Durante un tiempo creí que yo tenía una lengua. Estaba segura: era definitivamente mía como lo era mi piel. Tuve esa certeza a los cuatro años, cuando mi padre me enseñó a leer. Estaba en mi boca, en la de todos, y estaba en las letras rojas y azules del silabario; y de allí a los anuncios, carteles, tiendas, cafés, y en numerosos avisos. Cientos de avisos. La ciudad entera llena de alfabetos, llamadas, guiños, disposiciones: Vicolo San Giuseppe, Non attraversare, Calzolaio, Poste italiane, Lavori in corso. Era como si ningún objeto y ninguna acción hubiesen existido antes de su aparición en la escritura: antes de que la littera le diera consistencia y plenitud. Una cosa era decir “gelato”, y otra muy distinta reconocer la suprema identidad del GELATO en un aviso en mayúscula en la heladería de la esquina. Descubrir la inmensidad de la lectura fue como acceder a la semántica del mundo a través del hilo que pasaba del silabario a la ciudad y de la ciudad al libro. De modo que conciencia de la lengua y conciencia de la lectura fue la misma epifanía que marcó mi primera infancia.
Esa lengua que creí mía, era en verdad la de mis padres y antepasados. Era una herencia cultivada y exaltada en todos sus matices: escrita, cantada, discutida, soñada. Amábamos la oratoria, la gestualidad exacerbada, la música, el melodrama. Todos eran lenguajes, es decir, evidencias de la pluralidad universal. Eran pliegues de lenguas entre lenguas; tonos; dialectos de dialectos que distinguían los acentos de una minúscula aldea, de otra situada a pocos kilómetros. Éramos los amos y señores del arte de la enunciación y la heteroglosia. Eso mismo. Un episodio familiar contaba que mi abuelo paterno (no el materno, quien había sido “expulsado” por la abuela por quedarse dormido en la ópera), debiendo enfrentar un juicio a raíz de una pelea de taberna, apartó al abogado que le habían asignado para defenderse solo, y mejor. Así era en aquel tiempo, cuando la lengua era mía porque era de todos, y yo me acunaba en ella como una Nereida en el Mediterráneo.
¿Cuándo se resquebrajó esa certeza? ¿Cuándo ganar y perder lenguas se volvió mi signo, y la perfecta metonimia de una extraterritorialidad existencial? Quiero pensar que fue con la emigración familiar a Venezuela a fines de los años 50, cuando la lengua materna empezó a ser desplazada discretamente hacia los laberintos de la subjetividad por el avance de la lengua adquirida. Tal vez hubiera ocurrido lo mismo con otro desencadenante. El mío, el nuestro, fue la emigración eufórica —más bien caleidoscópica por sus interminables efectos— y el sueño de un nuevo mundo en versión tropical-moderna contra la miseria de la posguerra. Fue el reencuentro con mi padre después de su partida, y su decisión ejemplar de abrir camino ejerciendo el máximo acto de libertad que se puede emprender: emigrar. Emigrar fue salir del envoltorio original, ganándole al azar de haber nacido en un lugar y un tiempo no elegidos. Y fue viajar, exponerse, explorar y confrontarse con todas las formas de la alteridad. Con su ejemplo, mi padre nos generó dos conciencias contradictorias y simultáneas: el derecho inalienable de transitar por el mundo y la eterna nostalgia de un espacio perdido. La libertad y la melancolía. Transterrados y libres, animales ecológicos antes que políticos, cargábamos la piel de aquel pastor errante de Leopardi y su pregunta metafísica sobre el sentido del universo y la fragilidad de la condición humana.
Sin saberlo, tuvimos así la oportunidad formativa que proporciona toda dislocación espacial con sus magníficas o terribles consecuencias: el gran lío de manejar nuestra herencia cultural que empezaba a trenzarse con otra, haciendo y deshaciendo un rizoma de conexiones invisibles. Y nos dejaba otro lío mayor, el único que realmente importa, el enfrentamiento abismal del “conócete a ti mismo” que subyace a todos los líos y problemáticas posibles: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy aquí?
Ese trayecto socrático que comienza con la emigración y nos distingue de los sedentarios se abrió como a golpes de Caribe. Pronto nos dejamos caribear por ese dejo amargo y dulzón del habla venezolana con sus creaciones portentosas: cachicamo, faramallero, bochinche, jurungar. ¿Cómo ser la misma después de semejante anti-etimología? Guimarães Rosa decía que toda palabra “tiene su sombra”. Y lo decía mientras esperaba el desenlace de sus enfermos en los caminos del sertão, tanteando la fonética de un vocablo en ruso que tal vez le serviría para sus insuperables onomatopeyas. Como médico rural que era vigilando la muerte, cortaba y esculpía con el fino bisturí de la poesía la sombra de las palabras y su metamorfosis. Hacía luz de las sombras, y de la muerte, vida genuina y regeneración.
Ni elección ni obediencia ciega a las circunstancias, parece imposible y desorientador determinar los motivos de la práctica —más que la preferencia— de un idioma en vez de otro de parte del escritor. Habrá interesantes investigaciones bio-bibliográficas, explicaciones neurológicas y perspectivas históricas que avancen respuestas fascinantes. Pero yo sigo sin saber hasta dónde se alarga la sombra de los continentes sobre el cachicamo.
