El arte de narrar consiste en infundir a un relato el vértigo placentero de una parranda lúcida. Paradójicamente, los aspirantes a ese ideal estético tenemos que beber con moderación, pues un productor de bebidas espirituosas no se puede dar el lujo de consumirlas en exceso, aunque deba estar familiarizado con sus efectos. La tarea de embriagar a los lectores exige, por desgracia, un alto grado de concentración y claridad mental. Nunca me cansaré de lamentarlo, porque mi vocación de bebedor es casi tan fuerte como la literaria. En la juventud, cuando el vigor físico permite abusar del trago sin merma de las facultades intelectuales, el desenfreno etílico me parecía compatible con la escritura. Como todos los chavos me sentía invulnerable, pero los cambios del metabolismo que sobrevienen a la edad de Cristo mellaron mi capacidad de resistencia al alcohol. Al borde del colapso nervioso por la ingesta compulsiva de cubas libres, agravada en mi caso por el tabaquismo y los ansiolíticos, a principios de los 90 tuve que elegir entre la vocación de escritor y la borrachera. Renuncié desde entonces a mi estado de ánimo predilecto, con tal de conservar una lucidez que a veces deploro, porque la especie humana, como decía Eliot, “no puede soportar mucha realidad”.
La mayoría de los inadaptados necesitamos el trago para desinhibirnos. La escritura y la afición a la bebida satisfacen a medias la necesidad espiritual de romper las barreras que nos separan de los demás. La tentación de mezclar ambos tipos de acercamiento al otro es muy fuerte para cualquiera, porque hasta el más feroz individualismo sucumbe tarde o temprano a la búsqueda de aceptación. Despojados de la personalidad postiza que les impone el libreto social, los borrachos alcanzan una catarsis liberadora y una vaga ilusión de fraternidad, aunque algunos bebedores taimados utilicen el trago para esconderse mejor. Como actor y espectador del nudismo beodo, adquirí un cúmulo de experiencias que semanas o meses después, al pasar por el tamiz en la sobriedad, fertilizaron mis primeros cuentos y novelas. Pero tal vez caí en un autoengaño al idealizar un estilo de vida que solapaba o anestesiaba mis complejos en vez de ayudarme a vencerlos.
A la edad en que el alma es una arcilla dúctil, los libros nos cambian la vida para bien o para mal. Tanto en mi coqueteo con el alcoholismo, como en mi alejamiento del vicio, las lecturas me marcaron pautas de conducta. Empecé a sobrestimar el estilo de vida bohemio a los 17 abriles, cuando descubrí al gran poeta persa Omar Khayyam (1048-1131). A esa edad yo no tenía gustos literarios sofisticados, pero mi madre estaba inscrita en el Círculo de Lectores y recibimos por correo una traducción al español del Rubayat, en la excelente versión de Nuria Parés. Fue mi primera zambullida en el tópico del carpe diem y no pude salir ileso del terremoto.
Panegirista del vino y los placeres carnales, convencido del carácter fugitivo de la existencia, Khayyam fue un astrónomo y matemático heterodoxo que gozó de grandes privilegios en la corte del sultán Malik Shah, incluyendo el de proclamarse agnóstico. Rubayat significa “cuartetos”, una forma métrica de la poesía preislámica semejante por su brevedad a los hai-kai orientales, pero con un carácter más reflexivo que metafórico. Conocido en Occidente por la traducción al inglés de Edward Fitzgerald, que según Borges reinventó su lenguaje al grado de erigirse en coautor de los cuartetos, la magia de Khayyam sale relativamente ilesa de las traducciones a otras lenguas, aunque no respeten la rima ni la métrica del original.
