El siguiente texto recoge extractos de la charla que se llevó a cabo en Norman, Oklahoma, el día 26 de octubre de 2018, con motivo de la XIV Conferencia Tierra Tinta organizada por los estudiantes de postgrado en literatura latinoamericana del Departamento de lenguas, literaturas modernas y lingüística de la Universidad de Oklahoma. En esta ocasión, Juan Villoro fue invitado como orador de orden (keynote speaker).
Voy a hablar de un tema que tiene que ver parcialmente con la literatura y parcialmente con el contexto en el que ocurre. Cuáles son los desafíos de hoy en día para ejercer la ficción y el periodismo, en una época donde la realidad está siendo distorsionada o transformada por nuevas plataformas de representación del mundo. Ustedes saben que en la dicotomía famosa que hizo Arthur Schopenhauer entre el mundo como voluntad y representación, trató de abordar de una vez por todas el tema de la acción humana, comparada y puesta en tensión con la representación humana de la realidad. Es decir, la existencia ocurre necesariamente en dos velocidades: el mundo de los hechos y la representación que existe de esos hechos en la consciencia de quienes participan en ellos. La literatura forma parte de esta representación del mundo de los hechos, y en esta medida, es su espejo, pero también constituye una segunda realidad. Es importante tomar en cuenta que los productos de la literatura no necesariamente son productos que escapan a lo real; por el contrario, nosotros a través del sistema de símbolos de la literatura, podemos entender nuestra realidad de mejor manera e incorporar a ella productos que han sido meramente imaginarios. ¿Quién diría que el Quijote no pertenece a la realidad? ¿Quién diría que Shakespeare no ha transformado nuestro mundo?
Cuando estuve en la Universidad de Yale, tuve la suerte de asistir a un seminario impartido por Harold Bloom, el gran intérprete de la literatura de Shakespeare, que tenía como título una frase que me parece muy reveladora e incluso provocadora: “la originalidad en Shakespeare”. La tesis fundamental de Harold Bloom es que el mundo actual ya es tan shakesperiano que resulta muy difícil remontarse a ese momento primero en donde eso no existía, en donde lo Shakesperiano era absolutamente novedoso y desconocido. Entonces llegar a ese momento de ruptura cuesta trabajo, porque hoy en día personas que no han leído a Shakespeare pueden decir que dos chicos enamorados son como Romeo y Julieta, o que alguien es tan celoso como Otelo. En otras palabras, el repertorio de temas shakesperianos ha transformado nuestra realidad, pues la realidad de la literatura tiene que ver con el mundo de los hechos, en la medida en que los interpreta, los pone en cuestión y los transforma.
Dentro de la literatura, a mí me ha interesado cultivar tanto la ficción como la no ficción y creo que, al hablar de esta dicotomía, de lo que es testimonial y de lo que es imaginado, no estamos hablando de una dicotomía entre la verdad y la mentira. Creo que es una simplificación innecesaria decir que la literatura pertenece a la mentira; creo que la literatura, como lo he dicho en el caso de Shakespeare o de Cervantes, pertenece a nuestra realidad en la medida en que la concepción del mundo, su representación, forma parte de lo real. La diferencia entre testimonio y ficción no es la diferencia entre la verdad y la mentira, sino exclusivamente la diferencia entre lo verificable y lo no verificable. Es decir, la literatura de ficción tiene que ser comprobada en la realidad, pero no por ello se sustrae de la realidad y deja de pertenecer a ella. La literatura de ficción forma parte de una realidad, aunque no tenga que ver con un principio de verificación. Entonces esto me parece que es central para entender la tensión que puede haber entre ficción y no ficción.
