Hoy día, el mayor miedo de la crítica literaria es ofender. Las llamadas guerras culturales han extendido la idea de que plegarse a las “poéticas de lo menor” otorga la razón en términos literarios. Del mismo modo, han dado por sentado que, por acogerse a las corrientes teóricas de turno y conseguir mayor atención pública, se vale más. Estos condicionantes han logrado finalmente descentrar la figura del crítico literario y hacer de la crítica una peligrosísima arma de doble filo. Lo primero, que en principio cae como agua de mayo para un sector tradicionalmente secuestrado por las ansiedades de autolegitimación de sus élites tradicionales, ha mutado, ya sea en Medellín, Quito o Lima, en un extraño sindicato de policías-escritores, donde la deslegitimación y el amedrentamiento han borrado cualquier ensueño liberal o socialista de fertilidad en el diálogo de opiniones encontradas. Lo segundo, como ocurrió con los cambios políticos que vivió América del Sur a inicios de este siglo, ha dado la razón a la máxima de Tomasi di Lampedusa, al comprobarse cómo las nuevas élites culturales operan del mismo modo como lo hacían aquéllas a las que los recién venidos criticaban. Es triste empezar con una conclusión tan desalentadora, pero hoy importa mucho menos lo que se dice en relación con la supuesta transparencia e inocuidad de quién lo dice. La mediocridad del sueño habermasiano del consenso alcanzó su parnaso en el triunfo de la proposición de que es mejor estar callado o ser infundadamente optimista, en lugar de señalar excesos, criticar trabajos fallidos o hacerse a un lado del dogmatismo y la pereza mental de las modas teóricas o militantes. Al no haberse procurado especificidades histórico-analíticas, la crítica literaria de y sobre la región andina ha sucumbido embobada a estos enamoramientos, lo que prueba la extraña aunque históricamente constante repetición de la paradoja de los conservadurismos de la izquierda intelectual.
Si algo ratifica la debilidad del panorama crítico en la zona andina es la decisión de 2020 de cesar —o refundar, depende del que lo diga— la revista bogotana Arcadia, creada en 2005 y dependiente del grupo periodístico Semana. Arcadia había conseguido disputar al sentido común consensos que se daban por sentados en la producción cultural colombiana e internacional. Dirigida por Juan David Correa desde 2016 hasta 2018, la revista cristalizó como un referente de pensamiento y reflexión en el campo de la literatura, la crítica cultural, las novedades bibliográficas, el cine y, desde luego, la política. También relevó a El Malpensante, fundada en 1996 por Mario Jursich y Andrés Hoyos Restrepo, revista que había caído en una espiral de falta de innovación de contenidos y criterios estéticos anacrónicos y gazmoños. No poco de este mal ha de atribuirse a un relevo generacional que El Malpensante procesó de forma lenta y, tal vez, egoísta. Las castas de legitimidad cultural están muy bien marcadas en Colombia, distribuidas en espacios editoriales, gubernamentales y medios de comunicación. Bogotá y Medellín cuentan con sus muy visibles e influyentes popes, a los que les cuesta ceder espacio y acoger ideas de gente nueva, por lo general y, además, más progresista.
Con todo lo estimulante que pudo ser Arcadia, nada cambió para que, como dijera Ricardo Piglia en Crítica y ficción, la literatura latinoamericana fuese entendida como un conjunto de subregiones literarias, entre las cuales la geografía de los Andes formaría un universo compacto, fehaciente. Sí: Lima y Bogotá fungen como centros de edición y distribución de los dos más importantes conglomerados del libro, Planeta y Random House, pero pocas veces estas ciudades se tocan la cara. Quito, con su tamaño menos colosal y un talante cultural todavía algo provinciano, ha pasado lustros recibiendo los lanzamientos que vienen primariamente de Colombia y aportando con cuotas muy pequeñas de autores que publican en zona binacional. Bolivia apenas está esbozada en el mapa, aunque bien se puede rescatar las iniciativas editoriales de El Cuervo y Mantis, cuyas políticas de publicación les han conseguido estimulantes catálogos. Los años que el guayaquileño Leonardo Valencia (1969) pasó en Lima, o el astuto movimiento de relaciones públicas que la quiteña Gabriela Alemán (1968) urdió como representante de la narrativa ecuatoriana, pueden ser excepciones a estas tendencias. Mucho más no existe, aunque las editoriales ecuatorianas independientes, surgidas desde hace un lustro al calor de pequeños y temerarios proyectos, hayan incorporado lentamente a escritores latinoamericanos, pero sobre todo argentinos.
