Rodolfo Enrique Fogwill había logrado que lo llamaran Fogwill, a secas. Su apellido era también su nombre y una marca de fábrica. A fuerza de hablar y hablar en determinado espacio y tiempo (los primeros ochenta) logró la identidad necesaria como para generar rechazo, admiración, miedo, epifanías, sorpresa, fastidio, argumentos y sensaciones así de diversas entre quienes lo leían. Todo lo demás fue una repetición de esas posturas con variaciones y agregados.
Ese nombre sintetizado en el apellido venía a decir que sus escrituras de posicionamiento político y cultural sobre los presentes, en especial sus ensayos e intervenciones periodísticas, formaban parte de una gran masa en bloque llamada Fogwill, que se presentaba sólida y estoica, con pocos adornos, con cierta sobriedad. Hacía el alarde del que muestra el único lado posible que tienen los conflictos y las vanidades. Lo hacía de una manera conflictiva y vanidosa. Hablaba para combatir la doxa, pero ese decir estaba poblado de una solidez que permanecía hasta cierto punto. El encanto de sus sentencias sin rebusques, amparadas generalmente en una batería de datos y detalles rarísimos, dejaba paso, después de que se la leía con cualquier sensación que fuera, a un aire de refutación o de matiz, que cualquier lector siempre necesita para seguir pensando en lo leído. A su manera, quién sabe si a su pesar, Fogwill dejaba lugar a que la lectura se frenara en el momento anterior a que le creamos todo. Hacía pensar otra vez lo pensado porque desmoralizaba.
¿Desde dónde hablaba? ¿Existía ese lugar? Hasta ahora no escribí la palabra “crítica” y Fogwill era un crítico. Criticaba y renegaba sobre un pilón de cuestiones que estaban todas atadas a la cuestión materialista. Si mantuvo algo de su formación sociológica y trotskista temprana a lo largo de toda su vida, fue su vocación por materializar los contextos. Hablaba desde un lugar concreto, más allá de que escribiese en su oficina de marketinero o desde su departamento desordenado o desde la cárcel de la avenida Caseros, en la que estuvo preso un par de meses por emitir facturas truchas a alguna multinacional. Esos eran los domicilios, pero cada espacio constituido para la ocasión era un edificio de argumentos establecido por tics retóricos y frases bien claras, propios de quien mientras es crítico armoniza y ritma lo que dice con una vocación de cantante: porque tiene un saber estético y porque hay una platea dispuesta a escucharlo o leerlo con la actitud de quien antes de pagar la entrada dijo “veremos qué hace hoy”. Esto quiere decir que había algo de goce y algo de pleitesía en cada unx de sus lectores, aún en los que después de leerlo carajeaban. Es que el Fogwill, la marca, iba quedando. Ese era el lugar, en definitiva, desde donde hablaba, que se encargó de construir con el tiempo, con un destino de cierta soledad: en algún punto terminó hablando solo y esa soledad es tanto índice de su libertad como producto de su gracia polémica muchas veces “porque sí”, para la tribuna. Siempre se supo que Fogwill amaba cantar, generalmente piezas de ópera.
En sus textos críticos hay una música de fondo incidental. No una música pasajera, estetizante, sino una especie de amenaza, un bajo continuo de engranajes que hacen el ruido de la Historia que Fogwill conocía bien para reírse de ella. La Historia con mayúsculas era siempre el trasfondo que había que escuchar. Si hablaba de la historia con minúsculas era para desmantelar corrillos, sentidos comunes, modas, moralismos, estupideces o simplemente para quejarse de lo que no le pertenecía a su catarata de dogmas. Porque los tenía, pero entramados en una retórica bastante transparente y decidida. Parecía que sus grandes martillazos se le ocurrían en el momento, pero “el momento” llegaba porque había atrás toda una máquina de construir datos y argumentos cargada de cinismo, inteligencia, arrogancia, violencia verbal, humor, temeridad y salidas espasmódicas. Un buen ejemplo de todo esto lo encontramos en dos textos complementarios. La extensa entrevista de 1997 con lxs editores de la revista El ojo mocho, editada mucho después como libro bajo el título Diálogos en el campo enemigo y el ensayo “Cuadros” del mismo año, una serie de retratos sobre militantes y/o teóricos amigos (muchos de ellos desaparecidos) de los años sesenta y setenta, compilado en Los libros de la guerra.
Alguna vez le encomendaron que escriba un autorretrato. En la última página dice esto:
Sé que no he escrito ni una página que me atreva a publicar que no proceda del dictado de una voz. A veces paso semanas, y hasta meses sin escucharla. En periodos de vida ordenada, alimentación natural y bienestar o armonía social, desaparece. El desorden y los conflictos la vuelven a convocar. No he escrito nada que merezca atención sin haber estado sintiendo en el curso de la copia del dictado de alguna emoción del orden de la hostilidad, la rabia, el odio, la envidia y la indignación: formas confusas del conflicto social anuncian algo muy vago. A veces me creo a un paso de comprenderlo y fracaso. Ahora pienso que no dejaré de escribir hasta haber dado cuenta de ello.
