Entre 2010 y 2017, una serie de trabajos etnográficos me permitieron observar distintos niveles de relación entre habitantes de la zona andina con la ritualidad. Dos elementos destacaron en esa observación: el lenguaje que ocupaba el campo ritual, y la relación entre ese lenguaje y la identidad de los participantes en el rito.
Relacioné estos elementos con otros marcos en los que lenguaje e identidad se afectaran mutuamente. La poesía, campo de interacción y crisis de lengua e identidad, se convirtió en espacio de interlocución con esas observaciones. La convergencia entre ritual y poesía dispuso, como punto inicial, una tensión en el lenguaje tras el intento de pronunciar algo que previamente no tenía forma de ser dicho. La identidad aparecía como un estado en modificación constante mediante la ampliación de su espectro de referencia.
El rito y el poema se acercan e intersecan desplazando la instrumentalización del lenguaje cotidiano por intermedio del cuestionamiento a su funcionalidad. Lo que aparece es un lenguaje de la pausa, del corte y del distanciamiento con la efectividad comunicacional. Queda, como centro de acción de esta intersección un neuma [1], un lugar de respiración, que tiende a dilatar la relación directa y automatizada realidad-lenguaje y a disociar al individuo de su relación con la materia y los sentidos, generando en la actividad creativa un motor de reincorporación a una realidad reconfigurada. Se desprende de esa acción la presencia de otras ontologías que cuestionan versiones unitarias y jerarquizantes de lo real, la verdad, la libertad.
Estos dos campos se proponen como textos abiertos a la interpretación, y su lectura como forma radical de abarcar y absorber experiencias que acontecen en su duración. Leer un proceso del lenguaje en continua transfiguración implica disponerse a un cambio de perspectiva y asimilar sus efectos. La densidad de un texto ritual o poético no puede ser atrapada por interpretaciones binarias interior-exterior u orientadas a la reafirmación de su significado social y función específica, sino por un modo de navegación que entienda el rito y la poesía como lugares de producción de un conocimiento abarcativo, integrador de tiempos, espacios, prácticas, en su intento por generar puntos de conexión con la realidad. Leer el ritual como un poema. Leer un poema como un ritual. Leerlos como la tentativa simétrica y asimétrica de construcción de una prótesis lingüística que actúe como amplificadora de los sentidos y las corporalidades en camino hacia nuevas formas de relación con elementos animados e inanimados.
Bajo esta perspectiva leo los poemarios La noche (1984) de Jaime Saenz; Las armas molidas (1994) de Juan Ramírez Ruiz; y el poema “Boletín y Elegía de las Mitas” (1959), de César Dávila Andrade.
La lectura que gira en torno a La noche, la última publicación de Jaime Saenz, recorre las cuatro secciones que lo componen comparándolas con las tres etapas del rito de paso, propuestas por Arnold Van Gennep: separación, liminalidad y agregación. Esa comparación explora los momentos en los que Saenz recrea su aislamiento del mundo, su ingreso a un estado de crisis hasta alcanzar el éxtasis corporal, y su descenso a una realidad rehecha por el cambio radical de paradigma personal. La observación sigue al comportamiento que durante este tránsito tiene la lectura mística a la que Jaime Saenz se entrega de forma íntegra, encarnando principios practicados por San Juan de la Cruz, Santa Teresa y Miguel de Molinos; resignificándolos en su experiencia de estar en el mundo. El lenguaje distanciado de lo cotidiano y el espacio de crisis identitaria ritual tornan en una disposición a la contemplación desde el lenguaje, modificando la linealidad temporal y espacial —relacionada con el afuera— hacia una serie de ciclos producidos y renovados al interior del individuo, ampliando el alcance de su visión para contemplar. El espacio de este cambio es un lugar de crisis en el que la identidad se pone en discusión y se somete a una sistemática fragmentación que logra, en su punto extremo, disolución de la relación cuerpo-espíritu y, en esa medida, la renovación de relaciones multidimensionales del individuo. Saenz propone al éxtasis como un lugar esencial para la transformación de relaciones con la realidad.