Si la circulación de propuestas culturales puede resumirse en este somero panorama, el del movimiento de la crítica literaria es aún más angosto. No es erróneo subrayar que la crítica procedente del territorio andino está confinada a espacios académicos usualmente estadounidenses, y se retrata mucho más pendiente de discutir a nivel nacional que a escala latinoamericana o regional. A esta tendencia contribuyen los premios literarios y los fondos concursables, usualmente cerrados para ensayistas extranjeros o no residentes. Con esto, y como lo decía ya Ignacio Echevarría en 2018, justamente en Quito, las literaturas nacionales salen, al menos desde los espacios que la crítica segmenta, fortalecidas en tanto realidades definidas. Desde allí emplean mapas mentales de asociación e interpretación, que suelen acabar donde acaba la distribución de su editorial o la incidencia de un documento académico. Así, después de la muerte de Antonio Cornejo Polar, resulta muy difícil encontrar críticos que asuman la producción andina como una geografía homogénea, o, al menos, con características similares. Peor aún: que incidan más allá de las aulas con su habilidad de razonamiento u originalidad de propuestas.
Si de localización de residencia de los críticos reconocidos de la zona andina se trata, el mapa se torna lóbrego: pocos viven regularmente en la región. Más poblados resultan los espacios que otorga la academia estadounidense. Pero el lugar de nacimiento no indica la preocupación estética. Es también prudente evitar la suma de cuatro países y así embelesarse por un agregado de producción crítica: Bolivia, Ecuador, Perú y Colombia casi no permiten que sus literaturas dialoguen, y si lo hacen, los ejercicios se consignan dentro un registro latinoamericanista. No hay, pues, especialistas literarios de “lo andino”. Hay peruanistas, ecuatorianistas, colombianistas, y, dentro de estos últimos, académicos preocupados por el Caribe, otra zona difusa y de muy compleja delimitación. En ámbitos como el de la circulación de libros, Bolivia es la región más olvidada.
En estos países la gran mayoría de ejercicios críticos contemporáneos han pagado justo o exagerado tributo al cisma que supuso la llegada de los estudios culturales y el pensamiento postestructuralista. La crítica literaria como tal ya no existe y, para bien o para mal, sus mejores retoños deben leerse como parte de la crítica cultural, multidisciplinaria y politizada, pero indiferentes ante las herramientas filológicas de que la literatura se dotó para examinar un texto. Si no se ingresa al repertorio de dolencias que ofrece la academia —usualmente estudios de lo menor, ya sea desde lo étnico, lo racial, la orientación sexual o política—, el marco de producción crítica queda aún más reducido, casi siempre confinado a colaboraciones en medios internacionales y un posterior ensamblaje de los textos en forma de libro. Así lo ha hecho Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), columnista en El espectador y ensayista de aliento más largo en medios como Letras Libres. Lector y escritor realista, brilla como epígono de Vargas Llosa. Aunque posee la ventaja de no haberse dejado encandilar por los excesos teóricos a la orden del día, Vásquez arriesga poco, neutraliza cualquier inserción en una crítica que vaya más allá del desarrollo de una interesante ocurrencia, y no se atreve tender puentes interdisciplinarios. Parece que sus estrategias de lectura no se hubieran enterado de nuevos modos de acercarse al texto literario, algunos de ellos imprescindibles, como reparar en las circunstancias y el lugar de enunciación. Esto sucede con “El arte de la distorsión”, su más conocido ensayo, que se resume en una elegante e informada propuesta de relectura de Cien años de soledad. A Vásquez no le preocupa el soporte en que se sitúa la crítica —como le sucedía a Monsiváis, por ejemplo—, los hallazgos literarios en latitudes no legitimadas o la lectura incisiva, poco piadosa. Como en Viajes con un mapa en blanco (2018), se ocupa del relato histórico convencional —de modo muy oficioso, por cierto—, y allí, o en periplos cosmopolitas y bien pulidos, inserta su reflexión literaria de rigor.