Educado en escuelas católicas (el Instituto Patria y el Simón Bolívar), antes de leer el Rubayat aún creía en la vida ultraterrena. Su poder persuasivo me convenció de que después de la muerte se acaba todo. Desde entonces, la emoción lírica me ha incitado a descubrir verdades ocultas con más eficacia que las teorías políticas o filosóficas. En Khayyam, la rotunda negación del más allá es inseparable del culto a la ebriedad, como si la renuncia a la trascendencia llevara implícita una necesidad de evasión. Doy tres botones de muestra de su hedonismo exaltado, para ilustrar mi conmoción juvenil:
¡Bebe vino! Largo tiempo has de dormir bajo la tierra sin mujer y sin amigo.
Escucha este secreto: los tulipanes marchitos no resucitan nunca.
Me aconsejan: “¡No bebas más, Khayyam!”.
Les contesto: “Cuando bebo escucho a las rosas,
jazmines y tulipanes. Cuando bebo escucho también
lo que no puede decirme mi bienamada”.
El alba ha cuajado de rosas la bóveda del cielo.
Por el aire se pierde el canto del último ruiseñor.
El perfume del vino, ahora, es más ligero.
¡Y pensar que en este instante hay insensatos
que sueñan con honores y glorias!
¡Cuán sedosos tus cabellos, bienamada!”
En mitad de la lectura llegó a visitarme Cecilia Lobato, la encantadora hermana de mi amigo Emilio. La amaba en secreto, pero no había tenido valor para declararme. Con el libro apoyado en nuestras rodillas, le recité en voz alta los cuartetos que más me intoxicaron, nos fuimos acercando en el sofá y el impulso de vivir la lectura unió nuestras bocas, en un flechazo similar al de Paolo y Francesca en la Divina Comedia, donde también hay un libro que funge como alcahuete (omito los pormenores del episodio porque ya lo narré en Fruta verde). Desde entonces, las buenas y las malas experiencias me provocan insomnio. Angustiado de felicidad, como todos los neuróticos proclives al sufrimiento, en la vigilia me levanté a escribir una ridícula imitación de Khayyam: “El día de mi muerte borracho estuve. / Hubo amigos míos que no tomaron bastante. / Si mi alma hubieran visto en ese instante, / un barril habrían tomado, acaso un tanque”.
No pretendo achacarle mis pecados a un poeta licencioso del siglo XI ni minimizar la intervención del albedrío en cualquier encrucijada existencial. Sin el pernicioso influjo de un pervertidor ilustre, de cualquier modo hubiera caído en el vicio porque en esa época necesitaba pertenecer a un grupo, o a varios, y todos mis amigos bebían, pero Khayyam me dio el empujón que necesitaba para idolatrar la ebriedad y revestirla de un prestigio romántico. Si me hubiera conocido mejor habría tomado en cuenta que aquella tarde solté las amarras de la conciencia sin necesidad de ningún trago. Cecilia y la poesía eran todo lo que necesitaba para vivir en el paraíso. Pero la lucidez no es un atributo propio de la juventud y de todos los libertinajes celebrados en el Rubayat elegí el más nocivo, quizá porque ofrecía una coartada psicológica a mi debilidad de carácter.
Durante quince años bebí con una sed desesperada. Gracias al carisma y a la hospitalidad de mi madre, todos los sábados teníamos fiesta en casa y nunca me faltaban ocasiones para brindar. Todos bebíamos cubdas y como la economía familiar no era muy boyante, a veces comprábamos los rones más corrientes del mercado. Era un borracho aguantador y como la cafeína de la Coca-Cola me mantenía despierto más allá del amanecer, muchas veces continuaba la parranda sin haber dormido. Ufano de mi proeza, llamaba festivamente “columpios” a esos maratones suicidas. Oscilaba entre varios círculos de amigos trasnochadores, pero cuando ellos se iban a dormir seguía solo mis parrandas, recorriendo los tugurios de la capital, que en los años ochenta no eran tan peligrosos como ahora, o bebía en la soledad de mi departamento (me independicé a los 23 años), porque aborrecía dar por terminada la fiesta y resignarme a la cruda del día siguiente.