La imagen del lenguaje como espacio material —visible y audible— en la transfiguración del individuo, y el ritual como una tecnología de cambio y adaptación, son dos postulados en esta lectura de La noche. En la poesía como en el rito, el lenguaje está vivo, en desplazamiento y emite señales que no son decodificables del todo pero que abren relaciones alternas que permiten su tránsito a través de los sentidos. Las palabras están en pugna con la comunicación, intentan desprenderse de su marco mediante un cuestionamiento a su contenido significativo. La identidad con la que el individuo se asoma al inicio del proceso creativo, poético y ritual, es fragmentada y discute con la referencialidad histórica, política, ideológica y psicológica. La actividad poética como la actividad ritual son instancias creativas pues en ellas prima la presencia de lo antiestructural, característica que hace saltar los engranajes del pensamiento occidental, racional, jerarquizador, secuencial, y lo pone en diálogo con una forma ontológica diferente, en la que el lenguaje y la crisis constituyen el centro de la realidad.
En la lectura de Las armas molidas (1994), el lenguaje está en continua afección. Dispuesto como un recorrido por la historia del Perú, desde la etapa preincaica hasta la contemporaneidad, este libro propone la guerra como motor de movilización del individuo y la sociedad andina. El lenguaje de esa movilización es agujereado, erosionado, neutralizado en la relación guerra-progreso. Ramírez Ruiz intenta trabajar desde los límites de ese lenguaje partiendo de la alteración primordial de las formas significativas. Para esto estructura el espacio del poema como un espacio de afección del lenguaje, al que descentra de su linealidad occidental y arroja hacia formas de complementación que re-direccionan su uso y función. Es un proceso de sanación del lenguaje, opción en la que el poeta ve posibilidad de renovar la realidad desde el espacio de su enunciación. Muestra de ello son los Andigramas, condensaciones energéticas y aglutinantes capaces de ser leídas en distintas direcciones. En la intersección ritualidad y poesía, esta síntesis se identifica como un quiebre en el uso semántico del lenguaje. No se trata de buscar conexiones para transmitir el mensaje, sino de un modo de producción sobre la marcha. En los Andigramas, como Ramírez Ruiz buscaba, está latente el incremento de relaciones y funciones que desbordan al lenguaje escrito y derivan hacia lo pictórico, musical, lo teatral. Sintetizar y expandir incluye la ambigüedad como núcleo de acción. El mito, desde esta perspectiva, se muestra como un texto de diálogo y en desarrollo, y no como un espacio cancelado por la tradición. Es disuelto por el reacomodo que los elementos del lenguaje alterado logran al interior de su marco. Se devuelve una relectura del mito en el que lo híbrido, proveniente de las versiones sagradas del rito y de las alteraciones lingüísticas de la poesía, deconstruye sus límites espaciales y temporales convirtiéndolo en un medio de trance y expansión.
La naturaleza de estas modificaciones constituye una marca para pensar el espacio ritual y poético pues las líneas de decodificación no se detienen en la forma significativa, se proyectan hacia contactos que desbordan los elementos semánticos y sus reglas y tornan, en ocasiones, espacios de ocupación en lugares sonoros, pictóricos, matemáticos, en los que la posibilidad de decir es desplazada a una posibilidad de estar. Estados de tránsito en distintas etapas del rito intersecan con estados de tránsito en lo poético. En ambos casos delinean una distancia significativa con la versión de lo real, y se oponen a ser decodificados por la inmediatez del pensamiento funcional. Esta condición es vista como la resistencia de estos estados a hacer signo. Influidos por una serie de estímulos temporales y espaciales de alteración, estos estados disputan con el lenguaje que trata de asirlos para significar. Lo que logra, en el mejor de los casos, es arrancar algunas astillas, fragmentos que muestran de forma plena su relación íntima con lo no erosionado, con lo no digerido por el centro cultural de neutralización. Resiste lo poético porque no está ahí para ser descrito o dicho. Y como en el ritual una serie de transferencias marcan sus vías de circulación movilizando símbolos y sentidos en acecho y pugna con el significado.
Ese elemento de resistencia es motivo de exploración en “Boletín y Elegía de las Mitas” de César Dávila Andrade. Cierta crítica catalogó este poema como pieza representativa de indigenismo en el que Dávila le da diciendo al indio y visibiliza la explotación de la que era víctima. El habla cancelada del indio existiría, dice la crítica, porque al estar en una situación asimétrica, su voz no alcanza el valor auditivo que, por ejemplo, tiene la voz del mestizo. Hay una imposibilidad de visibilización del sujeto alrededor de su propia voz.