¿En qué momento estamos nosotros respecto al ejercicio de los muchos campos de la ficción (la novela, el relato, la novela breve), la poesía y la no ficción (el ensayo, el testimonio, el reportaje, la crónica)? Creo que estamos en un momento fascinante y aún por definirse de la representación del mundo que tiene que ver con las nuevas plataformas digitales, las redes sociales, toda la transformación virtual de la realidad. Estamos asistiendo al nacimiento de códigos comunicativos que aún no dominamos del todo. En los años sesenta del siglo pasado Marshall McLuhan, el comunicólogo canadiense, profetizó que llegaría una nueva era dominada por los medios audiovisuales, y a partir de eso él advirtió que las relaciones entre las personas iban a cambiar y que iba a haber lo que él llamaba una retribalización de la especie, es decir, iba a haber códigos visuales más importantes que los códigos escritos. Una de las paradojas de sus teorías es que escribió un libro extraordinario para hablar del fin de los libros. Este libro se llama La galaxia de Gutenberg. Ahí él hablaba del fin de los procesos escritos y de las sociedades que se habían fundado en la letra, para pasar a una nueva etapa en donde las tribus del futuro se comunicarían con medios audiovisuales. Era el gran momento de la televisión comercial y de las familias que se reunían; así como una tribu se reunía en torno a una fogata, se reunían en torno a una televisión. Esta percepción colectiva de los programas llevaba, decía él, a una nueva actitud tribal: ver en colectivo un mensaje. Y había mensajes extremadamente importantes que no solamente se articulaban en torno a lo que veía una familia, sino a lo que veía el planeta entero. Pensemos, por ejemplo, en la llegada del hombre a la luna; algo contemplado por todo el planeta en sintonía. Esa es una situación que hoy en día no se da, porque hay una dispersión de la atención mediática, pero en aquel momento era muy importante tomar en cuenta que podía darse lo que llamó también McLuhan “la aldea global”, es decir, el planeta unificado en torno a un mismo mensaje. Esto que planteaba McLuhan no se cumplió, como él profetizaba, porque la gran renovación tecnológica posterior fue la computadora personal. Eso hizo que la cultura del alfabeto que él consideraba que sería obsoleta adquiriera nuevo vigor, a través de unos aparatos alimentados de letras, llamados computadoras, que hoy día todavía usamos.
Ahora, en el presente, el gran desafío es la realidad virtual. Una realidad conjetural en la que pasamos buena parte del tiempo. Se trata de un proceso novedoso; tan novedoso que me atrevo a decir que somos los bárbaros de una nueva civilización. Apenas estamos aprendiendo los códigos de uso de esta nueva realidad. En una famosa canción, John Lennon dijo: “la vida es lo que sucede mientras hacemos otras cosas”. Es decir, la sustancia de la vida se nos escapa; no captamos su esencia porque estamos distraídos haciendo algo. Y la entendemos mejor como pasado cuando la recordamos, o como futuro cuando la anhelamos, pero difícilmente somos capaces de captar el instante en toda su intensidad. Esta frase dicha antes de la realidad virtual, hoy en día se ha vuelto más compleja y más urgente en la medida en que pasamos buena parte de nuestra vida representándonos a nosotros mismos en espacios virtuales y tenemos un PIN para entrar a una cuenta, tenemos un password, tenemos muchas veces un alias, un seudónimo con el que entramos en Twitter, etc. Esta capacidad del ser humano de llevar una existencia en el mundo de los hechos y, al mismo tiempo, representarse a sí mismo de manera espectral, en un simulacro de identidad que tiene que ver con las plataformas digitales, es un nuevo fenómeno que antes no existía y que pone en cuestionamiento los discursos de la letra. ¿De qué manera interactuamos con este mundo?, ¿de qué manera lo virtual tiene que ver con lo real? Se han dado fenómenos importantes, en Japón se habla de los hikikomoris, los autistas electrónicos que pasan tanto tiempo frente a la pantalla que ya son incapaces de regresar al mundo de lo real. Hemos tenido también una pérdida de nuestra esfera privada; nuestros datos personales son vendidos en bancos de datos para compañías que nos ofrecen productos en red. Yahoo, por ejemplo, recoge 2500 datos mensuales de cada usuario, de los 250.000.000 de usuarios que tiene, y los comunica a empresas que quieren tener esos datos personales.
También el espionaje se ha convertido en una constante. A partir del caso Snowden, sabemos que los principales centros de inteligencia no están vigilando amenazas externas, sino la vida común. Es decir, cualquier ciudadano es sujeto de vigilancia, investigación, etc. Hemos perdido en alguna medida la esfera de la vida privada, lo cual hace que la literatura sea uno de los últimos reservorios de vida privada que existen. Escribir un cuento sobre la intimidad de una persona es de cierta manera un acto de resistencia en un mundo donde la intimidad se está perdiendo.
