El baúl
Se habían amado con un amor tormentoso. Habían llorado noches enteras, uno a causa del otro. Se habían abrazado y besado, se habían mordido y pegado, se habían reído, se habían engañado, se habían perdonado, se habían comprendido, se habían reprochado. Habían crecido juntos, aprendiendo uno del otro. Habían soportado juntos la humillación, el fracaso, el dolor, la traición, las alegrías, el lento paso de los años, el vertiginoso paso de la vida. Un día descubrieron que ya eran lo bastante sabios como para sonreír a los deterioros del tiempo, cuando se asomaban uno al espejo del otro. Entonces supieron que, finalmente, habían comenzado a envejecer.
Él se sentaba en el jardín de adelante, leía el diario y arreglaba interminablemente relojes antiguos que después regalaba. Ella cuidaba las rosas y la comida. Iban juntos a hacer las compras. Traían la bolsa cargando una manija cada uno. Siempre parecían tener algo que conversar. Ella lloraba mucho en el cine. Cuando agotaba los propios, tendía la mano y él le prestaba su pañuelo, blanco y perfumado a la colonia. Él no lloraba, pero tampoco se burlaba. Alternaban religiosamente: una de amor y una de acción. Aunque a Él, últimamente, ya no le gustaban las de guerra, tampoco.
El hijo varón había muerto, la hija mujer vivía en otro país. Ella escribía las cartas, Él las llevaba al Correo. Iban al cementerio una vez por mes. Ella llevaba las flores. Él se quedaba de pie, con las manos a la espalda y una mirada que no veía más que hacia el pasado.
Tenían un baúl lleno de fotografías, algunas heredadas de madres y abuelas, gente solemne o melancólica (mujeres con trajes largos de pie junto a un jarrón lleno de flores, ensayando una sonrisa que las sobreviviera, hombres con bastón y sombrero romántico, eternamente desafiantes); de la que se habían reído cuando eran demasiado jóvenes y a la que miraban ahora con una ternura que hermanaba esa familia, desconocida y desvanecida, a otras inocencias en otras fotografías: vacaciones, fiestas, caminatas y alegrías fijadas para siempre, expuestas para siempre a la risa de otros jóvenes despiadados que ya no les costaba imaginar en una rueda que sabían interminable. Alguna vez Ella había hablado de hacer un álbum. Pero Él prefería el desorden y el azar de las evocaciones, la solapada tristeza, el inesperado rubor que proporcionaba cada noche que le dedicaban al baúl.
Cuando decidieron pintar la casa a Ella le costó convencerlo de que necesitaba ayuda, pero después los dos estaban felices de haber conocido al muchacho. No se parecía al hijo, ni siquiera lo pensaron nunca, pero estaba tan solo y era tan callado y amable, que los dos supieron enseguida que extrañaba a su familia. No les hizo falta hablar para estar de acuerdo: El muchacho necesitaba trabajo pero, sobre todo, necesitaba afecto. Cuando terminara de pintar, inventarían alguna otra cosa.
Pero no terminó de pintar.
A Ella la mató en la cocina. Bastó de un solo golpe. Probablemente estaba ya muerta antes de que le partiera la cabeza, porque le vio levantar el brazo y ni siquiera gritó. A Él lo mató en el dormitorio. Pero le costó más. Era más fuerte de lo que parecía.
Cuando abrió el baúl le sorprendió que no tuviera llave. Al principio no comprendió. Buscó un doble fondo: las fotografías volaban por el aire y estaba totalmente rodeado de generaciones de la familia cuando finalmente se convenció de que allí no había dinero. Se sintió estafado: solamente por eso después de revisar salvajemente el resto de la casa y no encontrar más que unos relojes inservibles y unos pesos miserables, amontonó todas las fotografías y tiró el fósforo.