Por el contrario, el trabajo de Juan Cárdenas (1978) o Carolina Sanín (1973) sí busca ubicarse en otras coordenadas desde las que ejercer la crítica literaria, política y cultural. En el caso de Cárdenas, un ejemplo de búsqueda por remontar el lugar pedagógico y relamido de la crítica literaria usual se observa en Volver a comer del árbol de la ciencia (2018), especialmente en su venturoso examen de la figura y obra de Felisberto Hernández. En el de Sanín, en esa mezcla de crónica y ensayo que es Somos luces abismales (2018), donde en distintas ambientaciones ubica sus hábitos y modo de operación crítica, ya sea para ver cine, leer libros o examinar el devenir político de su país. Ambos son muy buenos embajadores de la crítica literaria de Facebook. Algunas de sus notas en esta red social han levantado debates colectivos: sesudas, estratégicas, eruditas y provocadoras; y no hay razón para pensar que allí no discurre la discusión pública sobre la cultura nacional, como cuando Sanín relató las vicisitudes que vivió cuando fue despedida de la Universidad de Los Andes, en Bogotá. Sería un despropósito separar la crítica literaria de la reflexión visual, política o personal en ambos escritores. La misma mirada que examina la literatura se planta sobre los sucesos cotidianos, la narcopolítica de su país o los dardos temerarios que lanzan contra sus opositores, por lo general críticos o narradores de generaciones anteriores o procedentes de otro espectro político. La presencia de Cárdenas y Sanín es una buena noticia, sobre todo si se la compara no con Vásquez, un aplicado y por momentos aventajado alumno de Vargas Llosa y Javier Cercas, en cuyo tono se regocija hasta el cansancio. Quienes quedan debiendo son escrituras anteriores, como la que abandera Héctor Abad Faciolince, cuyos libros de crítica —Palabras sueltas (2002), Las formas de la pereza (2007) y Traiciones de la memoria (2009)— rozan un simple impresionismo.
Aparte de la crítica de Valencia en El síndrome de Falcón (2008, 2020) y Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica (2017, 2018) el escenario ecuatoriano no es tan contrastado. Allí el académico Álvaro Campuzano Arteta lanzó un muy inteligente primer libro sobre las relaciones entre José Carlos Mariátegui y la literatura, titulado La modernidad imaginada. Arte y literatura en el pensamiento de José Carlos Mariátegui (1911-1930) (Madrid, 2017). El rigor y la originalidad de Campuzano se reduce en el caso de académicos como Diego Falconí Trávez y su De las cenizas al texto. Literaturas andinas de las disidencias sexuales en el siglo XX (2016), una poco original adaptación de la diversidad sexual al mundo andino, en clave de autores como Paul B. Preciado. Si Falconí acierta en incorporar sensibilidades relegadas en el campo de la crítica literaria más progresista, como la diversidad sexual, bien podría desmarcarse de la tan diáfana causalidad entre teoría literaria metropolitana y su automática aplicación a campos y formas sensibles que no necesariamente responden a los postulados que éstas preconizan. Pensando de manera revisionista, probablemente es tiempo de reflexionar sobre cómo las estrategias de enaltecimiento de las identidades pueden distanciarse del mercado culturalista y tensar la correspondencia entre texto y circunstancia, de modo que la ética textual no recaiga únicamente sobre representaciones de lo marginal o lo subalterno.
