El escritor Sergio Ramírez vino a Bogotá invitado por la Alcaldía Mayor la primera semana de marzo de 2018. Trajo consigo el aire aún fresco del Premio Cervantes anunciado a finales de 2017. Lo aguardaba una apretada agenda.
Presentó Nadie llora por mí, su más reciente novela. Habló de poesía, narrativa y política en diversos escenarios de la ciudad. Cerró el periplo en la Universidad de los Andes. En una sala desbordada de estudiantes ávidos de conocer los secretos de su creación literaria.
En la década de los 70 del siglo XX, Ramírez fue actor clave en el triunfo la Revolución sandinista. En la de los 80, ejerció la vicepresidencia de su país. Luego, en la de los 90, desencantado, se desmarcó del proceso. En 1999, en los estertores del siglo XX, publicó un libro, Adios muchachos, donde dejó por escrito su credo político personal. Alejado hoy del activismo político, sigue, sin embargo, con atención, cuanto sucede en América Latina.
Antes de regresar a Managua accedió a conversar sobre Nicaragua y Venezuela, país que bien conoce. Las comparaciones entre el llamado socialismo del siglo XXI y el régimen híbrido presidido por Daniel Ortega fueron inevitables.
Tulio Hernández: El próximo 2019 se cumplen 20 años de la aparición de Adiós Muchachos su autobiografía de la revolución sandinista. Memorias personales que comienzan narrando un entusiasmo y terminan confesando una desilusión. Al final, usted concluye que los sandinistas no lograron hacer una revolución socialista, pero, sin embargo, le heredaron a Nicaragua una democracia. Una ganancia que no estaba en los planes originales. Dos décadas después ¿sostiene esa afirmación?
Sergio Ramírez: No. Por supuesto que no. La sandinista nunca llegó a ser en realidad una revolución socialista y el experimento de democracia se frustró. Lo que entendí en 1999 como un logro del sandinismo, la democracia, se perdió luego porque Daniel Ortega y sus seguidores decidieron negarse a cualquier posibilidad de alternancia en el poder. Y sin alternancia, no hay democracia. Así que aquella frase hoy en día es insostenible.
Si se piensa como lo hizo Ortega, que la alternabilidad representa un riesgo, que la derecha no debe ganar nunca, aunque de hecho gane, entonces estamos ante un círculo vicioso. Decir que la gente se equivoca cuando no vota por nosotros es arrogancia pura. Porque la gente común, el elector, está sujeto a los vaivenes de los mecanismos de la democracia.
T.H.: ¿Cómo lograron ese secuestro Ortega y los suyos?
S.R.: Después de la guerra con la contra, en los años 90, sube Violeta Chamorro al poder. Luego, triunfa Arnoldo Alemán, una derecha con raíces somocistas. Y en las siguientes elecciones gana Enrique Bolaño, un conservador, pero un hombre honesto. Es cuando Ortega comprende que cada vez que se presente a elecciones presidenciales estará condenado a no sacar más del 35% de los votos.
Ortega y sus hermanos habían secuestrado el partido y espantado a las personalidades de izquierda democrática que le habían dado un carácter abierto al Frente Sandinista de Liberación Nacional. Aunque había sido derrotado tres veces sigue empeñado en presentarse como candidato a las elecciones del 2006, a pesar de que su copartidario Herty Lewites, alcalde de Managua, lo supera en popularidad por 34% frente a un menguado 9%.
Pero entonces ya Ortega se ha convertido en un caudillo egocéntrico a la vieja usanza. Un caudillo que mantiene alianzas políticas contra natura con sectores de la más oscura derecha y que, además, se cree el cuento de que Hugo Chávez es un prócer revolucionario.
Hasta el 2006 las elecciones en Nicaragua habían sido bastante transparentes. Pero a partir de ese momento, Ortega se pone de acuerdo con Alemán para reformar la Constitución y echar atrás la reformas que nosotros mismos habíamos aprobado para restringir la reelección y asegurarnos de que quien llegara a la presidencia lo hiciera con una mayoría real.
Entonces emprende una “contrarreforma” con el único propósito de rebajar el porcentaje que se necesitaba para ganar en una primera vuelta y también de asegurar que pueda reelegirse cuantas veces quiera.
Por esta vía se hace con el poder para siempre, o por mucho tiempo. Alemán había sido un gobernante muy corrupto cuyo destino era la cárcel. Así que negocian. Ortega que controla el Tribunal Supremo impide que Alemán vaya a prisión y Alemán le paga con los votos que Ortega necesita para hacer la contrarreforma constitucional. Desde entonces, Ortega más nunca pierde. Se apodera de las instituciones, incluyendo el Consejo Supremo electoral, bajo una única estrategia: ¡la decisión de no volver a perder más nunca una elección! Por estas razones hoy podemos decir que la revolución conquistó la democracia para Nicaragua y luego Ortega se la arrebató.
