Una raya en la arena
Ruth hacía montañas con un pie. Cavaba con el dedo gordo en la arena tibia, formaba montoncitos, los ordenaba, los alisaba cuidadosamente con la planta del pie, los contemplaba un rato. Luego los destruía. Y volvía a empezar. Tenía los empeines rojizos, le ardían como piedras solares. Llevaba las uñas pintadas de la noche anterior.
Jorge estaba desenterrando la sombrilla, o intentándolo. Hay que comprar otra, murmuró mientras forcejeaba. Ruth fingió no haberlo escuchado, aunque no pudo evitar sentirse irritada. Era una banalidad como cualquier otra, claro. Jorge chasqueó la lengua y apartó la mano de la sombrilla bruscamente: se había pillado un dedo con una de las pinzas. Una banalidad, pensaba Ruth, pero la cuestión es que él no había dicho “tenemos que comprar otra sombrilla”, sino “hay que comprar”. De un tirón, Jorge consiguió plegar la copa de la sombrilla y se quedó estudiándola con los brazos en jarra, como si esperase la última reacción de una criatura vencida. Casualidad o no, mira por dónde, él ha dicho “hay” y no “tenemos”, pensó Ruth.
Jorge sostenía en ristre la sombrilla. La punta estaba carcomida por lenguas de óxido y manchada de arena húmeda. Él se fijó en los montoncitos de Ruth. Luego buscó sus pies con heridas de las sandalias, ascendió por las piernas hasta el vientre, se detuvo en los pliegues que se acumulaban alrededor del ombligo, su mirada continuó por el torso, pasó entre los pechos como a través de un puente, saltó a la mata salada del cabello, y finalmente resbaló hasta los ojos de Ruth. Jorge se dio cuenta de que, reclinada en su silla de lona, haciéndose visera con una mano, ella también lo observaba desde hacía un rato. Él sintió una ligera vergüenza sin saber muy bien de qué, y sonrió arrugando la nariz. A Ruth le pareció que él había exagerado ese gesto, porque en realidad estaba de perfil al sol morado. Jorge levantó la sombrilla como un trofeo inoportuno. Qué, ¿me ayudas?, preguntó en un tono que a él mismo le sonó irónico, menos benevolente de lo que había pretendido. Arrugó de nuevo la nariz, volvió un instante la vista al mar, y entonces escuchó la sorprendente respuesta de Ruth:
—No te muevas.
Ruth empuñaba una raqueta de madera. El canto de la raqueta descansaba encima de sus muslos.
—¿Quieres la pelota? —preguntó Jorge.
—Quiero que no te muevas —dijo ella.
Ruth levantó la raqueta, se irguió y extendió un brazo para trazar lentamente una raya en la arena. Era una línea no muy recta, más o menos de un metro de longitud, que separaba a Ruth de su marido. Al terminar de dibujarla, ella soltó la raqueta, se acomodó otra vez en la silla de lona y se cruzó de piernas.
—Muy bonita —dijo Jorge, entre la curiosidad y el fastidio.
—¿Te gusta? —contestó Ruth—. Entonces no la cruces.
En la playa empezaba a levantarse un aire húmedo, o Jorge lo notó en ese momento. Le daba pereza soltar la sombrilla y el resto de los bártulos que llevaba colgados del hombro. Pero sobre todo le daba infinita pereza empezar a jugar a quién sabía qué. Estaba cansado. Había dormido poco. Sentía la piel sudada, arenosa. Tenía urgencia por darse una ducha y salir a cenar algo.
—No te entiendo —dijo Jorge.
—Me lo imagino —dijo Ruth.
—Oye, ¿vamos o no?
—Haz lo que quieras. Pero no cruces la raya.
—¿Cómo que no la cruce?
—¡Veo que ya lo entiendes!
Jorge dejó caer las cosas; le extrañó que hicieran tanto ruido al aterrizar en la arena. Ruth se sobresaltó un poco, pero no se movió de su silla de lona. Jorge contempló la línea de izquierda a derecha, como si hubiera algo escrito sobre ella. Dio un paso hacia Ruth. Vio cómo ella se contraía y se aferraba a los brazos de la silla.
—Esto es una broma, ¿no?
—Esto es de lo más serio.
—Vamos a ver, cariño —dijo él, frenando ante la raya–. Qué te pasa. Qué haces. La gente se está yendo, ¿no lo ves? Es tarde. Hay que irse. Por qué no eres razonable.
—¿No soy razonable porque no me voy al mismo tiempo que los demás?
—No eres razonable porque no sé qué te pasa.
—¡Ah! ¡Qué interesante!
—Ruth… —suspiró Jorge, haciendo ademán de ir a tocarla—. ¿Quieres que nos quedemos un rato más?
—Lo único que quiero —dijo ella— es que te quedes de ese lado.
—¿De qué lado, carajo?
—De ese lado de la raya.
Ruth reconoció en la sonrisa escéptica de Jorge una contracción de ira. Era sólo un temblor fugaz en la mejilla, un asomo indignado que él sabía controlar fingiendo condescendencia; pero allí estaba. Ahí lo tenía. De pronto parecía que ahora o nunca.