La historia de la literatura es la historia de la progresiva conquista de la intimidad. Muchos textos se escribieron para ser creídos, fueron vistos como manuscritos hallados. Ante la pregunta: ¿quién es el que habla?, alguien decía: “yo encontré este texto en algún lugar”. Es el caso célebre de El Quijote, que no es un texto manifiestamente escrito por Cervantes. Teóricamente un autor árabe lo escribió, y es Cervantes quien se convierte, no en su padre, sino en su padrastro. Es quien adopta el texto y, a partir de esa adopción, le da mayor legitimidad a su texto porque él mismo padece las dificultades para encontrarlo. Nos dice “mandé traducir la novela, no me llego a tiempo la traducción; mientras tanto les doy una novela para que se entretengan en lo que consigo la traducción”. Es decir, está jugando metatextualmente con el propio manuscrito. Él lo recibe, lo acoge, y en esa medida lo hace creíble porque nos da la fuente, el origen, nos informa cómo llegó a sus manos. No es algo que, insólitamente, aparece en un libro, pues da cuenta de los lugares en donde un autor podía encontrar historias escritas en árabe. Entonces, la literatura ha tenido siempre un origen que se trataba de explicar de esta manera y luego vemos toda la literatura en tercera persona, el narrador omnisciente que es una especie de Dios que conoce todo lo que ocurre en la mente de todos los personajes, y progresivamente la literatura va adoptando una conducta y una visión de lo individual, e incluso de la consciencia. O sea, la literatura va conquistando un territorio progresivamente interior; y vemos que algunas de las principales novelas del siglo XX son novelas que tienen que ver con el monólogo interior, con el flujo de la consciencia, el famoso stream of consciousnes. Por tanto, si la literatura tiene que ver con una progresiva conquista de la intimidad, y la vida que tenemos hoy en día requiere, en cierta forma, de intimidad para poder ser funcional, en la medida en que estamos siendo objeto de vigilancia y de manipulación de nuestros datos personales, creo que la literatura adquiere desde el punto de vista social y de su importancia en el contexto cultural un peso muy grande, porque es un reservorio de intimidad extraordinario. Estamos ante la posibilidad de entrar en contacto con una consciencia que, incluso, en el caso de libros como Ulises, en su famoso monólogo final, o la literatura de Virginia Wolf, o de tantos otros autores, nos pone en contacto con los pensamientos aun no formulados, la asociación libre de ideas de un personaje que experimenta el flujo de la consciencia.
La literatura tiene esa condición de mantener lo individual, y creo es uno de sus grandes acervos. Esta concepción de la consciencia individual atañe a la literatura de ficción (a la novela, al cuento), pero también tiene que ver con la literatura de no ficción (con el testimonio, con la crónica), porque la literatura de no ficción depende en buena medida de tratar de captar los pensamientos de los testigos reales de un suceso para transmitirlos en la crónica. Cuando Gabriel García Márquez escribe Relato de un náufrago, lo escribe en primera persona, entrando en la piel del protagonista de este relato. Este texto se publica originalmente en fascículos en el periódico El Espectador de Bogotá, como si lo hubiera escrito el propio naufrago, sin asociarlo con el nombre de García Márquez. No será sino hasta que se convierta en un escritor famoso que el libro será recuperado bajo su nombre y él, en un gesto que pone en evidencia que entiende que el coautor de este texto es el propio náufrago, le da los derechos de autor al náufrago. Hay que tomar en cuenta, desde luego, que ya García Márquez no necesitaba más derechos de autor, porque se había hecho muy famoso con Cien años de soledad. Entonces, es claro que la posibilidad de entrar en una consciencia ajena también atañe al testimonio. Uno de los aspectos más ricos de la crónica es que justamente combina recursos del reportaje testimonial con recursos de la literatura que permiten investigar, indagar la vida interior de quienes protagonizaron una historia o de quienes fueron testigos de ella. La consciencia también se somete a reportaje, y eso creo que es una de las cosas más interesantes de la crónica contemporánea. Por ejemplo, uno de los maestros de la crónica del siglo XX, Richard Kapuscinski, tiene como uno de sus preceptos esenciales el considerar que toda persona tiene derecho a ser neurótica, toda persona tiene derecho a estar irritada, a no dar la información correcta, a estar alterada; entonces, buena parte de sus crónicas –y no necesariamente crónicas de personas que uno asociaría con un temperamento turbulento sino simplemente crónicas en África con gente común– procuran transmitirnos, no solamente cómo esta persona está viviendo o desempeñando su oficio, sino también cómo esta sintiendo, cómo esta pensando y cómo está soñando. Hay una interiorización del reportaje, y creo que eso lo vuelve particularmente importante.
