Los pájaros ambicionan escapar del círculo del árbol del lenguaje, desmesurada empresa, tanto más peligrosa, cuanto más éxito alcanzan en ella. Si logran escapar, se desentienden de árbol y lenguaje. Se desentienden del silencio y de sí mismos.
Juan Luis Martínez
I
En una era no poética, de desencantamiento generalizado del mundo, la literatura y en especial la poesía han sido relegadas a espacios reducidísimos; círculos o bien elitistas o bien marginales (los extremos se tocan). Si la sustancia misma del fenómeno poético —entendido en un sentido amplio como experiencia vital, relación entre una subjetividad y su entorno— ha sido mutilada, desacreditada como forma de estar en el mundo y dar sentido al devenir individual y colectivo, inevitable es que el mismo proceso de empobrecimiento se dé al interior del ámbito más reducido que constituye la concreción material de la experiencia poética en la poesía, hecho circunscrito al lenguaje y categorizado como género literario.
Decía —dice, en el espacio siempre presente del poema— el últimamente muy estudiado y aún incomprendido Juan Luis Martínez que, así como los pájaros jóvenes, “algunos escritores y músicos sufren hoy por el exceso de libertad y están en la búsqueda del padre perdido”. La primera parte de esta aseveración sigue siendo válida a más de 40 años de su contexto de origen, pero encarnó su verdad a tal punto que ha generado como consecuencia la negación de la segunda. De manera generalizada (siempre hay excepciones) los y las poetas jóvenes contemporáneos parecen haber renegado del padre perdido, es decir, de las raíces que los conectan con la tradición. Matar al padre: ya deconstruyéndolo en la teoría, ya negando de lleno que alguna vez haya existido. No hay paraíso perdido ni pertenencia a un orden cósmico; el mundo es pura inmanencia y el ser humano vaga huérfano y condenado al ejercicio de su libertad. Esta premisa sartreana es la que ha perfilado, me atrevo a decir, la manera de entender la escritura poética de nuestra época, y sus consecuencias podrían resumirse en una rebeldía que confundió la insubordinación con la ignorancia, la originalidad con la novedad efectista y la libertad creadora con el capricho de una subjetividad sometida a la ilusión de su total independencia respecto de la tradición que la precede —y que, en realidad, la hace posible.
II
Hace ya siglo y medio, Nietzsche sentenció la desacralización definitiva del mundo e inmediatamente después de proclamar la muerte de Dios, su Zaratustra se preguntó, intuyendo la respuesta, si seríamos realmente dignos o no de la magnitud del hecho, si podríamos tomar las riendas de nuestro destino. Varias décadas más tarde, sus hijos, los existencialistas ateos, siguieron padeciendo las consecuencias de dicha muerte: sin fundamento, sin un orden superior que preceda y organice la existencia, el ser humano tiene en sus manos la vertiginosa responsabilidad de crearse. Del sometimiento ante una voluntad superior a la condena que supone el libre albedrío. Eduardo Anguita, en su lucidez ensayística, evidencia la contradicción inherente a esa idea de Sartre: si no hay Dios, si no hay Padre, si no hay ningún orden orientador, ¿quién dicta la sentencia?, ¿quién nos obliga a la libertad? No pretendo contestar a esta pregunta, pero sí creo que el espacio disponible dejado por Dios fue ocupado por una nueva quimera: la subjetividad esclavizante maquillada de libertad y entendida como el limitado ejercicio de satisfacción de las pequeñas y monstruosas necesidades del ego.
Así como la necesidad de validar el yo a la que nos impele la aldea global y sus dinámicas neoliberales se manifiesta en la férrea defensa del derecho a la libertad de expresión y de adquisición material, en el ámbito de la producción poética la justificación de este derecho encuentra su correlato en una noción de libertad creadora que se plantea como necesariamente opuesta al aparente sometimiento representado por la tradición, sobre todo en lo que a elecciones formales se refiere. Este rechazo a las formas heredadas del pasado, de las que se cree no puede salir nada nuevo —iba a decir bueno, pero ese ya no es un criterio válido— se evidencia de varias maneras y con distintos grados de extremismo.