Con la experiencia de la emigración, perder y ganar y volver a perder se vuelve parte del tránsito hacia un destino asignado. En ese sentido, el bilingüismo es una coraza de protección contra cualquier noción de exilio, de victimismo, y de obtusos patriotismos y nacionalismos. ¿Pero podría yo confiar en el lenguaje? Enfrascada en traducciones y diálogos entre lenguas ¿acaso no comprobaba la salvaje inadecuación a cada intento? ¿No era yo una impostora más? A menudo, la frase más simple no alcanzaba a cruzar el puente y las palabras se volvían vapor de agua, o saltaban hacia campos semánticos insospechados como pelotas asesinas, boomerangs contra el propio rostro. ¿Qué dices? ¿Qué quieres decir? Yo intentaba interrogar lo que había detrás del lenguaje, las ráfagas del silencio y de la pausa, ese espacio transicional de cruces asimétricos donde no existe predominancia, y donde la extraterritorialidad esencial no puede ser sometida a poder alguno. Yo quería la suspensión de toda intención, el vacío, el aire, la respiración, el prana. ¿Pero qué dices? ¿Qué quieres decir?
Más tarde, en la etapa en los Estados Unidos, pérdida y ganancia, transición y rovisionalidad, adquieren otros matices. Ahora es la lengua de la buena madrastra la que sufre amenaza de olvido y mistificación, en medio de una densa neblina de “ideas fuera de lugar”. Curiosamente, al segundo idioma de ese inmenso país no se le llama “castellano” sino “español”; América Latina es otra América Latina vista desde un punto de observación peculiar y a ratos folklórico; y, como si no fuera suficiente, la letra eñe ha desaparecido de todos los teclados. La mayoría de los intelectuales latinoamericanos que viven y trabajan en Estados Unidos tienen la libertad de escribir, publicar y dictar clases en español. Para algunos es una posición visceral defendida hasta con los dientes (la historia de las relaciones entre el norte y el sur podrían explicarlo mejor). Tal vez se piensa que operar en un inglés elemental de acrónimos y abreviaturas incomprensibles permita flotar en la superficie para no seguir perdiendo en lo profundo. Pero son estrategias que acarrean otro tipo de pérdida: es “escribir en el aire”, como afirmaba agónicamente el maestro y crítico peruano Antonio Cornejo Polar, lejos de las referencias que constituyen el suelo fértil de la cultura latinoamericana.
¿Pero cuáles referencias? Mientras escribo esto, aislada en un pacífico pueblo universitario de New England, miles de hombres y mujeres mueren por una pandemia global que nos ha arrojado al más oscuro calabozo del Medioevo junto a la parafernalia tecnológica más sofisticada del siglo XXI. Esta catástrofe podría hacer aún más inocua o intrascendente la pregunta sobre la libertad que tiene el escritor de escribir en una lengua que no es la materna.
Sin embargo, el hábito de la errancia melancólica insiste, y vuelven a atarse los hilos de la memoria en su tela jamás terminada. Aún puedo escuchar a mis padres cuchicheando en aquel léxico privado que habían inventado para que los niños no supiéramos sus secretos. Todavía hoy, mis hijos, herederos del mismo vicio, practican una a-silábica e ininteligible lengua “filipina” para acariñar a sus animales, hecha de resoplos, caricias, gruñidos y toques misteriosos de glotis que obtienen un alegre concierto sonoro como respuesta. Durante un breve período de prueba como mecanógrafa en el Consulado de Italia en Venezuela, asistí repetidamente a la perplejidad y desesperación de los italianos al enfrentar formularios por llenar escritos en la “lengua del consulado”; es decir, en el código especializado de una burocracia no muy distante de la ficción kafkiana. Entre los cuentos del desierto —otro capital narrativo acumulado en los años vividos en Trípoli por mi abuela y su hija menor encargadas de un dispensario médico— hay uno sobre un peregrino que a duras penas baja de su camello para que le curen una herida infectada. El relato de mi tía se esmera en los detalles de la cura, el uso del instrumental improvisado e inoperante para las manos de una niña, y en la emergencia que exigía acciones inmediatas. Yo quería conocer el origen de los eventos e insistía en saber cómo hablaba el herido, si era en árabe o en italiano. Quería saber el idioma del contacto. Pero ella cortaba abruptamente el relato: Él solo decía ay, ay, ay. Él hablaba la lengua “universal”.
Nadie puede decir que posee enteramente una lengua, un territorio, un reino seguro. Pero no por confusión babélica o por un ambiguo cosmopolitismo, sino porque muchas lenguas y voces nos atraviesan y diversifican nuestra identidad tironeada por los dualismos. Vivimos inmersos en la multiplicidad que nos renueva y contraría, y no hay ningún atajo en el viaje hacia la síntesis final de una vida. El español, el italiano, el siciliano, el inglés, el portugués —y también la celebración en “filipino” y la “lengua universal” del sufrimiento— han sido para mí discursos abiertos y caminos hacia la indagación antropológica y ontológica de la complejidad humana. Pienso que la literatura ha sido el principio regulador capaz de equilibrar todos los opuestos y fragmentaciones de este recorrido personal que intento vanamente articular.
Quisiera creer que se trata de una regulación que nunca termina, que me hace semejante a todos los de mi especie, y que, de cierta manera, constituye la salvación de todos los que aman la literatura.
Margara Russotto
Amherst, 7 de abril 2020
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