T.H.: Esa es más o menos la misma historia de Nicolás Maduro.
S.R.: Efectivamente. Esa es la enseñanza que hereda Maduro. Mientras Chávez estuvo vivo, hubo un gran ventajismo electoral, eso es verdad, pero se hacían las elecciones en su fecha y se contaban los votos de manera bastante transparente. Por eso la oposición ganó en el año 2007 el referéndum, negándole a Chávez la posibilidad de cambiar a su antojo la Constitución. Y Chávez aceptó la derrota.
El régimen que preside Maduro se permitió también contar limpiamente los votos de las elecciones legislativas de 2015, lo que permitió un triunfo abrumador de la oposición. Pero hasta allí llegó su apertura. A partir de ese momento, copiando la lección de Ortega, Maduro decide no volver a perder ninguna elección y ya sabemos lo que ocurrió después.
Se desconocen los resultados de las elecciones del 2015, se sustituyen las competencias del Parlamento electo y se le transfieren al Tribunal Supremo, se posterga la convocatoria a elecciones y luego, este año, se hace de manera turbia e inconstitucional. La Asamblea Nacional Constituyente, un organismo convocado de modo inconstitucional, sustituye también al árbitro electoral y así comienza otro modelo, definitivamente alejado de la democracia.
El autoritarismo deriva en dictadura.
T.H.: Pero esa operación, propia de un gobierno de facto, se hace sin las estridencias de un golpe de Estado. Durante mucho tiempo, sobre todo con Chávez aún en vida, el régimen juega a mantener una máscara democrática, pero aspirando a controlar todo el poder como en las dictaduras. Eso crea una ambigüedad en la imagen internacional y en el diagnóstico político interno. Unos opositores piensan que es una dictadura que no saldrá con votos, otros piensan que sí. Por eso las estrategias a seguir dividen a la oposición. Entiendo que lo mismo vale para Nicaragua. ¿Usted qué piensa? ¿cree que los regímenes de Ortega y Maduro son dictaduras? ¿O no?
S.R.: Esa pregunta me la suelen hacer en el extranjero. Me vienen dos ideas. Primero, me cuesta decir que es una dictadura. La dictadura que la gente recuerda en Nicaragua es la sangrienta de Somoza. Sobre todo, la de los últimos años cuando los jóvenes eran asesinados por el solo hecho de ser jóvenes, donde bombardeaban con dinamita ciudades enteras y millares de personas estaban en prisión. No era solo la supresión de libertades era una represión sangrienta y una persecución implacable. Exactamente eso no es lo que domina hoy en día.
Pero, luego, cuando miramos con cuidado, es evidente que hoy estamos ante dos gobiernos que han suprimido las libertades públicas, controlan los medios, persiguen, encarcelan, acosan y exilian a los opositores. Incluso, como en Venezuela, cuentan correctamente los votos para elegir una Asamblea Nacional, pero luego se burlan de los resultados, no los respetan.
El autoritarismo siempre deriva hacia la dictadura. No va hacia la democracia. Yo creo que en Nicaragua y Venezuela no hay retorno. Maduro y el chavismo asumieron la posición de Ortega: ¡no volver a perder nunca las elecciones! Si tienes todos los poderes controlados, si reprimes las manifestaciones de protestas, si detienes y expulsas a los dirigentes, los obligas a irse del país atemorizados, si conviertes al Tribunal Supremo en un sustituto del Parlamento, entonces todos los poderes están a tu disposición. ¿Cómo se llama eso? Si caminas como pato, tienes plumaje de pato, nadas como pato, entonces no hay nada más que decir.
En este proceso de convertirse en gobierno de facto, las cosas han ocurrido al revés de lo que la gente cree. Ortega nunca aprendió de Chávez el juego de reconocer los triunfos del otro. Porque Ortega nunca ha sido carismático, era un candidato fácilmente derrotable. Maduro igual ha copiado el modelo Ortega. Tampoco es carismático. Y decidió no volver a perder.
En los dos países el sistema electoral se pervirtió. En Nicaragua se puso en manos de un gánster llamado Roberto Rivas, un delincuente perseguido incluso por organismos internacionales. Tanto que Ortega, para protegerlo, ha tenido que apartarlo del poder.