Existe, en muchos casos, una ponderación a priori negativa del cultivo de ciertas formas clásicas, ligadas a la métrica y la rima. Tolerable puede ser el argumento, dependiendo de cómo se plantee, de que escribir teniendo en cuenta el número de sílabas por verso y estableciendo correspondencias sonoras con ciertos patrones regulares sea una práctica anticuada. Anacrónica sería, cómo no, la escritura de sonetos gongorinos con mera intención imitativa. Pero creo que incluso en esa situación hipotética, el contexto mismo de producción y la consciencia del poeta que escribe, inevitablemente condicionada —para bien y para mal— por el espíritu de su tiempo, dotarían al poema de un grado de actualidad. No hay que esforzarse por ser contemporáneo: querámoslo o no, el espacio-tiempo que nos sostiene determina nuestro hacer.
Otras veces, el argumento trasgrede las implicancias netamente estéticas y confunde el plano de las elecciones estilísticas con el de las éticas. Algunos poetas se niegan no solo a escribir sonetos (decisión totalmente respetable) sino también a leerlos y valorarlos como forma vigente de escribir poemas, con el pretexto de que la poesía en endecasílabos o alejandrinos es de por sí retrógrada, ideológicamente conservadora. Resulta curiosa la arbitrariedad con que opera este estigma, pues no corren la misma suerte que el soneto ciertas estructuras estróficas de arte menor (la décima, la lira, la cueca), ligadas a nuestra cultura popular (a nadie se le ocurriría reprocharle a Violeta haber cantado y escrito décimas en vez de canciones y poemas en verso libre, o haber sabido aplicar las leyes de acentuación final). Por el contrario, estas formas han comenzado a ser revaloradas y estudiadas por la llamada crítica cultural, como también continuadas y renovadas por creadores contemporáneos populares y no tan populares. Al igual que el soneto y la sextina, la décima y la lira fueron cultivadas durante la España del 1500 por una elite social culta, muchas veces conservadora, entre la que se cuentan sacerdotes y militares, pero en su arribo a América y con el trascurso del tiempo fueron resignificándose, ocupando nuevos espacios. En este sentido, me parece razonable afirmar que las estructuras formales no son portadoras en sí de ideología, si bien en los diferentes momentos de su desarrollo histórico pueden ir adquiriendo y mutando de connotaciones políticas y sociales.
Una cosa es no cultivar las formas métricas clásicas en la propia producción poética y otra muy distinta, a mi parecer menos respetable, es jactarse del total desinterés por darse el tiempo de conocerlas: no ser capaz de reconocer y valorar sus mecanismos de funcionamiento y las posibilidades expresivas que ofrecen. Muchos poetas contemporáneos hacen arcadas cuando escuchan hablar de técnica, oficio, artesanía del lenguaje poético, como si las palabras fueran simples medios para la consecución de un fin (afirmación de la identidad, denuncias de diversa índole, expresión de opiniones y un largo etcétera) y no un material vivo, complejo, con el que establecemos una relación sensible y en cuyas posibilidades significantes nos jugamos el ser.
III
La afirmación de que las formas métricas o ceñidas a ciertas leyes de construcción coartan la libertad creadora y no permiten al poeta expresar su subjetividad de manera genuina supone la idea de que este sabe de antemano lo que quiere decir y, por tanto, que lo plasmado en el poema responde a un ejercicio más de representación (por muy hermética o surrealista que esta sea) que de exploración de la subjetividad. El poeta controlaría el lenguaje a voluntad, obligándolo a decir exactamente lo que él quiere que diga. El poema, bajo esta premisa, no transforma la realidad del poeta. El poeta no necesita del poema.
Vuelvo a Anguita, quien arroja luces sobre el asunto cuando afirma que el poema propicia la posibilidad de síntesis de las polaridades, de lo subjetivo —manifestación libre de la propia voluntad— y lo objetivo, que es “aquello que se me resiste, que existe independientemente y ante lo cual no cabe sino sometimiento. O pura protesta”. En ese espacio de tensión surgiría la poesía. Su concreción actual tiende, como ya hemos esbozado, a la protesta, a la pataleta de una subjetividad que alega conocerse y tener derecho a todo, entre ello a negarle crédito a la participación del pasado —o al menos a cierta porción de él— en su actual posibilidad de ser y manifestarse. Si estamos dispuestos a aceptar con Anguita que el lenguaje siempre tiene una dimensión que escapa de nuestro control, y que en gran parte es él el que nos dice a nosotros y no al revés, la defensa de la absoluta libertad creadora no es sólo una muestra de soberbia, sino también de ingenuidad.
