En la Plaza de las Tres Culturas, en el barrio Tlatelolco de la Ciudad de México, se nota una piedra austera que conmemora la noche trágica del 2 de octubre de 1968. Después de una lista breve de nombres y edades de estudiantes caídos, aparece un solitario signo de interrogación: “(?)…”. Un grito silencioso de los nombres de los otros tantos que en aquel año dieron el último grito por un México más libre. En la parte inferior de la piedra aparecen las palabras de Rosario Castellanos “¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente nadie. La plaza amaneció barrida; los periódicos dieron como noticia principal el estado del tiempo. Y en la televisión, en el radio, en el cine, no hubo ningún cambio en el programa. Ningún anuncio intercalado. Ni un minuto de silencio en el banquete. (Pues prosiguió el banquete)”. Es la tercera estrofa de su poema “Memorial de Tlatelolco” que se convirtió en una de las muchas voces que componen la polifonía de La noche de Tlatelolco de Poniatowska, la crónica que solidificó todo un impulso que hoy denominamos literatura del Tlatelolco, literatura del 68. La generación de Tlatelolco, si me puedo atrever a llamarla así, ha llegado a definir el canon literario mexicano: Paz, Poniatowska, Monsiváis, Fuentes.
Tlatelolco transformó la palabra y a sus narradores y abrió nuevas puertas para la crónica mexicana, un mundo donde el periodismo y la palabra literaria convergen y abren espacios para conciertos de voces que se solapan y se aprietan entre collages de fotografía documental, pelean contra recortes de periódicos, se hunden entre consignas de protesta. Es una expresión donde la palabra llega a su límite. ¿Y cómo realmente se puede escribir algo como lo sucedido en Tlatelolco hace 50 años? ¿Cómo se puede narrar una historia tartamudeada, destrozada, sin orden narrativo? Es uno de estos casos donde las palabras quizás no bastan. Decía Adorno que escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie. Tal vez también es un acto de barbarie escribir poesía, o simplemente escribir, después de Tlatelolco. Efectivamente, el 3 de octubre del 1968 en el periódico Excélsior apareció un cartón negro con la pregunta “¿Por qué?” firmado por el caricaturista Abel Quezada. Quezada rechaza el humor, lo decorativo y lo exagerado de la típica sección de caricatura y opta por una expresión austera. Su arte es un rechazo, una incapacidad de verbalizar e imaginar. Su minimalismo ofrece lo único que se podía sentir el día después del Tlatelolco: un silencio que grita.
Los caricaturistas escogieron una expresión que está en la frontera entre lo literario y lo popular, entre la realidad y la ficción. La caricatura y el arte secuencial lograron encontrar huecos entre las páginas de los periódicos nacionales para crear una resistencia en sus pequeñas viñetas humorísticas. El caricaturista Eduardo del Río, mejor conocido como Rius, comentaba que el gobierno controlaba el papel de la prensa con un monopolio de la PIPSA (Productora e Importadora de Papel S.A.). Para los que no conformaban con lo permitido, no había papel barato. Así, los que podían, dibujaban con un minimalismo impecable lo que no se podría decir en voz alta o escribir en los periódicos nacionales. Algunos pocos, como Quezada, lograron insertar su humor subversivo dentro de los periódicos nacionales y la mayoría, como Rius, se refugió en la publicación independiente que sobrevivía gracias a la popularidad de la historieta. Desde el inicio del movimiento estudiantil de 1968 los caricaturistas se lanzaron a comentar los sucesos tomando posturas radicalmente distintas. El humor subversivo no siempre apoyaba al movimiento. La verdad, unos cuantos jóvenes moneros simpatizaban con el movimiento, pero tenían pocos espacios para mostrar su posición. Sólo en algunas revistas, como ¡Siempre!, Por qué? y Política se les permitía, siempre tímidamente, apoyar a los estudiantes. La mayoría, empleados por los periódicos nacionales, ridiculizaban las protestas estudiantiles y el Comité Nacional de Huelga.
Al otro lado, estaban los artistas gráficos de política en-contra, artistas que apoyaban al movimiento ideológica y logísticamente, al igual que estudiantes que participaban en las marchas. Durante el verano y el otoño del 68, los estudiantes de la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) y la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, activamente producían y repartían materiales de propaganda en las calles de la ciudad, evitando el control sobre los puentes de periódicos. El Comité de Huelga también colaboraba con los caricaturistas profesionales para la producción de volantes, pancartas y carteles. Rius dibujaba para los estudiantes, aunque con un estilo mascarado y sin firma. El 24 de septiembre de 1968 Rius y Ángel Boligán publican un número especial de Los Agachados, titulado “Los cocolazos de julio, agosto, septiembre (y octubre quién sabe si tambor)”. En la portada aparece el podio olímpico con los órganos de la policía y el ejército, encargados de reprimir las protestas. Son los tres representantes de las fuerzas armadas que encarnan el grado de violencia creciente en la represión del Movimiento Estudiantil. En el tercer lugar, aparece el policía con macana; en el segundo lugar, se representa al granadero con casco, escudo, máscara y macana; y en el primer lugar el efectivo del ejército con bayoneta. Cabe mencionar que, en el momento de la publicación del número, el ejército, así como se representa en el primer lugar del podio olímpico, todavía no formaba parte de las políticas represivas. Rius demuestra tener una visión clara de las implicaciones de la política represiva del gobierno, cargando su historieta de un doloroso carácter predictivo. A la imagen de la portada, sigue un “Prólogo” donde los caricaturistas establecen su legitimación como periodistas que combaten la “prensa vendida” y proporcionan una propia versión crítica. La función de la historieta obtiene un carácter crítico e informativo, donde el historietista utiliza métodos periodísticos para proporcionar las escenas que se ocultaban en la prensa nacional. Por su trabajo, Rius fue secuestrado e intimidado por los militares en 69.