En el contexto en el que vivimos ahora, parece que hay una pugna compleja, y creo que la literatura inevitablemente tiene que participar de ella, entre la representación más o menos homogénea de un mundo que vemos en las múltiples pantallas que consultamos (la televisión, la computadora, la pantalla del teléfono celular) y la representación que se da en la literatura. Y esto ha llevado a discursos en cierta forma oponentes: el famoso caso de las fake news que fue tan discutido durante la campaña de Donald Trump, aquí en Estados Unidos, y que, por supuesto, se discute en otras campañas políticas; la distorsión de la realidad que puede suceder en muchas plataformas donde no hay un filtro; un tribunal que acredite que eso es verdadero, que eso fue verdaderamente identificado. Todo ello nos alerta sobre el hecho de que hay una distorsión de la realidad cada vez más grande, al grado que en el año 2016 el diccionario Oxford, que cada año escoge una palabra para definir ese momento, escogió la palabra “posverdad” para señalar que 2016 había sido un año en donde se había manipulado la información. El concepto de posverdad no es asimilable del todo al concepto de mentira, porque el concepto de posverdad es una distorsión de la realidad con un fin ulterior. Es una manipulación deliberada de la verdad, muchas veces con fines políticos. En ese sentido se trataría de una mentira, pero con una intencionalidad ideológica y de ahí que el concepto haya ganado fuerza a pesar de que ya existía una palabra como mentira. En un momento en que la realidad está siendo distorsionada de esta manera y en que el twittero más influyente del planeta es Donald Trump, quien ha dicho tantas cosas de mi país que desde luego requieren de discursos oponentes, se necesitan espacios en donde la verdad pueda tener otra posibilidad de ejercerse. Y ahí es donde yo creo que la crónica hoy en día se vuelve particularmente importante. Yo creo que estamos en un momento en que se ha distorsionado tanto el uso de la verdad, que necesitamos volver a encontrar discursos y narrativas que se acerquen a una relación más certera con la realidad. Parecería, si vemos el entorno de la mediosfera de las redes sociales, que el mundo de los hechos se ha desvanecido cada vez más y que nos cuesta trabajo llegar a él, porque tenemos que pasar por muchas más filtraciones. Ante el fenómeno adictivo de las redes sociales y ante la circulación exagerada de noticias no necesariamente verdaderas en las redes, uno se pregunta ¿dónde quedó la realidad? ¿Acaso ha desaparecido? Y es ahí donde creo que es cada vez más urgente reivindicarla a través de la escritura.
Esto no es fácil, porque uno de los efectos secundarios de Internet es que terminó con la industria de la música, prácticamente las disqueras ya no tienen ningún sentido comercial, y actualmente está terminando con el periodismo como modelo de negocios independiente. Es prácticamente imposible que un periódico viva exclusivamente de sí mismo. Esta es una situación muy grave para la subsistencia de los periódicos hoy en día, pues los anunciantes ya no acuden tanto a las páginas impresas debido a que hay acceso libre a las noticias en Internet. En este contexto, un periódico puede seguir adelante si forma parte de un conglomerado comercial, es decir, si tiene otros intereses económicos que lo respalden. El periodista y novelista español Manuel Vásquez Montalbán decía: “la primera lección que debe saber un periodista es quién es el dueño de su periódico”, porque ahí están los intereses que se van a defender y ahí están los límites de la libertad de expresión. Toda libertad es relativa, toda libertad está acotada, y la del periodista tiene que ver, desde luego, con el espacio en el que ejerce su trabajo. Pues bien, la mayoría de los periódicos hoy en día, que todavía pueden subsistir, requieren negocios paralelos para hacerlo. Esto dificulta en buena medida que puedan tener una conducta totalmente independiente, porque hay intereses creados y hay un necesario tráfico de influencias para que todos estos negocios puedan sobrevivir. Es una situación compleja, porque, si queremos tener una cobertura de noticias verdaderamente independiente, no necesariamente la vamos a obtener de un medio que tiene otros intereses que los de la búsqueda de la verdad. Por eso creo que, por un lado, hay una urgencia social de encontrar fuentes acreditadas que busquen la verdad y la defiendan, del mismo modo en que hay una necesidad social de acudir a discursos de la intimidad que puedan ser garantizados por la literatura. Esta tensión en la que estamos viviendo hoy en día me parece, por un lado, fascinante, y por otro, sumamente preocupante. Digamos que hay un déficit de lo individual y un déficit de lo verdadero en nuestra sociedad. Creo que el periodismo y la literatura son formas de defensa de lo individual y de lo verdadero hoy en día.
