Nunca me han gustado los perros. Siento alergia en la nariz y repulsión –a lo mejor culpa– en el pecho si estoy cerca de ellos. A pesar de eso, de vez en cuando recojo alguno. Hoy, al volver del trabajo encontré un cachorro a la orilla de la carretera. Asustado y triste. Abandonado.
Las luces bajas de mi auto le dieron directo en los ojos. Frené mientras buscaba con la mano en el asiento de atrás algo con qué tomarlo. Un suéter (el rojo, mi favorito) fue lo primero que encontré, así que levantando los hombros y resignada porque sé que no podré volver a usarlo, salí del auto y me dirigí al perro.
Sus ojillos, acuosos, observaban mis movimientos. Puse el dorso de mi mano cerca de su nariz, para que supiera que no le haría daño. Al verlo relajarse, lo cargué, envolviéndolo en el suéter y lo metí al auto. Arranqué y paré algunas cuadras después, cerca de un puente que parece solitario, para examinarlo despacio. Vi entonces su pelaje enmarañado y sus patas oscuras. Su boca llena de suciedad y alargué la mano a su cabeza, para acariciarlo. De inmediato sentí una pequeña protuberancia que presioné entre las uñas y acerqué a mis ojos para inspeccionarla. Una sonrisa se dibujó en mi boca. Tal como creía, era una pulga.
Y es que, aunque los perros me parecen repugnantes, las pulgas me gustan. No sé por qué ni desde cuándo. Si hurgo en mis recuerdos más lejanos, me veo de niña, buscando entre el pelaje de los perros de mis primos (porque en casa jamás tuvimos) por los animalillos.
El proceso es el mismo. Mis dedos, que se han vuelto expertos por la práctica, separan el pelo de los animales en busca de bichos que, en cuanto siento se mueven, presiono entre mis uñas y las atonto friccionándolas entre el pulgar y el índice. Luego, acerco los dedos a mi boca y las coloco entre mis dientes, para hacer que exploten. Espero que nadie piense, si me observa, que me las como. En cuanto explotan las saco, primero con la lengua a mis labios, y luego a los mismos dedos que unos segundos antes las atontaron y luego las tiro, usando como catapulta mi dedo medio.
Con el tiempo, he descubierto que me gustan las pulgas embarazadas. Un día, mientras me limpiaba la boca de un cadáver de pulga, antes de expulsarla de mis dedos, lo revisé. Cuatro o cinco puntos blancos, casi transparentes, estaban dispersos en mi dedo y, al ver más de cerca, noté que eran huevecillos. Los llevé de nuevo a mi boca, uno por uno, y, al sentir que explotaban, una ola de alegría me recorrió el cuerpo, erizándolo al contacto.
Claro que es poco posible que encuentre pulgas embarazadas, pero cuando lo hago, trato de alargar la experiencia, sosteniendo entre mis uñas el cuerpo para solo explotarles la cabeza, y luego sacando los huevos de su estómago para morderlos de uno en uno.
No tener mascotas me complicó las cosas de niña, pero gracias a que visitábamos a mis primos con frecuencia, siempre pude masticar algunas pulgas un par de veces por semana. Nadie sabe sobre esto. Muchas veces creí que papá y mamá sospechaban. De pequeña, uno de mis primos le contó a mamá que me había visto meterme animales a la boca. Ella dijo que podía enfermarme y que no volviera a hacerlo. Desde entonces, trato de ser precavida y no han vuelto a cuestionarme sobre nada parecido.
Cuando el último de los perros de mis primos murió, me quedé sin suministros. Algunas veces intenté ir por la calle, viendo si algún perro dejaba acariciarse y eso era sumamente complicado porque la gente suele quedarse a ver con ternura a las personas que acarician perros callejeros y así no se les pueden buscar los animalillos. En algún momento, también consideré dejar que los bichos anduvieran por mi ropa, pero eso ha funcionado poco porque no tengo vello corporal en el que se enreden y se reproduzcan. Además, sus picaduras son horribles y asquerosas.
Creo que de cierta manera empecé a vivir sola para tener un perro. Afortunadamente, encontré un lugar con un patio grande y pocos vecinos. Es molesto escuchar animales quejándose todo el tiempo. El primero que llevé a casa se murió a los pocos días. Admito que tenía poca experiencia. Nunca le compré comida al animal ni le busqué un lugar en el que pudiera estar seco. Tampoco fue una buena idea dejarlo amarrado a un poste, pero es que ¿quién tiene tiempo para corretear un perro si solo lo quiere para buscarle bichos?
Salí una mañana, antes de bañarme, a buscarlo para acariciarlo un rato y lo encontré rígido y húmedo todavía del aguacero del día anterior. No me atreví a buscarle pulgas y por la tarde, al volver del trabajo, tuve que hacer un agujero en el patio para que no se pudriera por allí.
A los pocos días, encontré otro perro, grande y un poco desnutrido, que llevé a casa, aunque también lo encontré rígido en el patio menos un mes después.
Con este cachorro, son seis los animales que adopto. Son muchos para un año, lo sé, pero indefectiblemente se mueren. A veces, les he dado de comer y, otras, hasta he conseguido sogas más grandes para que puedan estar más libres en el patio pero nada ha funcionado. Con frecuencia, cuando llego del trabajo, los veo arrastrarse en el pasto, rascándose llagas que ya están abiertas y me siento contenta porque sé que sus heridas son consecuencia de que están llenos de animalillos, y eso solo puede significar que puedo explotar muchos a mi antojo. Cuando ya están moribundos he pensado en soltarlos pero para eso tendría que subirlos al auto de nuevo y buscar un lugar desolado para sacarlos y prefiero enterrarlos, como al primero, y evitarme la molestia de tener contacto con ellos.
Veo de nuevo al cachorro en el asiento del copiloto y le sonrío. Me ve con esperanza y creo que debería sentirme mal, pero no siento nada. La pulga que tengo entre los dedos se sigue moviendo, así que la presiono un poco más, para atontarla y también le sonrío. La coloco ligeramente dentro de mi uña antes de ponerla entre mis dientes y espero un poco, a que no haya ruido, para sentir el eco de su cuerpo mordido rebotar entre mis dientes. Mastico un par de veces su cuerpo antes de sacarla con el mismo dedo y la observo. Nada se mueve y el cachorro me sigue observando, agradecido. Me quedo un rato más parqueada, buscando protuberancias en la piel de mi nuevo y repugnante amigo y pienso que, a lo mejor, esta vez compre un poco más de comida. El perro es pequeño y necesito dejar de cavar zanjas en mi jardín porque siento que, si lo sigo haciendo, no tardaré en enfermarme.