Llevaba mucho tiempo viviendo en Córdoba, la ciudad donde había estudiado y donde me había quedado trabajando después de terminar la universidad. Estaba por cumplir treinta y dos años, coordinaba talleres de escritura desde los veinticuatro y había publicado un par de libros de cuentos; otro, que ya estaba terminado y semi aceptado por una editorial, se retrasaba y no terminaba de salir. Y entonces, llegó la noticia. Había ganado una beca para cursar un Máster en Escritura Creativa en Español en la Universidad de Nueva York.
De alguna manera, en el recuerdo de esos años, la experiencia de cursar la Maestría se superpone con el encuentro con una ciudad tan vital y tan variada como Nueva York. Y, en simultáneo, el encuentro con compañeros, profesores y coordinadores de talleres de toda Latinoamérica. Esa fue una de las primeras cosas que me sorprendió: de pronto mi campo de referencias y de lecturas, en los años anteriores más o menos limitado a la literatura, la agenda, las novedades editoriales y los temas de conversación por esa época predominantes en el campo literario argentino, en cuestión de meses se ensanchó y amplió tanto hasta casi estallar.
Lo que hasta ese momento para mí eran referencias fijas y sólidas, se vieron contrastadas y relativizadas por miles de otras referencias, otras miradas, otros autores, otras lecturas y otras posturas sobre esas lecturas y esos autores. Y, también, por debates y discusiones con otras voces, con otras entonaciones, y sobre temas, libros o autores que provenían de otros campos literarios. Encontrarse con compañeros de México, de Colombia, de Perú, de Chile, de España, con sus lecturas y sus formas de leer los textos, poco a poco me permitió —lentamente, no sin cierta reticencia al principio— empezar a pensar la lectura y la escritura desde un lugar nuevo, mucho más amplio y más variado.
Por otro lado, la mayoría de las referencias y los autores que se mencionaban en los talleres no solo eran desconocidos para mí, sino que, en Argentina, difícilmente hubiera podido tener acceso a ellos. Sus libros no se distribuían en mi país, o llegaban con cuentagotas o, al ser importados, eran carísimos. Descubrir que muchos de sus libros estaban en la biblioteca de la universidad, completamente disponibles, fue otro de los grandes momentos de esos dos años. Al mismo tiempo que visitaba los museos y galerías neoyorkinas y por primera vez me encontraba cara a cara con la obra de muchos artistas que siempre había admirado pero que no había tenía oportunidad de ver en directo, acarreaba libros en mi mochila e iba leyendo a autores latinoamericanos que con el tiempo se volverían centrales para mí.
Recuerdo leer a Igor Barreto y las descripciones de su pueblo venezolano de infancia mientras esperaba en la cola para entrar a una de las tardes gratuitas del MoMA. Nos había asignado el texto Sergio Chejfec, en una de sus clases, y en ese momento hubo algo que me llamó mucho la atención en la poesía de Barreto, pero que no llegué a captar del todo. Leí algunos de sus libros, terminé algunos, otros tal vez los dejé a medias y la referencia quedó ahí, flotando en mi cabeza, mientras mi atención rápidamente se desplazaba hacia nuevos lugares: otros autores, o tal vez algo que había visto en el museo, o un ciclo de cine o vaya uno a saber qué y, de pronto, ya me había olvidado de Igor Barreto.
Esa es otra de mi sensación de esos años: un altísimo nivel de exposición a nuevos estímulos, nuevos vínculos, nuevos paisajes, nuevos territorios y tan poco tiempo para procesarlos, para digerirlos. En ese sentido, los años de relativa calma que siguieron a la cursada del Máster fueron como una continuación de sus clases. Necesité un cierto tiempo para dejar que todo fuera lentamente decantando, para retomar ideas que habían aparecido allí por primera vez, para replantearme posturas o posiciones que en un primer momento me habían parecido inamovibles y que, con el tiempo, aprendí a revisar, a volver a mirar, a considerar desde un lugar diferente. Necesité tiempo para retomar la lectura de Barreto, identificar qué era lo que me seducía tanto de su poesía y empezar a pensar esos gestos, esas aproximaciones a la escritura, como posibilidad para mi propio escribir.
Antes de cursar la maestría yo había participado un par de años, ni bien me había mudado a Córdoba, del taller de escritura coordinado por Lilia Lardone. Después de la crisis argentina del 2001, alentados por Lilia, con Luciano Lamberti habíamos empezado nosotros mismos a coordinar talleres. Lilia, junto a María Teresa Andruetto y otras escritoras cordobesas, proponían un espacio de taller horizontal y colaborativo. Siempre recuerdo algo que Lilia me dijo: los talleres no se “dictan”, sino que se “coordinan”; los participantes de un taller no son “alumnos” sino “talleristas”.
En el taller, la voz del coordinador organizaba los tiempos y retomaba y concluía las devoluciones al final de la ronda. Las marcas sobre el texto eran meticulosas. Para las devoluciones se exigía una sinceridad cariñosa pero extrema: lo importante era encontrar maneras en que el texto pudiera crecer. Eran talleres que tenían, ante todo, la intención de promover el deseo de la escritura.
Buena parte de la cursada de la Maestría en Escritura Creativa consistió en participar de talleres y para mí significó encontrarme con otras maneras y otros modos —otros dispositivos; tal vez, otras tradiciones— de coordinar y de participar en un taller.
En algunos casos, se trataba de talleres más jerárquicos, casi verticalistas. En otros casos, talleres donde las intervenciones del coordinador eran cariñosas pero distantes. También talleres donde había mucho espacio para el debate y la posibilidad de desarmar el texto hasta sus capas más profundas. También algún que otro taller donde lo que se ponía en juego no era más que una lucha de egos.
Vista en retrospectiva, esa exposición a múltiples tipos y maneras y metodologías de coordinar un taller y de lo que un taller puede ser me permitió contrastar, mirar desde cierta distancia, sopesar el rol del taller en el proceso de escritura. No creo que para escribir sea necesario asistir a un taller, o hacer una maestría en Escritura Creativa. Pero sí creo que el taller, cualquier taller, da la posibilidad de encontrarse con pares, de armar y participar en una mínima comunidad de pares. En principio, para conjurar un poco la soledad que la escritura siempre trae consigo, ese encierro con el propio texto que a veces se puede volver rumiante y obsesivo y que de a poco va quitando el aire necesario para que un otro lector también pueda habitar ese texto.
Pero también porque esa puesta en comunidad puede a uno permitirle contrastar la propia voz con otras; para, en torno a la mesa del taller, ver qué se me espeja en las devoluciones de mis compañeros, cómo otras voces se abren espacio en lo que creí que era mío. Ver qué es lo que allí encuentran y así poder llegar a vislumbrar ese lugar de siempre difícil acceso: qué es lo que yo no sé y se pone en juego en esto que he escrito.
Y una vez entrevisto: agarrarlo con fuerza, ir más allá, seguir escribiendo, seguir cavando, profundizar hasta llegar al hueso.