismo y del comunismo. Sin interés en adaptarse, algunos de ellos retornaron a sus países cuando las condiciones lo permitieron o mantuvieron una distancia apática respecto a sus anfitriones. Con los latinoamericanos ha sido diferente. Por una cercanía geográfica e histórica, el intelectual latinoamericano ha sentido la gravitación de las universidades de Estados Unidos, incluso en el siglo XXI. En ese espejo ha visto su rostro desfigurado o ha buscado, en el azar de su reflejo, su propia identidad. La obra tardía que estos escritores nos legaron suele parecerse a un testamento intelectual. Poco antes de morir Don Quijote y de redactar su testamento, Sancho le dice que le eche la culpa de su derrota por no haber asegurado bien la silla de su caballo. Pero Rocinante no dice nada: le basta con haber conducido a Don Quijote y los fantasmas de su extravío a su lecho de muerte. Es el momento cuando caen las máscaras, cuando Don Quijote, después de su último regreso a casa, dice que él es en verdad Alonso Quijano. No sabemos exactamente cuáles fueron las palabras finales de su testamento, pero sí su designio. Y así ocurre también con los testamentos del exilio, quedan olvidados o traicionados por discursos en apariencia transparentes, sin sombras de dudas ni problemas de interpretación histórica. Por eso Brodsky desconfiaba de ciertas geometrías racionales que afirman sin titubear cuál es la distancia más corta entre dos puntos. La línea recta tiene una sola dirección, avanza como una flecha violenta y mortal hacia su blanco. El exilio y la extranjería avanzan a través de muchas rutas dispares, oblicuas, impredecibles. Si hay lecciones de aquellos escritores del exilio que podemos reivindicar, una es la que nos previene contra las verdades absolutas y fanáticas, que no admiten ninguna refracción. Otras son aquellas verdades que aparecen entre líneas imperfectas de luz y sombra.