Bendícenos, Señor, a los que tenemos poco tiempo y mucho futuro.
Tienes que complacernos, Señor, porque así somos,
impacientes y desvergonzados. Porque hemos sufrido.
Ya sabemos que no todo es estar drogados en las montañas,
no todo es hacer mapas de nada y pensar en la nada y sentirse vivos.
Lo hemos aprendido por las malas. Hemos cambiado.
Bendícenos, Padre, a los enemigos de la esperanza,
a los que nos fuimos, a los que renunciamos,
a los descerebrados por el virus del miedo,
a los que solo vemos en el presente la escoria del mañana.
Me duele la mandíbula cuando recuerdo lo pequeño que era mi país.
Mi país era una diosa de cemento a la orilla de un río envenenado.
Era jugos vaginales, paisajes degollados: intermitencias.
Yo creía que mi país estaba en mi cuerpo
pero mi cuerpo es incorruptible y no hay país que sea un cuerpo.
¿Recuerdas, amor, todos esos días viajando solos,
mirándonos a través de ventanas que no eran nuestras?
Solo teníamos que resistir un poco más, olvidarnos de nosotros.
“Ya tengo en mí los pasajes. Ya tengo en mí tu pared de calma.
Hold on, darling, you’ve got to hold on”.
Mi país es el poema más grande que he escrito.
Esta ciudad me da hambre, todo me acelera el corazón,
cualquier cosa me encandila durante horas. Ya no soy
el tipo paciente de antes.
En Union Square me he sentido un ácaro industrial,
un parásito de hierro manchando de óxido
la entrada de una boutique.
He llorado, me he quedado ciego, estuve en coma, puedo jurarlo.
Esta ciudad me hace adorar la falsedad y la cólera.
Camino de noche y lo quiero todo,
quiero la sangre de la vida.
Odio mucho, pero odio con glamour.
Soy la mitad de un fantasma y el mundo me sigue ofreciendo la vida.
Irse, porque no soportamos el silencio del sol,
la carne indiferente del universo.
Irse, porque lo perderemos todo si no nos partimos los huesos.
Ocean Beach, hay barcos formidables
deslizándose detrás de la bruma.
Duele seguir con la mirada esos ángulos rectos, los veloces containers.
Hay látigos verdes sobre la arena, cadáveres translúcidos
y dementes que agitan los brazos entre las olas como babosas de mar.
Salivamos. Huimos. Solo pienso en salvarme, no en hacer caminos.
No hay caminos; hay cosas pasando, ruido. Mis oídos no soportan
el alarido de los rieles cuando atravieso la bahía.
Las grúas se iluminan, la bahía se ilumina.
Así son los puertos de Oakland. Blancos. Lejanos.
Veo esas cosas y enloquezco.
Irse, querer cualquier cosa, despertar con un agujero en la mano
y sentir que llevamos 29 millones de años
esperando el gran meltdown. Un final bello, monstruoso.
Estaremos bien, no nos perdamos.
Nuestras crisis son las mismas
y todas las ciudades se caen a pedazos.
Escúchenme bien, lo diré una vez más: todas las ciudades
se caen a pedazos. Solo permanece el deseo.
Mi deseo está ahí, deseándome como loco.
Me encanta distinguirlo, poseerlo, recorrerlo.
Lo violaría, con ruido,
sintiendo en mis manos su carne tibia, su extensión sedienta.
Bendícenos, Señor, a los que te hemos traicionado.
Sálvanos de la pobreza, sálvanos de la desesperanza.
Sálvanos, Padre, de Barcelona, sálvanos de Madrid,
sálvanos de San Francisco, de Nueva York, sálvanos
de Buenos Aires. La beatitud no es más que un sueño violento,
pero tu salvación es puro misterio,
un gueto abandonado que hemos venido a poblar.
La costilla de la ciudad es un viento gris.
Los barcos se frotan como gatos, se untan de almizcle.
Quise buscarte entre la arena
y me quebré en dos como un pez verde.
Dime qué somos, amor, fuera de los barcos,
“Soles pacíficos, mujeres de piedra”. Todo es errancia,
no saber lo que se dice,
perdernos en la ciudad todos los jueves, extáticos,
buscando una planicie, lugares anchos para respirar y redimirnos.