Las caminatas para encontrar agua potable se hacían cada año más y más largas, pues las compañías petroleras habían convertido los ríos del Delta en pantanos espesos y aceitosos. Muchos jóvenes habían comenzado a sufrir enfermedades que ni los brujos podían diagnosticar. Ingwa Mgbuto, sin embargo, mantenía su típica sonrisa abierta y contagiosa, repleta de dientes grandes y blancos como una palmera de marfil.
A pesar de su buena disposición, Ingwa parecía destinado a la soledad. Había quedado huérfano a los cinco años y desde entonces fue criado por la esposa más joven de Agbalfune, que así se llamaba el antiguo amigo de su padre. Y una vez más volvió a quedarse solo cuando Agbalfune tuvo que emigrar hacia Umouko donde, según decían, encontró trabajo en una plantación de camotes. A los dieciséis años, Ingwa participaba de los entrenamientos y las operaciones de las guerrillas, y como se encontraba sudando los últimos coletazos de una fiebre, pudo quedarse en una base secreta camuflada en el mercado de la ciudad. Desde un principio se encontró a gusto, pues si bien no tenían allí ni un baño, sí contaban con una computadora conectada a internet. Ingwa se pasaba los días frente a la pantalla, y desde que encontró Google Earth, comenzó a pasar allí también las noches. Le parecía increíble poder recorrer el mundo con sólo apretar unas teclas. Sin esfuerzo alguno, ascendía y descendía las cordilleras de Marruecos, transitaba las galerías de la Muralla China, remontaba los brazos del Amazonas, sobrevolaba el desierto del Sahara, o recorría, a vuelo de pájaro, antiguas callecitas peruanas. Ingwa sabía que aquellos paisajes eran imágenes captadas por satélites y, sin embargo, después de pasar horas frente a la pantalla, llegaba a fantasear que era él mismo quien orbitaba en torno al planeta, como si lo espiara en secreto.
Un día, Ingwa bajó por la costa del Pacífico hasta el sur de California, y volteando hacia un gran valle, avanzó por sobre los techos de casas con piscina y sobre árboles de copas frondosas: fue entonces que descubrió el lago. Instantáneamente se sintió atraído por aquellas aguas cristalinas rodeadas de laderas fértiles y casas pintorescas. El lago se llamaba Silver Lake, y apenas leyó ese nombre, su imaginación fue incitada a tal punto que creyó haber descubierto un espejismo hecho realidad. Ingwa no se hubiera podido imaginar un nombre más paradisíaco: el lago plateado en el estado dorado. Dedicó varios días a observarlo. Lo que había comenzado como un entretenimiento se transformó en una obstinada ceremonia. Hacía girar la perspectiva, se acercaba hasta que las ondas de la superficie se descomponían en fragmentos digitales y se alejaba hasta que el lago desaparecía en medio de un vasto territorio montañoso, ensayaba diferentes ángulos y distancias, y cada vez lo imaginaba como fuente de nuevos e impredecibles poderes mágicos.
Ingwa superó la fiebre aunque le nació un sarpullido virulento en los brazos y las piernas. En todo caso, cuando salió finalmente del refugio, ya había tomado la decisión: sin importar los miles de kilómetros que se extendieran entre Nigeria y California, llegaría hasta el lago plateado; y sin más preámbulos que los mismos pasos que lo condujeron hacia el exterior del mercado, comenzó el viaje. Caminó a través de la ciudad, ajeno al caos del tránsito, hasta que las calles se transformaron en senderos de barro y luego en una extensa llanura fangosa. Avanzó entre las casillas deshechas que anunciaban el río, y bordeando la margen izquierda recorrió a pie el largo trayecto hacia Ewokiri. Cuando llegó ya era de noche. El río estaba iluminado por las antorchas de las petroleras. El fuego crepitaba entre resoplidos descomunales que además impregnaban el aire con el olor acre del metano. Desde una distancia imprecisa la humedad traía el retumbar de unos tambores. Ingwa observó el río, encendido por los reflejos de las llamas, y se dejó seducir por las sensuales vetas iridiscentes que reptaban sobre la superficie aceitosa. En la orilla, sobre un montículo de barro, reconoció los vestigios de un antiguo altar. Se trataba de owu iyingi. Ingwa no llevaba consigo una nuez de kola o vino de palma como para ofrendarle. Rebuscó en sus bolsillos y lo único que pudo encontrar fue una tapa de Coca Cola que había guardado creyendo que traía premio. Dejó la tapa sobre el altar esperando que la diosa supiera apreciar el gesto a pesar de todo y bendecir a cambio su incipiente travesía.
Ingwa continuó su camino. A medida que se adentraba en el manglar, se disipaba el resplandor de los fuegos y el golpe de los tambores. Crecía en cambio la oscuridad y el grito de los insectos. En un codo remoto del arroyo y haciendo equilibrio sobre unas raíces, subió a bordo de una barcaza. La habían cargado clandestinamente cerca de una plataforma de Shell. Ingwa contaba con que el barco pirata, a quien venderían el crudo, lo llevaría hacia Estados Unidos. Se calzó un pasamontañas y se quedó dormido sobre la cubierta. Cuando despertó, ya había comenzado a clarear y la comba del Delta se veía como una mancha de vegetación en el horizonte. Recién entonces, Ingwa sintió que el viaje había comenzado.
