Le pasa con frecuencia. Los ojos se detienen tratando de enfocar algo en la distancia. Por más tranquilo que parezca, casi sin pestañear, los espasmos de sus párpados delatan que no lo logra; que por más que se esfuerce, ese punto lejano —una visión, un pensamiento, un recuerdo— permanece borroso en la distancia. A veces, cuando su mirada levita en aquel lugar, escucha la voz de su madre: “Otra vez soñando despierto”; o en los momentos de premura oye aún más claro: “¡Espabílate, muchacho!”, como un afable llamado a tierra.
Tierra tiene entre sus uñas mientras mira parco por la ventana de Miss Sue. Cuando congela la vista a través del cristal sus lagunas espaciales se alargan, como si el reflejo de las cosas sobre el vidrio lo invitaran a adentrarse en más de un portal al mismo tiempo. Si miraras de cerca en el preciso momento en el que Erasmo se pierde de nuevo en un sopor ilusorio, verías sus pupilas bailar y el iris achicarse y crecer a un ritmo preciso, casi imperceptible, y que se acopla a sus manos mientras trasplanta una costilla de Adán que ha desbordado el pote donde la sembró hace solo un par de meses.
Erasmo tiene “buena mano”. No conoce la clasificación de las plantas ni sabe su categoría taxonómica, pero posee un instinto maternal para recuperarlas, cuidarlas y hacerlas reverdecer. A sus clientas les gusta mirarlo cuando pasa la yema de sus dedos por las hojas tiernas y arranca las secas con gracia, ejerce presión sobre los tallos endebles y propicia en la savia el don de fluir; ambas manos abarcan el follaje, lo sopesa entre sus palmas callosas, lo bate rápido entre sus dedos, dedos que finalmente hunde sobre la superficie de la maceta para remover los nutrientes, así como Miss Sue remueve la espuma que corona su café marrón con una cucharita de plata diminuta mientras observa a Erasmo querer a sus plantas.
Erasmo no es un jardinero. Es un cuidador de matas, un niñero de la vida verde que crece en macetitas y porrones, un amante de la flora doméstica, un connoisseur de la vegetación de interiores. Descubrió su don poco después de llegar a este país –al cual vino a parar como una cayena en los pirineos– gracias a sus oficios domésticos en el albergue donde vivía junto a una docena de inmigrantes desgraciados como él. Revivió una mata de cannabis que de vez en cuando suplía a la comuna. En cuestión de meses su esmero había convertido el balconcito inhóspito en un próspero jardín de marihuana. Jorge, uno de los diversos individuos que frecuentaba las juergas en el albergue, fue testigo de la proeza de Erasmo con las matas del balcón, y un buen día, mientras compartían una botella de licor anisado, le pidió el favor de visitar a su abuela y hacer la misma siembra en su balcón.
Doña Carmen, una vieja española gordísima con voz de fumadora y ataviada sin falta en traje flamenco, se negaba a poner un pie fuera de su edificio desde hace casi una década. Para una de sus tantas dolencias consumía marihuana, y con insistencia inquebrantable le pedía a su nieto que le consiguiera su propia matita de mota. No quería depender de él ni de sus amigos mala facha para que le suplieran la demanda.
Erasmo fue el siguiente domingo a hacer la primera siembra. Le dejó varias indicaciones y la promesa de visitarla semanalmente para echarle una mano y hacerla crecer. Lo que empezó como una planta de cannabis solitaria, se convirtió en una farmacia herbolaria viva poblando la terracita de doña Carmen –aloe vera para la urticaria, orégano antibiótico, romero digestivo y antiespasmódico, cilantro diurético, hierba de San Gerardo para el reuma y la ciática, flores amarillas para el alma. Doña Carmen le pagaba a Erasmo por visita un monto que nunca acordaron mutuamente, pero al que ambos se habituaron porque les caía bien. Con el tiempo, se convirtió en un contrato de compañía silenciosa a sueldo más que el salario a destajo de un cuidador de matas. Erasmo pasó de visitarla sólo los domingos, a atender las plantas dos veces por semana, y luego tres, incluidos los viernes por la tarde, día del juego de baraja en el edificio.