Creo en la verdad, adhiero a la noción de sentido, cuido la consistencia de los actos y persigo el ideal de autentificación de mí. Esto que afirmo, no tiene nada que ver con la literatura. Sé que la obra literaria nace cuando no hay nada que afirmar, sino todo lo contrario.
Este fragmento es todo un programa de cómo intervenir. Está clara la idea de que esa “voz” no es solo musical, como a veces ponderaba, sino que es musicalmente conflictiva. Sube y baja con disritmia. Esconde tonos y timbres disonantes. Y algo más: se escribe para comprender. En ese lema está una de las grandes razones del ensayo polémico, además de las de su literatura. Hay que pensar juntas la conciencia y el “estar en contra”: la autentificación era una forma de la venganza, sucedían a la vez, sin saber cuál era efecto de la otra.
Una de las intervenciones más recordadas de Fogwill, de las que más se sigue discutiendo, de las que quedaron como rasgo de sus maneras de pensar, negar y afirmar, es “La herencia cultural del proceso”. El ensayo salió en una revista emblemática de la época, El Porteño, a los pocos meses de la vuelta de la democracia en Argentina, en mayo de 1984. En un ensayo sobre todo lo que queda de una época en otra. Con lo cual es también una manera de poder discutir la idea de que los cambios de época son tan tajantes. Y en Fogwill las razones de la continuidad están en la estructura económico social y en la lengua, en cómo se dicen las cosas. “La realidad por definición es mentira”, entonces se trata de ver qué hay detrás de la realidad; ese atrás no existe, es lo mismo que el adelante. Es un mismo plano. No hay un atrás sino una forma oblicua (paranoica, sospechosa) de indagar. Generalmente habría cuestiones concretas, intereses materiales que, si se los hereda como “inconmensurables”, se mantienen tal cual están. Algo así como la trampa de la cultura.
Hay dos cuestiones, o dos herencias claves. Por un lado, la política como herencia, como algo que se hace por el peso de lo anterior, de los triunfos de lo anterior sobre “lo nuevo”, que entonces no lo es tanto. La democracia como práctica social totalmente estructurada y limitada por lo que ese “Proceso” cívico-militar-económico dejó hecho. “La democracia es un mal menor” para los poderes reales. La democracia no había sido un producto de las luchas populares sino la consecuencia de algunas derrotas de la dictadura cuando las transformaciones sociales ya se habían hecho. Las intenciones democráticas heredadas, tal como estaban, eran para Fogwill un “volverse contra la apariencia de las cosas, sin operar sobre la verdadera entidad de las cosas”. Esa verdad estaba en los cambios profundos, que continúan hasta hoy, que la dictadura había logrado en términos de distribución de la renta, monopolios, estructura social y capacidad especulativa de las grandes zonas de la economía: la flexibilización del capital.
La segunda herencia es un debate más complejo. Fogwill intenta desbaratar lo que llama “El show del horror”. ¿Qué sería ese espectáculo? Las intenciones del Estado y del “progresismo” literario, de montar “un teleteatro para enseñar a las nuevas generaciones lo que va a sucederles a quienes intenten transgredir los límites del disenso permitido”. Lo que estaba pensando Fogwill es lo que alguna vez pensaba Walter Benjamin, la idea de que la pregunta acerca de “¿cómo puede ser que haya pasado esto?” es también la consumación de la derrota, la imposibilidad de pensar más allá de la derrota. Los temas del horror, la violencia, la Justicia, se “rumian” pero no se tocan, se expresan, pero no se ponen de frente.
Es por estas dos razones, que son a la vez diagnósticos de las herencias de la posdictadura, que Fogwill propone “lo impensable” como método, como estímulo, ejercido desde un modelo intelectual condenado como “intolerable”, exorcizado por la cultura oficial. Esa era su premisa para “zafar” de esa encerrona heredada. En ese verbo, en la acción del que zafa, del que se escurre, con los costos y los riesgos que implica, se nota algo de lo que Fogwill fue.
El lugar desde donde hablaba era el terreno de un ejercicio permanente de búsqueda de la lucidez, no sin periodos de exageraciones o contrapuntos con sus propias intenciones. Parecía cercano a ese lema sartreano de que el precio de la libertad es la soledad, una soledad de ocurrencias, no de lectores ni pares que lo respetasen. Hablaba desde un terreno movedizo, difícil de prever. A su criterio, totalmente transparente. A ese lugar se le veían los hilos o Fogwill los veía. Lo que pasa es que, ante algunos fenómenos, ni el crítico ni nadie puede hacer nada, las cosas y lo social se le vienen encima. Solo puede decir, diagnosticar, dar juicio: generalmente las cosas suceden igual, con sus propias lógicas y paradojas.
Hay un latiguillo en Argentina que suele tener un tono desdeñoso y creo que puede ser algo más. Al menos quiero dejarlo en su forma neutral. Es cuando alguien, ya cansado de una discusión, le dice a la otra persona: “pero vos siempre tenés algo para decir”. ¿Qué querrá decir esa frase?
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