I
Antes de ser padres, mi esposa y yo vivimos varios años en un departamento de dos habitaciones. Una de ellas era mi estudio. Tal fue la primera vez que yo tuve un espacio físico dedicado enteramente a mi escritura, a mi silencio lector: mi casa en la casa. El significado de esas cuatro paredes y sus libreros iba mucho más allá de un sitio ideal para trabajar: era una expresión de mi identidad, una extensión visible de mis obsesiones.
Llegado el momento, dicho estudio fue colonizado por la presencia, todavía futura, de mi hija. En medio de los libreros ahora estaban una cuna, una mecedora y otros muebles y artefactos nómadas. Sus libros tomaban, igualmente, espacio entre los míos. El santuario dejaba de pertenecerme.
Recuerdo haber sentido miedo: ¿sería posible escribir poemas mientras uno dedica la vida a otro ser humano? La felicidad de esos meses frecuentemente se mezclaba con la ansiedad causada por esa incesante pregunta.
El problema, en realidad, era logístico: ¿cómo hacer tiempo para escribir, leer, y hacer otras cosas relacionadas con mi vida de escritor, durante los primeros años de paternidad? ¿En qué momento y con qué energía sostener la pluma o ponerme frente al teclado?
Bastaba, por supuesto, mirar a mis amigas, poetas que son madres, para darme cuenta de que mi preocupación no debía serlo: ellas son capaces, aunque con esfuerzos tremendos, de escribir y cuidar de sus hijos. Verlas y leerlas es comprobar que es posible comprometerse con ambas cosas. Además ellas lo hacen, muchas veces, sin ayuda. Otras veces logran hacerlo con la vida (quiero decir la sociedad, los sistemas de salud y de trabajo, sus propias familias) en contra. Mis circunstancias eran mucho menos difíciles.
Caí en cuenta de que mi ansiedad no era el resultado de mis ganas de escribir sin hacer otra cosa (jamás he tenido esa posibilidad), sino de mis ansias de ser padre comprometida y amorosamente. De estar ahí, de disfrutar el amor, la ternura y la voz de esa niña cuyo rostro no había visto todavía. No me preguntaba en qué momento ser padre siendo escritor, sino en qué momento ser escritor disfrutando mi paternidad.
II
Al conocer el rostro de mi hija pude también vislumbrar otro, hermoso y frágil, de la realidad. Como lo anticipaba, el tiempo y la energía escasearon. Luego de noches seguidas de desvelo me dormía sobre los libros que pretendía leer. Corregir mis textos exigía una concentración que me era físicamente imposible. Además, esa nueva presencia me poblaba la mente y los ojos: podía pasar horas contemplando esas pequeñas manos sin sentir la necesidad de escribir, porque la realidad estaba ya completa. Era feliz, y es muy difícil escribir en tales circunstancias. Me dediqué, pues, a vivir esos momentos sin pensar en otra cosa: el amor recién descubierto no me dejaba otra opción.
Poco a poco, los poemas llegaron, lentos y distintos. La nueva vida que tomaba la siesta rodeada de lo que antes era mi estudio, ahora también se colocaba al centro de mi propio trabajo creativo. El amor por mi hija, el temor del mundo en el que vive y vivimos, mi paternidad, se habían convertido en temas recurrentes de mi poesía. Lo de menos, ahora, era mi estudio: yo estaba ya colonizado por dentro. Lo digo sonriendo. Si bien era verdad que mi tiempo y energía se habían reducido considerablemente, la intensa necesidad de escribir acerca de este amor se había convertido en mi motivo para el poema. Escribir nunca había sido tan difícil, pero tampoco había sido más urgente en mi vida.
Todo se compensaba.
III
Quise, como sucede casi siempre cuando escribo, investigar la tradición a la que pertenece, o con la que puede dialogar, un impulso creativo. Sin mucha sorpresa pude ver que no es muy larga ni visible la tradición de poetas que hablan de su paternidad ejercida con amor. En literatura, el padre es casi siempre ausente o abusivo. Los ejemplos son tantos, tan variados y tan canónicos, que no vale la pena enlistarlos. La búsqueda del padre es casi un género literario. Matar al padre es un término común, destinado incluso a hablar de la tradición literaria. Los poemas a los hijos suelen ser escritos luego de tragedias familiares, o tienen tono de disculpa, precisamente, por no haber ejercido una paternidad amorosa.
Encontré muchos poemas de amor al padre, lamentaciones por la muerte del padre. Pero esos son escritos por los hijos y yo no buscaba eso, sino textos en los que un padre expresara amor y ternura. Los ejemplos fueron escasos, y la crítica casi nunca se detenía en ellos: la paternidad amorosa no parece tener muchos representantes, ni mucho prestigio literario. Los poetas no abordan el tema, y la academia igualmente lo ignora. Vale la pena preguntar por qué.
IV
Se llamaba Malva Marina Trinidad Reyes, tenía hidrocefalia y murió a los ocho años sin el cariño de su padre, Pablo Neruda. La casi completa desaparición de su historia no es casual: no hay una sola mención pública de Malva, un solo poema acerca de esta hija a la que, a razón del tamaño de su cabeza llenándose de fluido, el poeta llama en una carta “una especie de punto y coma”.
