A raíz de la publicación del libro La librería y la diosa de la argentina Paula Vázquez, nuestra editora de traducción Denise Kripper charla con la escritora y librera.
Denise Kripper: La librería y la diosa narra la historia de dos transformaciones, dos relatos caracterizados por el deseo: el de alejarse de la casa familiar primera y el de armar una futura. Los libros marcan el paso, tanto para convertirte en librera como para convertirte en madre. ¿Cómo se articula lo fecundo y comunal del espacio literario que abre Lata Peinada con los desafíos con la fertilidad que atraviesan tu búsqueda de la maternidad?
Paula Vázquez: En la formulación de la pregunta está el germen de la respuesta. En el inicio, la librería aparecía en el texto tan sólo como el horizonte cotidiano en el que se imprimía la historia de búsqueda y pérdidas que fue para mí el inicio del proceso de maternidad. Pero luego tuve un momento de esclarecimiento: la librería había sido parte esencial del descubrimiento de un nuevo tipo de deseo, de una nueva forma de vida, en la que sí había lugar para la maternidad. Por eso finalmente en el libro se trenzan tres hebras: la construcción de la librería, una indagación sobre la cerámica, y el deseo de maternidad. Son tres elementos en los que lo colectivo, la comunidad, las genealogías, son determinantes.
D.K.: Lata Peinada se funda con la meta explícita de llevar a España catálogos de editoriales independientes latinoamericanas, es decir, libros que no circulan por esos pagos. La librería traza entonces una “flecha en oposición al sentido de circulación de esos muchos barcos durante cientos de años”. Me interesa saber más sobre cómo nos leen desde España, y más en específico desde Cataluña. ¿Es la clientela mayoritariamente latinoamericanos que viven allí, o hay también un público local interesado en el catálogo de la librería? ¿Cuáles son algunos de los autores que más se venden y por qué te parece que es el caso?
P.V.: Hay muchos catalanes, españoles en general y europeos que viven en Barcelona o que están de paso por la ciudad y que son clientes habituales o vienen especialmente a la librería. En los últimos años hay un interés creciente en Europa por la literatura latinoamericana, aunque es habitual que surjan las etiquetas que reducen las escrituras muy diversas que hay en nuestro continente a ciertos fenómenos, la exotización de la violencia, podría ser uno de esos cristales reduccionistas de esta época. Por eso nuestro proyecto busca ampliar siempre esa mirada y apunta a la circulación de escrituras diversas, tanto en lo contemporáneo como de otras épocas. Lo que se vende es realmente diverso. Este año, por ejemplo, uno de nuestros libros más vendidos fue el de Elaine Vilar Madruga, El cielo de la selva. Es una autora fantástica, muy prolífica además, así que seguro tendremos más libros de ella muy pronto. Pero aquí coincidió con un reconocimiento del valor de esta novela en Babelia, que hasta la incluyó en su clásico ranking anual. Pero también entró en el ranking de más vendidos, por ejemplo, La compulsión autobiográfica, un ensayo de un autor mexicano que se llama César Tejeda publicado por Alacraña y que trajimos especialmente para nuestro club del libro. Ahí se ve que el trabajo de difusión que hacemos rinde frutos cuando un buen libro encuentra lectores nuevos.
D.K.: En esta memoria hay también mucha reflexión sobre el libro como medio, sobre el alumbramiento de la escritura, el ejercicio de nombrar. El taller literario a cargo de Fabián Casas al que asistías resulta clave. Hablando de poesía, en un momento recordás cuando dijo “Un poema tiene que generar un estado de incertidumbre, no de respuesta”. Y tu libro efectivamente está lleno de incertidumbres. Todo es una apuesta: abrir una librería en otra ciudad, traer un hijo al mundo, hasta poner una pieza de cerámica al horno. ¿Cómo se hace entonces para “hacerle lugar a la incertidumbre” en los tiempos que corren?
P.V.: Es siempre un ejercicio, una pregunta. En mi caso se trató de desarmar en primer lugar una retórica muy fuerte en torno al control, las certezas, las definiciones sobre el mundo y sobre la vida propia. Vivimos una época atravesada por las definiciones en torno a quiénes somos, por lo que el desafío es, una vez más, una tarea de oposicionismo, de cierta resistencia, de hallar una cuña o un filo para hacer surgir un espacio, abrir la etiqueta de lo propio y buscar a la vez una raíz en lo colectivo, en lo que nos rodea y en el pasado de lo que somos. La identidad es una experiencia muy pobre. Tampoco se trata de un salto al vacío, sino de un modo de actuar que se aparte de la racionalidad con arreglo a la productividad, pero que quizás no necesita ser definido o nombrado, y que por eso puede conservar el misterio o la incertidumbre que, como decía Fabián, requiere la poesía.
D.K.: El taller de cerámica de Mishal es el otro gran espacio protagonista de tu libro, que abre esta vez una posibilidad otra de creación en silencio. Es ese lugar de escucha que te permite efectivamente nombrar lo que te sucedía, abrirte sobre las pérdidas de tu embarazo y encontrar una reacción distinta en tu audiencia. En varios momentos del libro mencionas tu incapacidad para escribir, para seguir adelante con el diario que venías llevando. Me pregunto entonces qué lugar ocuparon esas pausas, esos silencios, en ese entonces. ¿Qué te permitieron escribir esos momentos?
