Cuando tenía 16 años tomé una decisión radical: quería aprender a manejar y sacar la licencia el día exacto de mi cumpleaños de 17, en el instante cero en el que la ley me lo permitiera. Y así lo hice. El 5 de enero del 2000 tuve el rutilante plástico en la mano y allí empezó mi historia oficial detrás del volante.
Con un amigo teníamos una absurda competencia adolescente por ver quién sacaba el registro primero y debo decir con cierto orgullo que le gané por apenas una semana. Yo no tenía auto y mi familia tampoco, así que todo era más bien abstracto: yo quería manejar pero no tenía qué manejar. Me había fogueado con el auto de mis abuelos, un Renault 19 bastante moderno para la época que tenía la particularidad inigualable de ser violeta (no volví a ver autos violetas). Aprendí a manejar en una escuela de conductores del barrio de Núñez, seis encuentros en el pavimento bajo el puro lujo de un cielo sin nubes. El profesor era un señor tranquilo que me transmitió correctamente sus saberes y a partir de entonces germiné el particular deseo de enseñarle yo mismo a manejar a alguien, a cualquiera. Todavía nunca lo pude cumplir, pero no es el más descabellado de los deseos. Una vez concluido ese curso, les pedí el auto a mis abuelos y mi padre me acompañó a manejar por las calles, ya sin doble comando, para llegar al examen con algunos kilómetros encima. Las primeras salidas fueron terribles: tenía los dedos rígidos sobre el volante y terminaba con el cuerpo en estado de temblor, como si la calle fuera un ring de boxeo. Pero le fui tomando el pulso: de a poco, el sufrimiento se fue replegando y el placer pasó a ocupar el centro de la escena. Una tarde manejábamos por el barrio de Belgrano y, en la esquina de Cuba y Echeverría, mi viejo me señaló la Confitería Zurich (viejo reducto nazi de la ciudad, según se decía) y me dijo “me bajo acá, buscame en un rato”. Era su manera de decirme que podía, por primera vez, manejar solo. Fue una gloria. Puse un disco y subí el volumen al máximo, al modo “pistero”. Manejé a 10 kilómetros por hora, siempre en primera, con una lentitud insoportable, pero la música emergía de los parlantes como si se tratara de un bólido que corta el aire de una ruta americana. Una semana después volví a pedir el auto prestado y fuimos al tan temido examen de manejo, aunque yo ya estaba bastante confiado. Llegué manejando y el guardia de seguridad que levantó la barrera para ingresar al playón nos dijo: “¡Debería venir manejando el que tiene registro, señores!”.
La pasión automotriz que se inauguró para mí en aquella época tuvo rápidamente un efecto metástasis y me hice fanático de los taxis. Así como hay gente que se vuelve adicta a la búsqueda de departamentos porque en ese proceso puede entrar a casas ajenas e investigar cómo vive la gente, para mí tomarme un taxi pasó a ser la oportunidad de meterme en el auto de otro y ver cómo maneja. Del trabajo de taxista envidio la combinación de dos elementos a los que yo me consagraría indefinidamente: manejar y escuchar la radio. Es sabido además que los taxistas son una inagotable fuente de anécdotas. Una vez me subí a uno y le pedí que me llevara desde Villa Crespo hasta San Telmo. A mitad de camino se puso a hablar de sus “agendas”. Me contó que en una época se aficionó a pedirles a los pasajeros que le escribieran alguna frase en una agenda y que había acumulado así una cantidad espantosa de cuadernos de tapa negra acolchada con frases como haikus ilegibles de gente que nunca volvería a ver. Cuando llegamos al destino, se bajó del auto y me dijo que me quería mostrar algo en el baúl. Cuando yo ya estaba preparado para visualizar un cadáver o el cuerpo entumecido de un señor secuestrado, abrió el baúl y 500 agendas completamente autografiadas por pasajeros confirmaron su relato. “Ya hablé con la editorial Planeta y las van a publicar”, me aseguró. En otra ocasión me tomé un taxi a las tres de la mañana y le pedí que me llevara hasta mi casa. Yo salía de una fiesta en una casa que daba a la calle, así que el buen hombre escuchó que salía música y me preguntó qué estábamos escuchando. “Los Beatles”, le precisé. “Ah, mi banda preferida”, acotó él. “La mía también”, me sumé, en un ida y vuelta de lo más ameno. “¿Cuál es tu disco preferido?” quiso saber y no me puso en ningún tipo de aprieto: tengo una respuesta preparada para cualquier pregunta sobre preferencias en casi todos los géneros. El Álbum blanco y Abbey Road, le dije. Abbey Road lo pronuncié así: éibi rróud, al modo argentino. El taxista entonces me dijo que el Álbum blanco le parecía excelente pero que el otro no lo conocía. Curioso, pensé, pero no dije nada más. Y entonces el tipo me dice: “Mi disco preferido es Abbey Road”. Lo pronunció así: abéi rroá. Fue un momento único, en el que la pronunciación de una lengua extranjera abrió un abismo absurdo entre dos beatlemaníacos. Le dije que ese disco no lo conocía y cambiamos de tema, como dos caballeros.
Bertolucci dijo alguna vez que el cine son dos personas en un auto y una cámara y tenía razón. En ese sentido, estaba atento a la emergencia de un género insignia que es la road movie, un subgénero al mismo tiempo público e íntimo: dos personas viajan por paisajes abiertos, atraviesan enormes poblaciones, pasan por urbes gigantes, y sin embargo el interior del auto es como un pequeño hogar que se mueve, que se puede llevar a todos lados, donde siempre están solos. Por eso el auto es un confesionario y el hecho de que el conductor y el que viaja a su lado no se estén mirando a los ojos cuando hablan se parece demasiado al diván y por eso en un auto irrumpe siempre una suerte de profundidad. El otro género cultural asociado a estos vehículos es la “música rutera”, que siempre es difícil de definir, porque cambia con los contextos. Hay música rutera para una carretera vacía de noche y música rutera para atravesar una avenida costera, bordeando el mar con el sol de frente. Por lo pronto, como la poesía, la música de auto no se define, se reconoce.
La pregunta central, finalmente, gira en torno a si los autos afean o embellecen a las ciudades. En 1992 hubo un plebiscito en Ámsterdam y los ciudadanos eligieron reducir el caudal de autos a la mitad. Cuatro años después, en Florencia se prohibió la circulación de coches por la zona central y el alcalde declaró que la medida se extendería con los años a todo el trazado urbano. “Florencia va a ser la primera ciudad europea libre de automóviles, y esperemos que no sea la única”, dijo. El sentido común estético indicaría que claro, que una ciudad como Florencia es objetivamente más “bella” sin máquinas sobre sus adoquines. ¿Pero esa regla es aplicable a todas las ciudades del mundo? Yo diría que no. En México D.F. la sobrepoblación vehicular es un problema de estado, y sin embargo creo que gran parte de la belleza de Ciudad de México está en sus autos de colores, que están en todos lados, que se meten por donde nadie se puede meter, que generan vastos y gloriosos embotellamientos. La primera vez que viajé a México, en 1998, volví con un solo recuerdo: los Volkswagen escarabajo de a cientos por cuadra. Cuando volví, en el 2015, la flota automotriz se había renovado y ya no había escarabajos circulando. Fue un golpe inesperado: sentí que algo hermoso de la ciudad se había perdido para siempre, como si Buenos Aires perdiera la Avenida de Mayo o Venecia se quedara sin agua.