El edificio de damas jubiladas donde vive doña Carmen es en un barrio acomodado pero venido a menos. Viudas retiradas, pensionadas o herederas de pequeñas y devaluadas fortunas; viejitas ya casi olvidadas del todo por familias que intentan fallidamente recrear o revivir la bonanza de antaño.
Durante el primer viernes de baraja que presenció Erasmo en casa de doña Carmen, fue abordado por una jauría de ancianas que querían lo mismo que ahora tenía la Carmen; aquello que se rumoraba en el edificio desde que Bruna, la conserje brasileña, se encargó de diseminar que doña Carmen se veía mejor desde que el jovencito de las matas la empezó a visitar.
Doña Carmen se debatía entre el orgullo colonialista de haber descubierto a Erasmo, y los celos y el reconcomio de verse en la obligación de compartirlo, pues en un desliz no recordó que la partida de cartas tocaba en su casa y coincidió con la poda de un bonsái. Comprometida como estaba y tras mucho evitarlo, tuvo que presentarle a sus vecinas a Erasmo, el cuidador de matas, y a él, esa misma noche, le llovieron las ofertas de trabajo; salió del edificio con un horario repleto de visitas agendadas para ir a querer las plantas de otras.
Cuidar las plantas de señoras mayores es ahora su trabajo a tiempo completo, el que le provee un ingreso fijo, que le ha permitido salir del albergue y rentar una habitación digna a unas veinte cuadras de donde viven sus catorce clientas en un edificio viejo y enano de solo siete pisos. Edificio del cual ahora tiene llaves y acceso a sus apartamentos para así seguir queriendo a las plantas de las abuelas que se ausentan para visitar a los nietos o a una hermana que vive en un pueblo junto al mar, que son internadas en el hospital por temporadas, o que son raptadas por sus parientes para celebrar un cumpleaños, el día de la madre, o asistir a un funeral.
Erasmo carga hasta la azotea sacos de tierra húmeda que le huelen a su hogar, y los resguarda de la lluvia bajo el cobertizo que esconde la escalinata que atraviesa la estructura como una médula en espiral. Recorre la azotea desierta bajo la llovizna fría divisando el caserío que se extiende sobre la colina y desciende a una entretejida red de calles, veredas y marañas de cables que anudan a la ciudad como las luces de un pesebre. Saltan a su vista los parches verdes, las copas de los árboles que pareciera que en un brinco quisieran huir del caos de alrededor, así como sus ojos escapistas de cuando en cuando se hunden en la laguna turbia de su mente, desandando los caminos que lo trajeron a esta azotea donde pronto hará crecer un vivero floreado que se podrá ver desde los edificios más altos del vecindario; un vivero que será techo de su futura casa de conserje del edificio cuando Bruna se marche con un polaco que conoció en internet; un vivero desde donde se asomará para cruzar con la vista la ciudad entera y hallar el aeropuerto, volar a una costa lejana, abordar el ferry lento de óxido y sal, y desde el puerto dejarse llevar por la brisa entre las calles estrechas hasta el portal de la casa donde guindan los helechos, donde lo espera, desvencijado, su columpio bajo el mango. Se mece y mira las nubes. Se mece y mira la tierra. Mira las nubes. Mira la tierra. Las nubes. La tierra. Nubes. Tierra.
Miras las nubes y sueñas con atravesarlas, salir del pueblo y crecer. Miras la tierra y escuchas esa voz afable, “¡Espabílate, muchacho!”, que te hace levantar una nube de polvo con los pies descalzos cuando frenas y volteas la vista al pórtico desde donde te llama tu mamá. Tierra que hoy cargas húmeda sobre tus hombros hasta lo que será tu vivero en la cima, y donde desde ahora, sumido en un trance, la recuerdas.