Me interesa detenerme un momento en un género que me parece particularmente importante y que vincula literatura con periodismo, que es el género de la crónica, porque, como decía hace unos momentos la crónica se beneficia de recursos testimoniales, pero también de recursos eminentemente literarios. Una buena crónica puede haber sido escrita hace mucho tiempo y no necesariamente la leemos para enterarnos de una noticia, sino la podemos leer a través del tiempo para saber cómo ocurrió eso en tal momento y cómo afecto a ciertas personas. Desde el punto de vista cultural me parece que la crónica es el género que mejor vincula lo público con lo privado. En ocasiones leemos una noticia y nos impacta estadísticamente; sabemos que hubo doscientos muertos en un tsunami, pero no nos impacta emocionalmente porque no sabemos muy bien lo que sucedió. El dato es fuerte, pero para entender cabalmente lo ocurrido, necesitamos un relato que articule la vida individual de esas personas con el suceso público del que nos estamos enterando. Esta vinculación entre lo público y lo privado creo que se puede dar de manera excepcional a través del género de la crónica, que procura transmitirnos la vida privada de los datos; y eso es muy importante, la vida privada de la información, que no solamente es una estadística. Hay ejemplos notables de cómo nos afecta algo individual, vivido en clave íntima que pertenece a un suceso colectivo. Por ejemplo, creo que un modelo narrativo muy importante es el museo que hay en Hiroshima que habla de la bomba atómica. En este museo vemos objetos que fueron destruidos por la caída de la bomba y cada objeto tiene una pequeña cédula que cuenta una historia privada: quién era el dueño de este reloj, quién era el niño que iba en ese triciclo, quién era la mujer que usaba ese kimono. De este modo los objetos que vemos como datos calcinados por el fuego atómico, adquieren una biografía única y esto resulta importante porque podemos sentir empatía, nos podemos identificar con los sucesos. Creo que uno de los recursos más importantes de la crónica es precisamente el de generar una empatía en el lector, haciendo que un suceso lejano, una noticia cualquiera se convierta en algo que puede tocar emocionalmente a quien lo lee; y me parece que ahí es donde juega sus principales cartas éticas, en el sentido de que cuando nos identificamos con una realidad, por distinta o lejana que sea, sentimos que es necesario que eso ocurra de otra manera, o no se repita, es decir, hay una empatía necesaria. Probablemente ustedes han visto la película Spotlight, que trata de una investigación de abusos sexuales cometidos por sacerdotes en Boston, cuya investigación es realizada por el Boston Globe. La última escena de la película es la reacción de los lectores al momento que se publica esta información. Es tan convincente la información que se publica, que en ese momento el encargado de coordinar los reportajes está solo en la sala de redacción y escucha de pronto que comienzan a sonar los teléfonos con llamadas de los lectores que se están identificando con el tema y quieren hacer otras denuncias. Por lo tanto, identificarse, entender la realidad, asumirla como propia, hacer un pacto de empatía es esencial para que haya una repercusión ética del testimonio. Esa es una de las cosas que puede lograr. En un mundo en donde hay un déficit de manejo de la verdad, es muy importante procurar datos reales, pero, al mismo tiempo, crear narrativas que los hagan, no solamente verosímiles o interesantes para los lectores, sino que puedan tocarlos emocionalmente. Ahí es donde la crónica requiere recursos literarios para entrar en la vida individual de los testigos, para transmitir sus emociones, sus sentimientos, y relacionarse con los lectores de una manera empática.