Hay otra arbitrariedad curiosa en la determinación de cuáles son las dimensiones del pasado que es importante y necesario recordar y cuáles merecen ser relegadas al olvido. Estamos en la era de los temas en detrimento de las formas. Se pasa por alto que esa aparente dicotomía termina siempre disolviéndose en la evidencia de que ambos términos se requieren mutuamente y no existen con independencia el uno del otro. No podemos ocuparnos en serio de los temas si no lo hacemos, al mismo tiempo, de las elecciones formales de las que nos valemos para plasmarlos.
IV
En 1933, Manuel Rojas, reflexionando sobre el estado de la literatura chilena contemporánea, planteaba que esta no tenía personalidad, de pensamiento, de espíritu, de expresión. Decía que le hacía falta “el deseo de permanencia a través del tiempo, la voluntad de dar a la obra literaria nuestra plasticidad interna, si es que alguna tenemos”. Quizás los poetas se tomaron demasiado en serio estas palabras y las extremaron hasta el absurdo, confundiendo el cultivo de la personalidad —del estilo, del aura particular que dota a una obra de carácter original— con la ansiedad por la novedad, por diferenciarse de lo viejo. Lo paradójico de toda dicotomía es que la diferencia que plantea entre los extremos requiere necesariamente de la afirmación de ambos: no existe lo nuevo sino en referencia a lo viejo. En eso difiere lo novedoso de lo original: lo primero plantea un conflicto con su par opuesto, lo segundo reconcilia ambos términos. Ser original no es renegar del origen, sino volver a él para recrearlo desde una nueva perspectiva.
Parra y Lihn, dos de los referentes que determinan y direccionan el desarrollo de la poesía chilena desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, eran conscientes de lo que la originalidad implica y la cultivaron con lucidez. No así varios de sus autoproclamados herederos. Algunos de los mejores textos de Parra son poemas, no antipoemas. Innegable es la conquista de nuevas posibilidades idiomáticas en el contexto del poema a través de la vuelta de tuerca que le da, por ejemplo, al endecasílabo para discurrir en un lenguaje coloquial, directo, pero aún de vuelo lírico. Lihn también se probó en verso medido, con los sonetos paródicos en que aparece el Terrible Tetas Negras, publicados en París, situación irregular. El uso de formas clásicas no definió su poesía, pero está claro que en su extenso e intrincado discurrir reflexivo había consciencia del ritmo, plasmada con maestría. Tanto Lihn como Parra manejaban sus medios expresivos, y no al revés.
Conocer las herramientas que el lenguaje nos ofrece no es equivalente a tener el control total de lo que el poema en última instancia dice de nosotros mismos y del mundo. La tensión —entre lo que se quiere decir, se puede decir, se termina por decir y lo indecible— es constante. Quien ha intentado escribir sometiéndose a alguna forma métrica sabe que las exigencias que el lenguaje impone terminan muchas veces por llevarnos a decir justamente eso que no queríamos, o a decir cosas que no habíamos concebido hasta después de escritas. Las mismas exigencias, a pesar de lo que muchos quieren creer, nos plantea el verso libre que, lejos de carecer de todo tipo de condicionamiento, nos obliga a aguzar el oído para hacer decantar al poema en su propia forma.
V
Para muchos poetas jóvenes y no tan jóvenes hambrientos de novedad, Rimbaud sigue siendo un modelo de rebeldía, un referente para su quehacer poético. Cierto, el adolescente francés injurió la Belleza. Pero se tiende a obviar que, para hacerlo, antes tuvo que sentarla en sus piernas, saborearla: hacerla suya. Antes de cortar cabezas y revolucionar la forma de hacer poesía, el joven poeta leyó y releyó críticamente a toda la tradición precedente, no sólo a sus contemporáneos. Exploró todas las formas del lenguaje. Su relación con este fue insolente, pero no descuidada. Conocía a fondo la naturaleza del material con que estaba tratando. Conocer es una forma de amar y la verdadera renuncia es un acto de amor. Rimbaud amó la belleza de las palabras a tal grado que decidió renunciar a ella. La huida, el escape —“Je me suis enfui”— no es lo mismo que el rechazo; este último niega la existencia de aquello frente a lo que se alza, mientras que la primera afirma su verdad, asumiendo frente a ella su indefensión. El rechazo desemboca en odio, y solo podemos odiar lo que no conocemos: la diferencia, lo otro. Sabemos, a la vez, que lo otro es una de las caras de lo mismo. Quizás, hasta que no integremos esa verdad en la experiencia —en la palabra— seguiremos atados a los ilusorios conflictos que las dicotomías nos plantean y que tanto nos aquejan como seres hechos de lenguaje —es decir, también, todavía, de poesía.