Un distanciamiento con estos parámetros de lectura implica asumir que esa asimetría existe porque se ha pensado que el lenguaje en el que habla el mestizo es el mismo que aquel en el que intenta hablar el indio. Ese lenguaje sería una especie de español genérico, en el que la crítica ha visto un guiño de piedad de parte del poeta al intentar indianizar su escritura para hacer más verosímil el discurso. Como territorio de alteración del lenguaje y crisis de identidad, poesía y ritualidad acogen formas lingüísticas que se distancian de esos moldes genéricos que se han pensado para el lenguaje y que no corresponden solamente a un español trucado, a una deformación del habla oficial, sino que representan una proto-lengua, un decir en formación. Dentro del poema y de la ritualidad las formas que toma la lengua están en tránsito hacia otro diferencial que coincide, solo en parte, con la forma lingüística en la que son decodificadas. Pero esa parte que no coincide, eso que se vuelve inentendible para quien lee como para quien observa el rito, constituye el punto más vital pues pone por fuera de lo esperado aquello que se intenta encajar en la razón y que, por su misma naturaleza, no ingresa, exigiendo, cuando el proceso es intenso, que quien lee o mira, salga de su centro de enunciación y devenga en su alteridad. Una Uku Simi o lengua de la profundidad podría encarnar este proto-lenguaje que configura un modo de enunciación posible a través de un estado de distanciamiento con la superficie histórica y social.
Dentro del rito, la voz de los individuos en los momentos ceremoniales funciona como un palimpsesto sonoro, compuesta por rezos, cantos, lamentos, gritos, dirigida a múltiples frentes. Sentidos, cuerpo, la acción que los conjuga, viven la experiencia de una voz en tránsito, anterior a la que se funcionaliza y emparentada con la capacidad glosolálica del hombre en clara conexión con una forma de referencia alterada [2] La identidad, en este sentido, está lejos de ser reducida al campo étnico ya que, descentrada como se encuentra, constituye un estado de mutación. Dentro de la construcción poética la voz constituye un efecto diferencial en el tono sobre el que se establece la escritura. Dentro de un poema los trayectos de la voz no pueden reducirse apenas al lugar de enunciación, sino que parecen orillarse hacia zonas de fuga de esa realidad enunciativa, zonas de voz en desborde donde la pausa, el corte, la superposición de una voz que ya no es la del poeta, se encarga de afectar a través de una experiencia del lenguaje que tampoco le pertenece al individuo que la escribe. Ritualidad y poesía tienen en la voz un punto de conexión y amplificación de los ecos sobre los que se construye su decir.
Esta exploración pone en diálogo modos diferentes de vivir la experiencia poética. Saenz, Ramírez Ruiz y Dávila Andrade son poetas cuyas trayectorias parecen distanciadas pero que reflexionan sobre campos cercanos. La lectura mística de Saenz y su noción de cuerpo encontraría conexión con las formas de desintegración corporal desde las que Ramírez Ruíz está pensando al individuo dentro del poema y, a su vez, con el desdoblamiento sonoro que Dávila Andrade apunta sobre las criaturas que pueblan su poema. Cada uno, a la vez, parece depositar cierta fe personal en personajes marginados dentro de las coordenadas del progreso, la razón, y relegados por el discurso nacional. El aparapita en Saenz, el golondrino en Ramírez Ruiz, y el indio en César Dávila Andrade, configuran de este modo otro segmento de intersección en el que sería interesante encontrar puntos de conexión con las formas en que estos poetas pensaban a un individuo futuro, a un ser de renovación, incubando en las sombras de un lenguaje por hacerse. De un lenguaje futuro.
NOTAS
1. Término griego que refiere al espítico como ejercicio del soplo, la respiración, el espacio entre acciones.
2. Lo glosolálico hace referencia al enrarecimiento progresivo del lenguaje hasta extremarlo en una forma de enunciación indistinguible, en el sentido significativo, pero emitida como resultado de alteraciones temporales, espaciales y fisiológicas en las que el individuo ingresa a propósito de su relación con estados de alteración.