Si tuviera todo el tiempo del mundo y algunas páginas en blanco podría escribir un libro titulado Léxico de mis afinidades y costumbres inspirado en la poeta Ida Vitale.
Llegó a mí como la mujer de uno de los seres más maravillosos que he conocido, el poeta Enrique Fierro. Así que tía Ida (mi ansiada cercanía y mucho respeto me hicieron llamarla así) se convirtió en una mentora involuntaria y un ejemplo tan inalcanzable como buscado.
Vuelvo al libro inexistente. Contaré, pues, sólo una palabra de ese léxico vitalino: pájaros. Diré que llegué a esa palabra por un poema suyo; sin embargo, anticipo que esta historia culmina con los pájaros de carne y plumas.
Sumas
Caballo y caballero son ya dos animales
Uno más uno, decimos. Y pensamos:
una manzana más una manzana,
un vaso más un vaso,
siempre cosas iguales.
Qué cambio cuando
uno más uno sea un puritano
más un gamelán,
un jazmín más un árabe,
una monja y un acantilado,
un canto y una máscara,
otra vez una guarnición y una doncella,
la esperanza de alguien
más el sueño de otro.
A pesar de no aludir a los pájaros, éste es uno de mis poemas favoritos, quizá porque sus imágenes mantienen ese universo alado tan constante en Vitale o porque el poema sobrevuela otros textos queridos. En “El idioma analítico de John Wilkins”, Borges hace referencia a “cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”. A partir de esta taxonomía imposible, Foucault, escribió quizá su mejor libro, Las palabras y las cosas. Otro poeta del Cono Sur lanza una carrera de imágenes impensables en Walking Around: “Sin embargo sería delicioso asustar/ a un notario con un lirio cortado/ o dar muerte a una monja con un golpe de oreja./ Sería bello/ ir por las calles con un cuchillo verde/ y dando gritos hasta morir de frío”. Eso que en Borges es ironía aludiendo a lo remoto, es en Foucault disquisición que ensaya una respuesta; ya en Neruda se ha vuelto una caminata lanzando gritos de hartazgo. Y con Vitale llegamos a una reflexión y a un asombro.
La maestría de un texto está en unir a la estética la interrogación de nuestras certezas más esenciales, ésas que suponemos brotan de una raíz que nos es común y universal. “Uno más uno, decimos”. Y ahí estamos atrapados en la matemática simple de las manzanas. Pero ante “una monja y un acantilado”, la imagen nos enfrenta a la blancura del claustro y el hábito frente al aire en los abismos. Mientras que en Neruda las imágenes se suceden; en las de Vitale corre el aire. Walking Around nos asfixia; “Sumas” nos oxigena porque al fondo de esa imagen de “una monja y un acantilado” aletea una solución: las alas: la esperanza de tenerlas y el sueño de volar.
Si tuviera que situar la obra de Ida Vitale en uno de los cuatro elementos la ubicaría en el aire. Fuego, tierra y agua aparecen con frecuencia, pero es el campo semántico del aire donde yo completo siempre mi lectura. Será que ella es tan alada y yo tan terrestre.
Les cuento: Hace poco más de diez años me encontraba en un estacionamiento en Austin junto a Ida Vitale, estábamos esperando a unos amigos. De repente, un pájaro pasó volado, se posó en una rama y cantó. “En menos de tres minutos vendrán dos pájaros más” —me dijo. En tres minutos pasaron dos volando. Agregó: “Ahora van a volar a aquel árbol” y señaló un árbol al otro lado de la calle. Pronto volaron los tres a posarse en ese mero árbol de enfrente. No sé si a los observadores de aves este anuncio certero les parezca común; a mí me pareció un acto mágico. No en balde ha publicado ese hermoso libro titulado De plantas y animales.
Años después caminábamos en un parque al que ella acudía con frecuencia. Cerca de un riachuelo comenzaron a seguirla los patos. Íbamos como una caterva tras ella; me sorprendió que no se espantaran conmigo y pensé: a lo mejor creen que soy un familiar de ella… o de ellos. Al fin que estos patos caminan mucho y vuelan poco. Ahora creo que la seguíamos para aprender a volar. Así que leerla y vivirla me dejó la palabra Pájaros y creo que aprendí la idea, la cosa y sus luminosos alrededores arropada en sus inmensas alas invisibles.
¿No han sido siempre los grandes poetas los visionarios, los hechiceros, los magos? Leer a Ida Vitale es entrar en ese encantamiento; leyéndola nos crecen las alas. Les deseo un espléndido vuelo entre sus páginas.
Cierro este breve relato narrando una inspirada costumbre vitalina que aprendí de su prosa. En uno de los capítulos del mencionado De plantas y animales que se titula “Macedonio Fernández”, Vitale cuenta que rescató a un perro y lo llamó “Macedonio” en “un homenaje perpetuo” al admirado escritor argentino.
Con los años me he vuelto una fervorosa defensora de todos los canes del mundo y amorosa perruna de los propios. Siguiendo esta costumbre: he bautizado a tres perros; los tres vinieron a mí, dos tocaron la puerta y otra vino de visita y se quedó. Se llaman, por orden de aparición, Juan Rulfo, Virginia Woof y Giannina Braschi. Algún día vendrá a mí la perra más sabia y luminosa del orbe canino y se llamará Ida Vitale.
Mientras llega ese día, me crecen las alas leyendo a tía Ida junto a Rulfi, Ginger y Nina.
Irma Cantú