Estoy vivo de milagro, pues además de sufrir robos y secuestros express, una mañana de invierno, al salir tambaleante de un antro en la colonia Juárez, la repentina oxigenación que agolpa el alcohol en el cerebro de los borrachos me derribó al cruzar la avenida Insurgentes. Gracias a Dios caí de bruces en el camellón, de lo contrario no la hubiera contado. Pero más que esos peligros me torturaban los quebrantos físicos y morales: los pulmones adoloridos, la quemadura de la gastritis, los shocks de hipoglucemia (bajones de azúcar que entumecen brazos y piernas), la neuritis crónica (irritación de los filamentos nerviosos), la culpa de estar malogrando mi juventud, el horror a caer en la imbecilidad y el tenaz insomnio en el que todos los ruidos de la calle me presagiaban desgracias.
En esa época leí los Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío, la íntima plegaria de un genio borracho asomado al precipicio de la locura. El alcoholismo de Rubén, bien conocido por todos los hispanistas, lo llevó al extremo de padecer varios ataques de delirium tremens en los que se le aparecía la cegua, una bestia mitológica de Centroamérica (también temida en Chiapas), con el cuerpo de una mujer tentadora y la cabeza esquelética de una yegua. En sus triunfales giras por los países de la América Hispana, Rubén dejó plantado a más de un presidente de la república por no poderse levantar de la cama después de una tremenda juerga. Seguramente nadie le ofreció nunca un pase de coca o tuvo miedo de contraer otro vicio. Tras el exotismo frívolo de las Prosas profanas, un fastuoso derroche de opulencia verbal, Darío inauguró en los Cantos una nueva entonación poética, la de un brujo derrotado por sus demonios, que introduce la serenidad contemplativa en el reino del caos. Desde el primer poema del libro tuve la sensación de haber encontrado un alma gemela, como si Darío me lo hubiera dedicado: “Potro sin freno se lanzó mi instinto, / mi juventud montó potro sin freno,/ iba embriagada y con puñal al cinto,/ si no cayó fue porque Dios es bueno”.
Sobre todo, me estremeció el nocturno en que declara abolida “su juventud de rosas y de ensueños”, una especie de epitafio que acepté con resignación. Al deplorar “los azoramientos del cisne entre los charcos/ y el falso azul nocturno de inquerida bohemia”, Darío me estaba ofreciendo una ruta de salvación ajena a las cursilerías que los grupos antialcohólicos utilizan para apartar del vicio a los dipsómanos arrepentidos. Si no me defendía contra “el ánfora funesta del divino veneno /que ha de hacer por la vida la tortura interior”, en unos cuantos años acabaría embrutecido sin remedio. Más que una prédica explícita contra el alcohol, los Cantos de vida y esperanza son una formidable victoria sobre el letargo de la conciencia narcotizada. El mago supremo de la lengua española renació de sus abismales crudas para hacer la crónica íntima de su desencanto y al plasmar esa experiencia en versos perfectos compuso un himno a la ebriedad más noble: la que el poeta concentra y depura en los alambiques de la imaginación.
La prosa es un alcohol de baja graduación al lado de la poesía. Rubén producía champaña y yo, cuando bien me va, fabrico a duras penas cerveza artesanal, pero su hazaña me hizo ver claramente cuál era la embriaguez a la que estaba renunciando por bucear en los charcos de la euforia inducida. Como él, yo estaba “triste de fiestas” después de haberme quemado los nervios en una guerra sin cuartel contra la vida ordenada. Por supuesto, Darío nunca se resignó al tedio existencial, pero entendió que su función como “pararrayos celeste” consistía en destilar el licor más fino de la lengua española, para emborrachar con él a su legión de lectores. El escritor debe ser la causa eficiente, no el receptor pasivo de la ebriedad, porque su función consiste en extraer armonía de la tempestad interior. Salud, Rubén, por darme el antídoto contra el “divino veneno” del hechicero persa.