Varios de sus amigos caricaturistas reconocieron el impulso de apoyar a los estudiantes. Sobresale el ejemplo de Rogelio Naranjo, bastante joven en aquel momento, quien por entonces cooperaba con Rius en la revista La Garrapata. En el primer número de la revista, publica una historieta en la que contaba cómo los habitantes de la unidad Nanylko Tatatylko fueron reprimidos de una forma desproporcionada por parte del ejército. Las páginas vieron la luz tan sólo 37 días después del Tlatelolco, el 8 de noviembre de 1968. El relato se desarrolla a partir de un caso de abuso domestico que escala de una manera ridícula hasta terminar con la masacre en la plaza de las tres culturas. Es un caso sobresaliente de la parodia política y el caricaturista no intenta disimular los objetivos de sus dibujos.
Hablar sobre el Tlatelolco, 50 años después, significa hablar de una evolución. No solamente de la manera en la cual miramos hacia el pasado del movimiento estudiantil, sino también la manera en la cual se produce la narrativa gráfica. La discusión sobre el Tlatelolco cuenta con una discusión más abierta y evidencia material proporcionado por archivos, museos y gobiernos. Por su parte, la historieta mexicana sufrió cambios tremendos en todos sus aspectos en los últimos 50 años después del colapso de la industria historietista. La historieta ha llegado hasta la librería bajo un nuevo nombre, novela gráfica, un producto con tapa dura y papel de alta calidad. Ya no se lee la historieta barata vendida en el quiosco del metro. Y mientras seguimos debatiendo si la novela gráfica es realmente una novela o cómic carísimo, o si esto es literatura o no, la cantidad y calidad de los autores mexicanos es cada vez más apreciable. Entre monstruos, ángeles y robots, la novela gráfica mexicana también abrió su espacio para temas que no dejan de molestar la conciencia social. Tlatelolco ya aparece como tema en la obra que se considera por varios como la primera novela gráfica mexicana —Operación Bolívar, publicada en 1994 por Edgar Clément—. Clément explica el Tlatelolco como una continuación de la violencia colonial dentro de una historia de ciencia ficción sádica.
En años recientes, la novela gráfica se ha alejado de la ficción (hasta donde el dibujo puede ser no-ficción) para narrar historias verdaderas, íntimas de Tlatelolco. Me gustaría destacar dos casos ejemplares.
La pirámide cuarteada, evocaciones del 68 de Luis Fernando es una novela gráfica escrita a partir de las memorias personales del autor, una autobio-gráfica. La obra se inspira en los acontecimientos que rodean el Tlatelolco, pero no es un libro sobre el Tlatelolco. Es una historia personal, la de Luis Fernando el adolescente, y su manera de entender la realidad que lo rodea. Las viñetas que dictan la narración están llenas de escenas de calles, parques, expresiones en primer plano, colores, sonidos, sueños, amigos y miembros de familia. La obra aprovecha la sintaxis historietista para captar lo sensorial de la memoria y la relación imagen-palabra sirve para establecer orden dentro de los pedazos de memoria fotográfica del autor. Dibujar en papel, visualizar, significa enfrentarse a las memorias. Darles forma y espacio.
Si Luis Fernando busca una vuelta hacia el pasado, el joven Augusto Mora intenta entender el pasado para poder explicar su propio presente en su novela gráfica Grito de Victoria. Mora experimenta con el estilo de periodismo-comic, un estilo popularizado por el artista Joe Sacco quien se dedicó a dibujar lo que sucede en Palestina y Bosnia. Sin embargo, Grito de Victoria se construye en la frontera entre el método investigativo y lo ficcional. La historia de Mora establece un diálogo con materiales de archivo, utilizando fotografías, artículos de la prensa y entrevistas con testigos. Aborda la historia reciente de los movimientos estudiantiles en México a partir de los participantes del Tlatelolco, siguiendo con el Halconazo del 71 y las manifestaciones de #Yosoy132 durante la elección presidencial en 2012. La novela gráfica nos demuestra la violencia contra la democracia en México, un círculo que parece no tener fin.
Cincuenta (y un) años después, la producción de narrativa gráfica sobre los acontecimientos del 68 revela un potencial del arte narrativo-visual como un archivo y un testimonio visual. Los últimos 50 años muestran una evolución del arte gráfico, un medio poderoso desde el cual podemos reflexionar sobre el pasado y una vez más ver la historia, ser sus testigos. La novela gráfica de nuestro siglo regresa a una función primordial del dibujo anterior a la cámara: dibujar como una necesidad para registrar información, conmemorar, dejar testimonio. Habla de una cierta necesidad de regresar al pasado y quizás, finalmente, poder llegar a una reconciliación. Cincuenta (y un) años después, seguimos dibujando el Tlatelolco… el Halconazo y Ayotzinapa.