El corazón de Celeste
Celeste iba a una escuela que tenía doble patio. En el de adelante se hacían los actos. En el de atrás era donde la Maestra las hacía parar en fila, tomando distancia y sin bajar el brazo; y sin apoyar más un pie y doblar la otra rodilla; y sin hablar. Toda la hora. Y una vez dos horas seguidas. Bueno, no eran horas. Pero hubo dos recreos y cuatro campanadas, antes de que las dejara volver a clase. Y las de los otros grados, que en el primer recreo se reían y jugaban casi como siempre, en el segundo recreo no jugaron nada. Se fueron parando contra las paredes y las miraban nada más. Miraban la fila derechita, tomando distancia en el medio del patio. Y nadie se reía. Y cuando la Maestra golpeó las manos para indicar que se había terminado el castigo, Celeste fue la única que no se estiró, ni se quejó, ni se frotó el brazo, ni marcó el paso hasta el aula. Cuando se sentaron comenzó a mirar fijamente a la Maestra. Como miraba en el pizarrón las palabras nuevas, las que no sabía qué querían decir, ni para qué servían, exactamente.
Nunca había contado el castigo en su casa. Seguramente su madre habría hecho un comentario acerca de lo difícil que debía ser, para la pobre Maestra, lidiar con tantas desobedientes. Seguramente alguno de sus hermanos se habría reído. Pero lo peor era que, seguramente, la Tía hubiera pensado que era una buena idea. Y los hubiera puesto alguna vez en fila, a los nueve, con el brazo extendido. Así que nunca había contado el castigo en su casa.
Esa noche, cuando lo acostaba, su hermanito volvió a preguntar: “¿Y cuándo voy a ir a la escuela?” Pero esa noche ella no se rio, ni le contestó cualquier cosa. Se sentó y lo abrazó un rato como hacía siempre que se daba cuenta de que era tan chiquito y que sabía tan poquito, todavía. Y apretó más el brazo porque se lo imaginó de repente, en medio del patio, con el bracito extendido tomando distancia, con el cuerpo duro, sintiendo frío y rabia y miedo, en una fila en la que todos eran chiquitos como él.
Y la siguiente vez que la Maestra se enojó con el grado, Celeste ya sabía lo que tenía que hacer.
No levantó el brazo.
La Maestra repitió la orden, mirándola con un poquito de sorpresa. Pero Celeste no levantó el brazo. La Maestra se acercó y le preguntó casi preocupada qué le pasaba. Y ella se lo dijo. Le dijo que el brazo dolía, después. Y que uno no iba a la escuela para sentir dolor, frío y miedo.
Celeste no se oía a sí misma, pero veía la cara de la Maestra, mientras ella hablaba. Y era una cara muy rara. Y las compañeras le dijeron después que hablaba muy alto, no gritando, pero muy alto. Como cuando uno dice un poema de ésos de palabras grandes, parada arriba de la tarima, en el patio de adelante. Como cuando todas saben que están en un acto solemne y que se habla de cosas importantes que pasaron hace mucho, porque el mundo mejoró después de aquel día.
Y casi todas empezaron a bajar los brazos. Y después volvieron al aula. Y la Maestra escribió una nota con tinta roja en su cuaderno. Y cuando su padre le preguntó qué había hecho y ella se lo contó, su padre se quedó mirándola durante un largo rato, pero como si no la viera a ella sino a alguna otra cosa que estaba adentro o más allá de ella. Y después sonrió y firmó sin decir nada. Y mientras ella ponía el secante sobre la firma, él le pasó la mano por la cabeza muy suavemente, como si la cabeza de Celeste fuera algo muy, muy frágil, que una mano pesada podía quebrar.
Esa noche Celeste casi no durmió, porque tenía una sensación muy extraña en el cuerpo. Una sensación que había comenzado cuando no levantó el brazo, en medio de la fila: la sensación de que algo crecía adentro del pecho. Ardía un poco, pero no era doloroso. Y pensó que si a uno le crecen las piernas y los brazos y todo eso, lo de adentro también tiene que crecer. Pero las piernas y los brazos crecen sin que uno se dé cuenta, parejo y de a poquito. Y el corazón debía crecer así, a saltos. Y le pareció un pensamiento lógico: el corazón crece cuando uno hace algo que no había hecho nunca, cuando uno aprende algo que no sabía, cuando uno siente algo distinto y mejor, por primera vez. Y la sensación extraña le pareció buena. Y se prometió a sí misma que su corazón seguiría creciendo y creciendo y creciendo.