La crítica y la labor intelectual operan en América Latina también desde el escándalo y la apropiación de instituciones, y no siempre estas estrategias tienen resultados negativos. Esto, no obstante, no equivale a reconocer talento, en tanto lector o ensayista, a quien opera con tales coordenadas. Tanto aquellos libros como su movimiento público apuntan a un modo muy anglófono de pensar la labor crítica, basado en el trasvase de valor relativo de la obra, hacia la creación de un sujeto moral, como si el crítico, antes de serlo, tuviese que pasar por los filtros de delineamiento de una personalidad aceptada y aceptable no para estándares legales, sino morales. Esta estrategia de consecución de legitimidad resiente la imaginación de la escritura sobre las formas sensibles y, sobre todo, la propia “crítica de la crítica”, que ahora parte, en el mejor de los casos, de la biografía, y, en el peor, de la denuncia y el escándalo como baremo rector de sus evaluaciones.
No es nuevo que la crítica, habitualmente proclive a la confrontación de ideas y formas distintas de evaluar el ámbito de lo simbólico, se haya convertido en una herramienta de control social. Lo nuevo es el relativo consenso respecto al tránsito desde la obra hacia la persona como legitimadora de lo que se aprueba o descarta. Las consecuencias de la entronización del “pedestal moral” que debe acreditar el crítico están a la vista: hipertecnificación del lenguaje literario; politización y etiqueta progresista de estratos horizontales, absolutamente ajenos a los modos orgánicos e interclasistas de solidaridad política; y aproximaciones críticas derivativas, donde el discurso venció al texto y el impasse intelectual entre política y literatura se disolvió en la celebración de una muy neoliberal forma de ser de izquierda: la pompa por las políticas de la identidad y la muerte de la política de la igualdad, del sujeto común.
No de otro modo se puede observar el trabajo crítico reciente de uno de los más sensibles lectores del espectro literario peruano, Iván Thays (1968), quien mantuvo durante varios años un exitoso blog dedicado a noticias del mundo literario y que luego tuvo que soportar una serie de ataques nacionalistas “por criticar la gastronomía peruana”, la cual no era de su personal gusto. No era tanto que Thays hubiese sido la punta de lanza de la crítica literaria en los nuevos canales de discusión cultural: se trata, más bien, de la pasteurización del crítico hasta tornarlo en una suerte de metafigura clerical, sufriente y culpabilizado por sus privilegios biográficos en tanto condicionantes para elaborar lecturas supuestamente solidarias y empáticas para con la condición subalterna. Ante semejante presión, el oficio de la crítica se volvió una sustancia evanescente o fantasmal, siempre ladeando las contingencias que puedan derrocarla desde el sofisma biográfico. La cada vez más atenuada voz del crítico tiene como cauce natural a la crónica periodística latinoamericana, una extraña mezcla de radicalismo por el dato comprobable —el “fact checking” de The New Yorker— y soltura para narrar circunstancias o describir personas.
Mostrar es mejor que juzgar, parece decir la crónica, cuyos más notables expositores son los peruanos Gabriela Wiener (1975) y Julio Villanueva Chang (1967), y a este corresponde el mérito de haber fundado Etiqueta negra, nacida en 2002 y hoy desaparecida. Etiqueta negra publicó trabajos periodísticos de envidiable calidad, aunque allí se observó con mayor transparencia la transformación de críticos literarios en contadores de historias comprobables: gente preparadísima y de sensibilidad estética excepcional, escribiendo desde la contención que le permite el recurso de lo fáctico. El determinismo del juicio sobre el crítico en sentido amplio ha prevalecido sobre las dificultades de circulación, promoción y discusión regional. Lo sufrieron Heberto Padilla y Reinaldo Arenas, pero también Borges, Walsh, Benedetti, Rama o el buen Henríquez Ureña en sus tiempos.
Se recuerda frecuentemente que los caminos de la razón son inescrutables y ocasionalmente producen monstruos. Se olvida, sin embargo, que el patrullaje, las venias a las “autoridades” anglófonas y el puritanismo en la crítica literaria latinoamericana sigue produciendo un diálogo de sordos, un pobrísimo relativismo textual del que no se libra la relativa autonomía del texto y el frágil viaje de las ideas.