Fue la única descendencia del premio Nobel, fruto de su matrimonio con María Antonia “Maruca” Hagenaar. Luego de ocho años de enfermedad en los que su madre pasó toda clase de humillaciones, problemas y carencias económicas, Marina murió en 1943, en una Holanda ocupada por los nazis. Su padre no la menciona en sus memorias, ni le hizo un solo poema. No tuvo la suerte que tuvieron el gato, los calcetines, una castaña en el suelo, el caldillo de congrio…
No me interesa enjuiciar moralmente a Neruda, ni revivir el debate acerca de la validez de la separación entre el autor y su obra. Lo que quiero es pensar en el silencio del poeta y en la terrible pérdida que éste supuso para la literatura misma. Un hombre capaz de escribir con belleza sobre calcetines pudo haber cambiado la sensibilidad poética de la lengua si hubiera usado la pluma para hablar de su hija, de la enfermedad de su hija, del amor por su hija y del modo en que este amor le ocupaba el corazón, que tenía tan lleno de otras guerras, de conflictos y luchas. Neruda pudo haber escrito un tipo de poema que todavía no es muy visible, y quizá con ello hubiera comenzado un tópico literario. Pero Malva, que no fue una prioridad vital, tampoco pudo ser un tema poético. Aquellos pudieron haber sido (lo creo sinceramente) los más originales textos de toda la obra nerudeana. Y si me equivoco, si aquellos hipotéticos poemas resultaban malos o cursis, de cualquier modo hubieran sido más bellos y menos reprobables que la Oda a Stalin.
Pero es mejor hablar de lo que efectivamente sucede: el silencio de Neruda sobre su paternidad es un ejemplo común, entre demasiados otros.
V
Siendo una experiencia humana tantas veces repetida, tantas veces vivida, ¿por qué la paternidad ejercida con amor se escapa tanto de ser escrita? ¿O será que esta pregunta no es la correcta, y en su lugar debemos cuestionar si ese silencio es testimonio de una ausencia que también sucede fuera de la página? ¿Los escritores no han sentido la urgencia de escribir sobre una realidad que no les concierne, o se han censurado porque dichos temas carecen de prestigio? Dicho de otro modo: ¿hace falta escritura sobre paternidad, o hace falta paternidad comprometida para poder escribir sobre ella? La respuesta varía de caso en caso, pero el resultado es casi siempre el mismo: una ausencia textual, una falta.
De ser verdad, como dicen algunos, que la literatura tiene en realidad pocos temas que van variando sus matices a lo largo del tiempo, podríamos entender que se repitan tanto ciertos asuntos, ciertas obsesiones, en la obra de individuos o naciones. Los grandes temas literarios (la muerte, el tiempo, las transformaciones del yo…) se niegan a desaparecer porque son parte de la experiencia humana. Por esa misma omnipresencia uno pudiera pensar que el cuidado de los hijos podría ser una manera, un subgénero de la llamada poesía amorosa, pero no es así. El dicho y redicho poema pasional, erótico, el canto del hombre hacia el cuerpo femenino (no sé si a la mujer, pero definitivamente a su cuerpo) ocupa casi todo el espacio de lo “amoroso” en la literatura.
La palabra amor, en boca de autores hombres, necesita ser refundada. Las escritoras, hace ya bastante tiempo, exploran la conexión entre literatura y cuidados, y revisitan críticamente el concepto de maternidad. ¿No es momento, entonces, de que los escritores emprendamos una búsqueda parecida, encaminada a cuestionarnos acerca de nuestra paternidad, cuidados, y el rol de todo ello en la literatura que escribimos y consumimos?
VI
Estoy convencido de que, por demasiado tiempo, el patriarcado ha cercenado la ternura como posibilidad poética escrita por hombres, y le ha dado un significado predecible a la palabra amor. La vulnerabilidad del padre que teme, del hombre que ama sin erotismo, no tiene mucho espacio ni representantes dentro ni fuera del poema. En literatura, en la vida, la paternidad es más sinónimo de violencia o de ausencia, que de cuidados. La literatura contemporánea escrita por hombres habla más del cuidado de la naturaleza que del de los propios hijos.
Sin embargo, hablar de la naturaleza es un avance, puesto que anuncia que nuevas sensibilidades y nuevos temas literarios son posibles. La paternidad que ahora comento irá apareciendo en obras literarias porque el amor existe, porque está ahí, caminando por mi estudio y por la casa de muchas otras familias en las que alguien, padre o madre, se dedica a escribir. Soy testigo de que cada vez más padres, escritores o no, se dedican con amor a sus hijos. Sin embargo, para que esa realidad también aparezca en el poema es necesario perder el miedo a la vulnerabilidad que la ternura y los cuidados implican. Es necesario re-significar la palabra amor, enriquecerla.
Todo escritor tiene derecho a escribir con libertad sobre cualquier tema, y la conquista de la ternura es una expresión de libertad creativa que no debe seguir aplazándose. Tenemos derecho de hablar, de sentir, ese amor que exigen los cuidados. Vale la pena luchar por ello frente a la página en blanco. Es necesario conquistar los espacios que le hemos cedido a la violencia para redefinir nuestra identidad y, con ello, nuestra literatura.