¿Te acordás?
Nostalgia: (del griego nostos: regreso; y algos: dolor). Tristeza causada por la ausencia de la patria, o de los deudos y amigos. (Sinón. V. Melancolía) / Pesar que causa el recuerdo de algún bien perdido.
Un día se despertó y ya nada estaba allí. No se había movido, sin embargo. Lo sabía bien. A lo mejor era eso, a lo mejor se había quedado inmóvil mientras todo lo demás se deslizaba… No. Permanecían las cosas y las fachadas. Se hablaba el mismo idioma, o uno casi idéntico. Se hacían los mismos gestos, o algunos muy parecidos. Y perduraban símbolos que un pudor mínimo impediría mencionar.
Pensó: Será pasajero. Y recordó: Yo también lo soy.
Probó a gritar: “¡¿Dónde está todo?!” Pero la vergüenza fue abrumadora. ¿Acaso los otros no habían perdido lo mismo? Y bien que trataban de comportarse con dignidad. O como se llamara esa manera de hacer como que la vida era la misma vida; la gente la misma gente; el mundo el mismo mundo.
El aprendizaje resultó más rápido de lo que pensó. Pero había trampas, sin embargo. Por ejemplo, si se exageraba el movimiento, si uno se entusiasmaba un poco con el tono… inmediatamente algo sonaba a hueco. Y el sonido era espantoso. Había que tener muchísimo cuidado. Muchísimo cuidado.
Dormir tampoco es fácil, porque están los sueños. Y no hay inocencia que valga. Por ejemplo: esa película de los hermanos Marx. ¿Cómo se previene uno contra una imagen tan ingenua? La película se llamaba “Una noche en Casablanca”. Harpo está en la calle, apoyado contra una inmensa pared. Chico pasa, lo llama. Harpo le hace señas de que no puede abandonar su responsabilidad. Chico se ríe: “qué ¿estás sosteniendo el edificio?” Lo toma del brazo y lo obliga a seguirlo. El edificio se desploma. El edificio se desploma. El edificio se desploma. Intentó reírse al despertar en medio del terror. Era una película cómica. ¿Qué tiene de malo soñar el gag de una película cómica…? Pero no podía despegar la palma de la mano de la pared. No podía.
El médico fue comprensivo. Los compañeros de trabajo fueron comprensivos. La familia fue comprensiva. Los amigos fueron comprensivos. Con el tiempo lo logró. La mano tendía, sin embargo, a sostener paredes, gentes, situaciones. Tardó mucho tiempo en entender que nada iba a desplomarse, porque nada pesaba ya lo suficiente.
Y un día se cansó. Se cansó tanto, tanto, tanto, que pensó que todo le daba lo mismo: un ladrillo hueco prolijamente equilibrado sobre otro no abrigaba más que el edificio desplomado. Un amigo ausente no abrazaba más que un fantasma. Una dignidad flexible no dignificaba más que una abyección oportuna. Una memoria negada no alimentaba más que un ideal muerto.
Entonces volvió a despertarse. Pero a despertarse del todo. Y miró a su alrededor. Y a la primera cara vagamente familiar le preguntó sin permiso ni preámbulo, sin vergüenza ni temor: “¿Te acordás de mí?” Cuando la cara iba a empezar a negar, disparó la siguiente pregunta: “¿Te acordás de vos?”
Lloraron en un abrazo. Y a medida que recordaban, el mundo comenzaba a espesarse, a rellenarse, a solidificarse.
Si uno se acuerda de uno, llora. Si uno se olvida de uno, ¿quién se ríe? Yo no. Ustedes tampoco. Entonces, ¿quién?