Esta indagación en la vida íntima me parece que es absolutamente central a la crónica, y que también representa un valor social en un mundo donde la esfera de lo individual, la esfera de lo íntimo esta perdiendo peso. La literatura es, pues, una reserva de situaciones individuales, pero también creo que debemos ver en ella un acto de resistencia respecto al empleo del tiempo. Hoy en día vivimos en el presente, en la inmediatez, en este presente que se nos escapa, en donde no sabemos muy bien dónde queda la realidad. La literatura propone una administración diferente del tiempo, pues, en su propia estructura, remite a procesos temporales. En busca del tiempo perdido de Marcel Proust es, por supuesto, la recuperación de un pasado amplio, algo que difícilmente tenemos hoy en día. Si nosotros entendemos que el ser humano se mueve en conceptos básicos espaciotemporales, podríamos pensar que en cierta forma hoy en día el espacio es más significativo que el tiempo, en la medida en que entrar a una página web, entrar en Google, es entrar a un espacio en el que todos los momentos son un presente. Por tanto, si queremos una noticia de cualquier época, y esta noticia adquiere presencia en ese instante, queremos hacer una transferencia y la transferencia es instantánea. Vivimos en un presente y la relación con los procesos culturales tiene más que ver con un lugar que con un proceso elaborado en el tiempo. Si pensamos incluso en formas de comunicación como el Whatsapp, o el correo electrónico, son tan veloces que creo que más que a la comunicación pertenecen a la neurología. Cuando reflexionas en que quieres mandar algo, ya lo mandaste; es instantáneo. Pensemos en las cartas, que eran escritas. Se tardaban en ser respondidas, muchas veces la gente atesoraba las cartas, dormía con ellas bajo la almohada, las releía varias veces antes de contestarlas. Este proceso de tiempo de la escritura es algo que no existe en las redes sociales, en el universo de lo digital, y la gran reserva, sin duda alguna, me parece que es la propia literatura; la literatura que todavía requiere de los usos del tiempo.
Ahora, ¿será posible que la literatura sobreviva en un mundo de velocidades, de intensidades, etc.? Creo que sí, creo que este acto que tenemos aquí es un acto de presencia y creo que todos los actos de presencia hoy en día son actos de resistencia. El hecho de estar en una comunicación directa, la tertulia, la conversación, el teatro, son formas casi rituales de consagrar la presencia; las academias en esa medida, creo que todavía tienen mucho que decir respecto al acto de presencia. Y también creo que los libros que podemos dar de mano en mano, los libros en papel tienen una función cultural de resistencia muy importante. La defensa de la esfera individual pasa también por los libros, y muy especialmente por los libros en papel. Creo que lo mejor de los libros en papel son las manos que los entregan y que crean cofradías de lectores. Un libro como Cien años de soledad, tiene en su nombre mismo la idea de un manejo desaforado, amplio del tiempo. Creo que la literatura requiere necesariamente de esto. Y concluyo con lo siguiente: defender la individualidad y defender el uso del tiempo, que son procesos esenciales tanto a la crónica como a la literatura de ficción, representa también algo absolutamente decisivo, a mi modo de ver: la defensa de la memoria.
Los neurólogos han pronosticado que los seres humanos del provenir tendrán diferentes dedos, cada vez más delgados, probablemente para manipular nuevos tipos de plataformas, ojos muy agudos, cerebros sofisticados, pero también perdida de memoria. Pérdida de memoria porque cada vez tenemos más prótesis que suplantan a la memoria. Entonces la literatura es también una reserva de la memoria, no solamente por lo que ya está escrito ahí, no solamente porque es un gran repositorio de la memoria humana (una biblioteca es, sin lugar a dudas, una reserva de la memoria) sino porque el hecho mismo de leer activa la memoria. Quien lee una novela de cuatrocientas páginas necesita recordar bastante para poder seguir adelante. No podemos leer una novela de Dostoievski si no nos aprendemos los nombres y los apodos de los personajes. Entonces, la memoria es puesta en práctica en el proceso mismo de la lectura. ¿Y qué decir de la poesía? La poesía es un instrumento de memorización. La métrica y la rima son procesos que permiten aprender las cosas de memoria. El solo hecho de saber cosas de memoria me parece que es ya un acto poético. El escritor mexicano Gonzalo Celorio señala que decir “seis por tres, dieciocho”, o las declinaciones latinas, rosa-rosae, rosa-rosa, o el rezo “Dios te salve María…”, son en sí mismos gestos poéticos. Como decir “yo tuve en tierra adentro una novia muy pobre. Ojos inusitados de sulfato de cobre”. La poesía ejercita la memoria y obliga a que el lector la ponga en práctica de la misma manera en que la literatura, también, en su propia dinámica, está pidiendo que haya un ejercicio de la memoria.
Muchas gracias.
Transcripción de Guillermo Romero