El buque los esperaba a unos cien kilómetros al oeste de Cabo Verde. Era una nave construida en Hamburgo, pero con bandera portuguesa y perteneciente a una compañía de armenios. Cuando Ingwa se enteró que, de hecho, la nave viajaba con destino a Texas, hizo lo imposible para sumarse a la tripulación. Tarde se dio cuenta, sin embargo, que viviría en ese barco los peores días de su vida. Lo golpeaban por gusto y a veces hasta por aburrimiento y lo único que alcanzaba a ingerir era el agua sucia con que le hacían limpiar la cubierta. Pasaba las noches casi muerto de hambre en el camaranchón más oscuro de la bodega, rascándose las erupciones que se le habían abierto como llagas vivas. En el vacío de aquella oscuridad pensaba en los ancestros que nunca tuvo, en los héroes que nunca conoció y en los dioses a quienes sólo cantaba por costumbre, pero a quienes, de repente, se descubrió invocando entre lamentos silenciosos.
Cuando el buque caló en el puerto, Ingwa estaba vivo y lo suficientemente lúcido como para escaparse antes de que los armenios comenzaran a buscarlo. Caminó como pudo entre las grúas y los contenedores, hacia una avenida que desembocaba en la ciudad. Se encontraba en Texas City, y pasó allí una noche reparadora junto a un vagabundo que le ofreció las sobras de un plato de comida china. A la mañana siguiente comenzó su caminata hacia Houston donde tomó el tren a Los Ángeles. Descalzo, lastimado, sucio y con las ropas revelando las pústulas abiertas sobre su piel, Ingwa pasaba completamente desapercibido, nadie se le acercaba ni para ayudarlo ni para castigarlo. Así atravesó varias estaciones: San Antonio, Del Río, Alpine, hasta que un guardia, confundiéndolo con un pordiosero sin destino, lo hizo bajar en El Paso. Ingwa simplemente esperó, se subió al siguiente tren y continúo el viaje. Eran las cinco y media de la tarde cuando llegó a la Estación Central de Los Ángeles. Se deshizo del imponente edificio como si se sacara un peso de encima y caminó hacia el norte listo para ser bienvenido por un paisaje de belleza abrumadora. Los embotellamientos masivos, los edificios y las calles en construcción, contradecían, sin embargo, esa expectativa. Una flecha indicaba el camino hacia Silver Lake. Ingwa anduvo veinte minutos en ese sentido sin encontrar nada. Por fin, una mujer pasó corriendo con un perro y escuchando música por los audífonos. Ingwa la paró con un gesto. La mujer se detuvo, pero comenzó a correr en el lugar. Sin quitarse los audífonos observaba a Ingwa como esperando la pregunta. Ingwa estaba mareado. Todo se movía tanto a su alrededor que el mundo le pareció un inmenso garabato:
—¿Dónde está Silver Lake? —preguntó.
—Esto es Silver Lake.
—¿El lago? ¿Dónde está el lago?
—¿Cuál lago?
—El lago Silver Lake.
—Ah, el lago… Ahí, del otro lado de esa calle que sube —con el brazo todavía extendido, la mujer dejó de saltar en el lugar y se alejó con el perro.
Ingwa tomó por esa calle, llegó a la cima y desde allí lo vio. Comenzó a correr como para zambullirse, pero vaciló por un momento. El lago estaba rodeado por dos vallas de seguridad rematadas con alambres de púa. Incrédulo, lo recorrió unos metros, mirando el agua a través del alambrado hasta que, sobre el tejido de la valla, descubrió el cartel:
PROPIEDAD DEL
DEPARTAMENTO DE AGUA Y ENERGÍA DE LOS ÁNGELES.
—NO TRASPASAR—
El reservorio Silver Lake constituye parte del abastecimiento de agua de la ciudad de Los Ángeles.
Ha recibido su nombre en honor a Herman Silver, primer presidente de la Junta de Comisionados de Aguas Municipales de esta ciudad.
Ingwa tuvo que aceptar que aquello no era un lago sino un reservorio, que el nombre no lo tenía por el color sino por algún oficial corrupto, y que aquel azul profundo, casi esmeralda, que lo había cautivado en la pantalla de la computadora, era sólo el reflejo del cielo. Vista desde allí el agua adquiría un color terroso cubierto de un polvillo ceniciento. De todas maneras, Ingwa trepó el vallado y saltó hacia el otro lado. En la acrobacia se cortó un muslo, pero no lo sintió. El reservorio estaba rodeado por una empalizada de cemento con grandes fisuras reparadas en alquitrán. Ingwa bajó por allí, se quitó los restos de ropas que ya ni lo cubrían y desnudo se introdujo en el agua.
El sol estaba bajando y la atmósfera cargada de la gran ciudad había impreso en el cielo unas tonalidades magentas y anaranjadas, teñidas de vetas casi fosforescentes. En el momento en que se sumergió se le fue el cansancio, el dolor de los huesos y el ardor abismal de las erupciones. El corte en la pierna liberaba pequeñas volutas de sangre que se disolvían en el agua. Ingwa se sentía bien. Abrió los brazos, las piernas, llenó los pulmones de aire y haciendo la plancha se dejó arrastrar por la corriente que se desplazaba hacia el sur. Miró hacia el cielo y sonrió exageradamente, exhibiendo esa fila impecable de dientes grandes y blancos: sabía que algún satélite lo estaría fotografiando.
Este cuento pertenece a la colección titulada La burocracia mandarina de Pablo Baler, publicado inicialmente en Brasil en 2013 y luego, para el décimo aniversario de su publicación, en Argentina por Ediciones del Camino.
Foto: Palmera en Los Ángeles, California, por Martin Bobb-Semple, Unsplash.