Conocí a Fogwill cuando yo tenía mi primera librería en Buenos Aires, en el año 2005. Él estaba viviendo cerca de ahí, en un hotel. Se acababa de separar de una de sus parejas y, como mi librería quedaba cerca, pasaba seguido. Yo le daba las novedades de Mansalva, la editorial que acababa de fundar y nos sentábamos a leer en una mesita que teníamos en la vereda o en el sillón de adentro de adentro del local, y siempre le pedía algo para publicar. Él me contestaba: “¿Qué pensás? ¿Que soy César Aira? No tengo nada nuevo”. Y así iba pasando el tiempo, las tardes punteadas con sus visitas, donde siempre comentaba a algún autor o hacía un comentario sobre algo, también venía a las fiestas que hacíamos. Hay fotos muy lindas. En una, por ejemplo, todos aparecen brindando y a él se lo ve sonriente con el vaso para abajo. No sé si era una forma de demostrar que estaba en contra del alcohol o de mostrar que él no estaba tomando nada. Un día me pidió que lo ayudara a hacer una mudanza. A la mañana siguiente cuando fui, llevamos las cajas de libros del camión al departamento y nos pusimos a mirar su biblioteca que él me vendió, en parte porque nunca le había dado mucha importancia a los libros. Los pasaba, los leía, los subrayaba, los doblaba. Estaban bastante castigados. Le compré gran parte de su biblioteca que era su biblioteca formativa. Ahí había libros de Poesía Buenos Aires, una revista de los años 50 y 60. Estaban todas las primeras ediciones de los libros de poesía de Susana Thénon. Traducciones de Heráclito de Raúl Gustavo Aguirre. Un libro de Odysséas Elýtis autografiado y dedicado por el premio nobel griego. Y muchas otras cosas más. Cantidades de primeras ediciones de sus propios libros que le habían quedado de cuando los libros se habían publicado o rezagos editoriales. Recuerdo que le compré cantidad de ejemplares de Muchacha punk, de La buena nueva de los Libros del Caminante.
En algún momento de la mudanza le dije: “Quique, ¿me vas a dar algo para publicarte?”. Yo que como mucha gente había crecido leyendo sus libros, era su ferviente lector y para mí publicar un libro suyo en Mansalva era algo muy importante. Porque mi editorial nació de la idea de publicar la nueva literatura argentina y también a los autores con los que crecimos. Y me dijo: “Dale, ¿qué te gustaría?”. Y le propuse hacer una compilación de todos sus textos periodísticos, sus ensayos y sus crónicas que estaban desperdigadas en revistas perdidas de fines de los 70’s y los 80 y 90. Sobre todo los más viejos que eran inhallables. Cuando se decía que Fogwill era un francotirador, en realidad, se estaba repitiendo una especie de etiqueta, porque nadie tenía clara idea de qué había sido lo dicho en esas épocas que habían forjado ese apodo y su leyenda. “Hacé lo que quieras”, me respondió ese día mientras hacíamos la mudanza. “Pero yo no tengo nada”, aclaró. “¿Cómo que no tenés nada?”, le pregunté. “Sí, yo no tengo ningún artículo. No tengo nada de todo eso. Así que te vas a tener que ocupar vos”. Y así lo hice. Durante más de un año estuve investigando en librerías de viejo, en hemerotecas y en colecciones particulares, rastreando todos los textos de Fogwill publicados por esos años. Después iba a mi casa y me ponía a tipear los artículos encontrados. Era muy linda la experiencia de estar transcribiendo lo ya escrito. Y así fue como hicimos Los libros de la Guerra. Después seguimos la veta investigativa y empezamos a buscar sus novelas perdidas. Felizmente, veo que ahora se están encontrando y publicando, de las que yo llegué a encontrar una, la primera, Un guión para Artkino, una distopía que habla de un mundo donde la Unión Soviética ganó una guerra mundial y de la que solo se escapan algunos territorios, el Sur de Estados Unidos, entre otros, adonde el narrador tiene que huir después de traiciones y purgas en el Partido. Es una cruza entre Philip Dick y Leopoldo Marechal. Y así estábamos, entre proyectos. Yo para ese momento ya había mudado la librería a otro local, cercana a la primera, por donde él pasaba a conversar dos o tres veces por día. Dejaba su auto en doble fila, gritaba algo desde la calle. Su conversación empezaba apenas se bajaba del auto, no importaba a cuántos metros de la puerta de la librería estacionara. Yo lo veía desde el mostrador. Él empezaba con la discusión, la charla o el comentario hablando medio solo, con sus palabras llenas de inteligencia y humor. Y así iban pasando los años. Él sentía que su salud desmejoraba y siempre hacía chistes con la proximidad de su muerte. Y de vez en cuando se internaba, cuando sentía que se intensificaban sus problemas respiratorios. Recuerdo que en los últimos días él volvía de un viaje al Uruguay adonde había ido a un encuentro literario donde la había pasado bastante mal, ya que la organización había sido deficiente en todos los aspectos. Unos días antes de morir, situación que nadie suponía, me llamó por teléfono para pedirme las tres novelas que componen la obra completa de Dipi Di Paola, un escritor de Tandil y amigo de Gombrowicz, ya que él iba a ir a una feria del libro en esa ciudad, a hablar sobre Di Paola. Nunca llegué a pasárselas porque lo habían pasado a terapia. Estuvo internado una semana. Lo fui a visitar junto con otros poetas amigos. Fue muy duro cuando murió. Lo extrañamos mucho. Quedó un gran vacío conceptual en la literatura argentina hasta hoy. En sus últimos días estaba por salir la segunda edición de Los libros de la Guerra, que pudimos trabajar juntos agregando muchos textos que habían quedado afuera en la primera edición. Fogwill fue una mente brillante que siempre estaba operando desde adentro. Muchos amigos, amigas y clientes de la librería recuerdan sus pasos por ahí. Hace poco lo recordaba hablando para una biografía suya que va a salir pronto. Y acá estamos nosotros, sus lectores y amigos, viendo cómo revive cada vez que lo recordamos. Lo amamos y lo seguimos amando. Y de vez en cuando lo sigo viendo en mis sueños, y vuelvo a escuchar su voz.
Visita nuestra página de Bookshop y apoya a las librerías locales.