—Jorge. Esta raya es mía, ¿entiendes?
—Esto es absurdo —dijo él.
—Seguramente. Por eso mismo.
—Vamos, dame las cosas. Demos un paseo.
—Quieto. Atrás.
—¡Olvida esa raya y vamos!
—Es mía.
—Es una chiquillada, Ruth. Estoy cansado…
—¿Cansado de qué? Vamos, dilo: ¿de qué?
Jorge cruzó los brazos y se arqueó hacia atrás, como si hubiera recibido un empujón del viento. Vio venir el doble sentido y prefirió ser directo.
—No me parece justo. Estás tomando mis palabras al pie de la letra. O no, peor: las interpretas de manera figurada cuando te hacen daño, y las tomas literalmente cuando te conviene.
—¿Sí? ¿Tú crees, Jorge?
—Ahora, por ejemplo, te he dicho que estaba cansado y te haces la víctima. Actúas como si yo hubiera dicho “estoy cansado de ti”, y…
—¿Y no era eso lo que en el fondo necesitabas decir? Piénsalo. Pero si hasta sería bueno. Anda, dilo. Yo también tengo cosas que decirte. ¿Qué es lo que te cansa tanto?
—Así no puedo, Ruth.
—¿Así, cómo? ¿Hablando? ¿Siendo sinceros?
—No puedo hablar así –contestó Jorge, volviendo a recoger lentamente las cosas.
—Recibido —dijo ella, desviando la vista hacia las olas.
Jorge soltó las cosas de pronto y quiso agarrar la silla de Ruth. Ella reaccionó levantando un brazo en señal de defensa. Él comprobó que estaba realmente seria y se detuvo en seco, justo frente a la línea. Estaba ahí. Ya la rozaba con la punta de los pies. Pensaba en dar otro paso. En pisar fuerte la arena. En restregar los pies y terminar de una vez con aquello. Jorge se sintió estúpido por su propia precaución. Tenía los hombros tensos, levantados. Pero no se movió.
—¿Quieres dejarlo ya? —dijo.
Se arrepintió enseguida de haber formulado la pregunta de ese modo.
—¿Dejar el qué? —preguntó Ruth, con una sonrisa dolientemente complacida.
—¡Me refiero a este interrogatorio! Al interrogatorio y a esa raya ridícula.
—Si tanto te incomoda nuestra charla, podemos dejarla aquí. Y si te quieres marchar a casa, adelante, que disfrutes de la cena. Pero lo de la raya, eso ni hablar. No es ridícula y no la cruces. No pases por ahí. Te lo advierto.
—Estás imposible, ¿lo sabes?
—Lamentablemente, sí —contestó Ruth.
Jorge percibió, desconcertado, la franqueza de su respuesta. Se agachó a recoger de nuevo las cosas murmurando palabras inaudibles. Removía enérgicamente el contenido de la cesta de playa. Ordenaba una y otra vez los botes de bronceador, apilaba con furia las revistas, volvía a plegar las toallas. Por un momento, a Ruth le pareció que los ojos de Jorge se aguaban. Pero lo vio recobrar paulatinamente la compostura hasta preguntarle, mirándola con fijeza:
—¿Me estás poniendo a prueba, Ruth?
Ruth notó cómo la ingenuidad casi brutal de aquella pregunta le devolvía un eco de nobleza: como si Jorge pudiera equivocarse, pero no mentirle; como si en él fuera posible cualquier deslealtad, excepto la malicia. Lo vio agachado a sus pies, desorientado, con los hombros a punto de despellejarse, con menos cabello que hacía unos años, familiar y desconocido. Tuvo el impulso de atacarlo y a la vez de protegerlo.
—Vas por ahí avasallando —dijo ella— pero vives temiendo que te juzguen. Me parece un poco triste.
—No me digas. Qué profunda. ¿Y tú qué?
—¿Yo? ¿Que en qué me contradigo? ¿En qué noto que me equivoco siempre? En muchas cosas. Muchísimas. Qué te crees. Por empezar, soy una estúpida. Y una miedosa. Y una resignada. Y finjo que podría vivir como no puedo. Pensándolo bien, no sé qué es más grave: no darse cuenta de algunas cosas, o darse cuenta y no hacer nada. Por eso mismo, ¿entiendes?, he trazado esta raya. Sí. Es infantil. Es fea y pequeñita. Y es lo más importante que he hecho en todo el verano.
Jorge se quedó con la vista perdida más allá de Ruth, como siguiendo la estela de sus palabras, sacudiendo la cabeza con un gesto en el que luchaban el disgusto y la incredulidad. Luego el rostro se le congeló en una expresión irónica. Comenzó a reírse. Su risa sonaba a tos.
—¿Qué, no dices nada? ¿Se te ha ido la fuerza? —dijo Ruth.
—Eres una caprichosa.
—¿Te parece un capricho lo que te estoy diciendo?
—No sé —dijo él, incorporándose—. A lo mejor no exactamente caprichosa. Pero orgullosa, sí.