P.V.: La escritura es una práctica paradojal, porque implica silencio y palabras, escucha y voz. Pero frente a ciertos eventos de mucho dolor, que fueron en mi vida escisiones profundas, como la muerte de mi mamá o las pérdidas de los embarazos, la escritura sólo me ocurría en forma de fragmentos, como restos de un mundo perdido. En esos momentos siempre necesité una vuelta al cuerpo, con el yoga, o con la cerámica, en este caso. No le asigno tanto peso al silencio de esos entornos como a la puesta en marcha de una potencia del cuerpo, que produce algo en el mundo y en la vida propia.
D.K.: La práctica de la cerámica aparece hermandada con la maternidad por denominadores comunes: el cuidado; la paciencia; la frustración; aquello que es nuestro, hecho por nuestras manos, pero que es al mismo tiempo algo distinto, nuevo. Pienso en tus piezas de cerámica en display en tu casa, pero también en otros objetos cotidianos que cumplieron una función análoga: los libros inaccesibles de tu tía, los manteles de tu madre, los jacarandás de tu sobrina. Contame un poco sobre tu relación con esos objetos que te rodean.
P.V.: Sí, conservo y cuido ciertos objetos y plantas como amuletos. Les asigno poderes o esencias. Me da un poco de vergüenza describirlo así, tampoco tengo muy claro qué sentido tiene ese modo de rodearme, de encarnar en elementos materiales muy caprichosos. Es como una suerte de inventario de raíces, de momentos importantes, algunos cimientos de la vida que pueden tomar la forma de cualquier cosa, una camisa que era de mi mamá y que usé para su entierro porque no tenía ropa limpia, una jarra de vidrio dorada a la hoja que era de mi bisabuela, un agave enorme que se llama Pocho, la escultura de la diosa, el diccionario que me regalaron a mis seis años. Creo que mis tatuajes también funcionan de ese modo.
D.K.: Y hablando de objetos, en Lata Peinada hay una sección de “joyitas” que incluye primeras ediciones, libros incunables. ¿Cuáles son algunas de las joyitas en tu biblioteca personal? ¿Qué obras para vos dan cuenta de tu relación emocional, de tu vínculo indestructible, con los libros?
P.V.: Mi diccionario, el Pequeño Larousse Ilustrado de cubierta roja, que me regalaron a los seis años, más algunas primeras ediciones de Plástico cruel, de José Sbarra; de Extracción de la piedra de la locura, de Pizarnik; el Borges de Bioy; de Los pichiciegos, de Fogwill; de El affair Skeffington, de María Moreno. Tenía una primera edición de Obsesión del espacio, de Ricardo Zelarayán, autor de Lata Peinada, que es un poemario espectacular, y se lo llevé como regalo a Caetano Veloso cuando me tocó entregarle un premio. Ahora lo estoy buscando para volver a comprarlo, pero sin suerte por ahora. Después, tengo libros amados por subrayados y porque me recuerdan dónde encontré algo que me sacudió: Las palmeras salvajes, de Faulkner; Cien años de soledad, de García Márquez; La furia, de Silvina Ocampo, y más cerca puedo nombrar Apolo cupisnique, de Mario Montalbetti; A lo lejos, de Hernán Díaz; o La cresta de ilión, de Cristina Rivera Garza.
D.K.: En La librería y la diosa también te referís a la recomendación de libros (algo usual en una librería) casi como un acto de amor. ¿Qué libros estás recomendado ahora y por qué?
P.V.: El cielo de la selva, de Elaine Vilar Madruga, autora prolífica, indomable, con universos siempre particularísimos, su lenguaje siempre es exceso, derroche, disfrute; ella tiene publicada en España una novela anterior prologada por Cristina Morales que se llama La tiranía de las moscas y que también es buenísima. A lo lejos, de Hernán Díaz, una novela de fuerte arraigo en la tradición de la literatura argentina, que es mucho mejor que la más célebre y premiada Fortuna. Limpia, de Alia Trabucco Zerán, una autora chilena que será sin dudas de lo mejor que leeremos en el futuro. El occiso, de María Virginia Estenssoro, y La amortajada, de María Luisa Bombal, reeditados en tiempos recientes, dos indispensables precursoras de la literatura fantástica en Latinoamérica.
D.K.: En noviembre de 2023, después de casi tres años, cerró la sede madrileña de Lata Peinada. En el libro, tu socio Ezequiel Naya te propone abrir una sede en Buenos Aires y la idea no queda del todo descartada. ¿Qué se viene para la librería?
P.V.: Estamos en etapa de volver a la arcilla, a nuestro material de inicio, la literatura y la amistad, para ver dónde volvemos a encontrar el fuego y cuál es, esta vez, su resultado.
Foto: Paula Vázquez, escritora y librera argentina.