—No es sólo una cuestión de orgullo, Jorge, sino de principios.
—¿Sabes qué? Que tú defenderás muchos principios, serás todo lo analítica que quieras, te creerás muy atrevida, pero lo que en realidad estás haciendo es esconderte detrás de una raya. ¡Esconderte! Así que hazme el favor de borrarla, de recoger tus cosas y discutirlo tranquilamente en la cena. Voy a pasar. Lo siento. Todas las cosas tienen un límite. Mi paciencia también.
Ruth se levantó como un resorte liberado, volcando la silla de lona. Jorge se detuvo antes de haber dado un paso.
—¡Ya lo creo que todo tiene un límite! —gritó ella—. Y claro que te gustaría que me escondiese. Pero esta vez no te hagas ilusiones. Tú no quieres una cena: tú quieres una tregua. Y no la vas a tener, me oyes, no la vas a tener hasta que aceptes de una vez que esta raya se borra cuando yo diga, no cuando tú te impacientes.
—Me sorprende que te pongas tan autoritaria. Después te quejas de mí. Me estás prohibiendo acercarme. Yo no hago lo mismo contigo.
—Jorge. Mi vida. Escucha —dijo Ruth bajando la voz, acomodándose el flequillo, recomponiendo la silla y sentándose de nuevo—. Quiero que me prestes atención, ¿de acuerdo? No es que haya una línea. Es que hay dos, ¿me entiendes?, siempre hay dos. Y yo veo la tuya. O intento verla, al menos. Sé que está ahí, en alguna parte. Te propongo una cosa. Si te parece injusto que esta raya se borre cuando yo diga, traza tú otra, entonces. Es fácil. Ahí tienes tu raqueta. ¡Haz una raya!
Jorge soltó una carcajada.
—Te estoy hablando en serio, Jorge. Explícame tus reglas. Muéstrame tu territorio. Dime: de esta raya no pases. Verás cómo jamás intentaré borrarla.
—¡Qué lista! Claro que no la borrarías, porque yo nunca haría una raya como esa. Ni se me ocurriría.
—Pero si la trazaras, ¿hasta dónde llegaría? Necesito saberlo.
—No llegaría a ningún lado. No me gustan las supersticiones. Prefiero comportarme con naturalidad. Quiero poder pasar por donde tenga ganas. Pelearme cuando de verdad suceda algo.
—Lo único que quiero es que mires un poco más allá de tu territorio —dijo ella.
—Lo único que quiero es que me quieras —dijo él.
Ruth pestañeó varias veces. Se frotó los ojos con ambas manos, como intentando limpiarse todo el viento húmedo que la había golpeado aquella tarde.
—Es la respuesta más terrible que podías haberme dado —dijo Ruth.
Jorge pensaba en acercarse a consolarla y sospechaba que no debía. Le picaba la espalda. Le dolían los músculos. El mar se había tragado la pelota del sol. Ruth se tapó la cara. Jorge bajó la vista. Miró la raya una vez más: le pareció que medía más de un metro.
Estar descalzo
Cuando supe que sería mortal como mi padre, como aquellos zapatos negros en una bolsa de plástico, como el balde con agua donde entraba y salía la fregona que restregaba el pasillo del hospital, yo tenía veinte años. Era joven, viejísimo. Por primera vez supe, mientras las estelas de claridad iban borrándose del suelo, que la salud es una película muy fina, un hilo que se evapora con el pasar de los pasos. Ninguno de esos pasos era de mi padre.
Mi padre siempre había caminado de manera extraña. Veloz y al mismo tiempo torpe. Cuando iniciaba sus caminatas, uno nunca sabía si iba a tropezarse o echar a correr. A mí me gustaban esos andares. Sus pies planos y duros se parecían al suelo que pisaba, al suelo del que huía.
Los pies planos de mi padre ya eran cuatro, se habían repartido en dos lugares distintos: en la camilla (unidos por los talones, ligeramente abiertos, evocando una irónica V de victoria) y dentro de aquella bolsa de plástico (a modo de recuerdo en los zapatos, imponiendo su molde al cuero). La enfermera me la entregó como se entregan unos desperdicios. Yo miré las baldosas, su tablero cambiante.
Me quedé sentado ahí, frente a las puertas del quirófano, esperando noticias o temiendo las noticias, hasta que saqué los zapatos de mi padre. Me levanté y los puse en el centro del pasillo, como un obstáculo o una frontera o un accidente geográfico. Los posé cuidadosamente, procurando no alterar sus bultos originales, la protuberancia de los huesos, su forma ausente.
Al rato la enfermera apareció a lo lejos. Atravesó el pasillo, eludió los zapatos y siguió de largo. El suelo resplandecía. De pronto la limpieza me dio miedo. Me pareció una enfermedad, una impecable bacteria. Me agaché y avancé a gatas, sintiendo el roce, el daño en las rodillas. Volví a guardar los zapatos en la bolsa. Apreté el nudo lo más fuerte que pude.
De tarde en tarde, en casa, me pruebo esos zapatos. Cada vez me quedan mejor.