T.H. Tenemos un panorama un tanto desolador para la izquierda latinoamericana. Ortega y Maduro convertidos en tiranos continuistas. Lula, Rousseff y Kirchner, envueltos en redes de corrupción. Evo Morales tratando de reelegirse en contra de lo que dicen las leyes de sus países. Correa intentó lo mismo y fracasó. Pareciera que todos los proyectos políticos latinoamericanos que se proclaman representantes legítimos del pueblo excluido conducen a totalitarismos o a populismos irresponsables, destructores de la institucionalidad democrática y de las economías nacionales.
S.R: Yo no metería todos esos proyectos en un mismo saco. Casi ninguno de ellos fue parte real del llamado del socialismo del siglo XXI. Lula, por ejemplo, fue otra cosa. Su gobierno fue exitoso en términos de redistribución del ingreso, sacó a millones de la pobreza extrema y logró expandir la clase media. Es esa misma clase media la que termina expulsando del poder al Partido de los Trabajadores. Precisamente porque adquiere mayor conciencia política y exige más demandas de bienestar.
Pero la derecha brasileña es impresentable. La destitución de Dilma Rousseff fue una operación altamente manipulada y politizada. Y, hay que reconocer que el PT se ajustó a la institucionalidad de las decisiones en su contra.
La corrupción es otra cosa. Es una especie de pandemia latinoamericana que envuelve por igual a la izquierda y a la derecha. Colombia y México, con gobernantes de derecha, son un claro ejemplo de esa situación desbordada. Es como una tradición de la que nadie se libra. No creo que Lula sea el gran ejemplo del corrupto latinoamericano. Como sí lo son los personeros de chavismo.
T.H.: ¿Y dónde ubica el kirchnerismo?
S.R.: Lo del kirchnerismo tampoco encaja allí. Es algo mucho más viejo. Hay que ponerlo en el largo plazo del peronismo, no en el socialismo del siglo XXI. De alguna manera uno de los maestros de Chávez es Perón. Pero el peronismo es previo. Es un fenómeno que se repite una y otra vez en la historia de Argentina. Es un tipo de populismo que esta enraizado en el alma del país. Un populismo que siempre retorna; una alternativa siempre con vida, que está allí, aunque no nos guste.
T.H.: ¿Y Evo Morales?
Evo también es otra cosa. Cayó en la desgraciada tentación de la continuidad, de la negación de la alternancia. Es verdad. Pero tampoco yo puedo compararlo con Maduro. Evo logró hacer algo muy importante que es recuperar la soberanía de Bolivia sobre los recursos naturales del país. Aumentó los ingresos con las reformas fiscales del Estado. Era una reivindicación nacional necesaria.
Hay cosas de su gobierno que no comparto, como por ejemplo el indigenismo exagerado. Pero Evo ha sabido entenderse con los empresarios opositores radicales que hoy día cooperan con él y su gobierno. Aprendió a negociar. No ha generado una crisis económica como la de Venezuela.
Pero su obvio error es intentar reelegirse. Convoca un plebiscito y lo pierde. Y luego, hace que el TSJ ofrezca una interpretación que sostiene que si no se le permite reelegirse se le están violando sus derechos. ¡Es la misma interpretación que hizo Daniel Ortega! Si la Constitución dice que no hay reelección y la Corte Suprema, lo contrario, entonces yo tengo que volver a la Escuela de derecho para entender esa interpretación.
Desgraciadamente para los demócratas el primero que hizo esa operación fue Oscar Arias en Costa Rica. Mal ejemplo. Y luego por ese camino se fueron, primero, Ortega, luego Morales y Correa.
T.H.: ¿Entonces podemos decir que la obsesión por quedarse en el poder es un vicio de izquierda?
S.R: No, para nada. No es un monopolio de la izquierda, es un vicio latinoamericano que arrastramos desde el siglo XIX y que comparten por igual militares y civiles. Juan Vicente Gómez en Venezuela gobernó casi 30 años continuos y Chávez ya llevaba 15 cuando murió. Los Somoza gobernaron a Nicaragua medio siglo, pero Ortega ya lleva más tiempo en el poder que Tachito, el último de la saga. Hasta Uribe logró reelegirse en un país sin esa tradición.
Por eso en América Latina, mientras el presidencialismo sea ley, es necesario reducir al máximo las posibilidades de reelección. Una de las vacunas contra el autoritarismo es que no haya reelección. En Europa es otra cosa. La reelección es menos dañina porque se trata del sistema parlamentario. El presidente del gobierno español o en Austria, apenas se somete a un voto de censura tiene que renunciar porque el poder está en manos del parlamento.
El tema de la obsesión por el poder ilimitado propio de nuestra región lo ha tratado muy bien Alejo Carpentier en El Siglo de las luces. Es una dialéctica de la historia que hace que los dictadores militares, pero también los revolucionarios, se conviertan en tiranos aferrados a la idea de que mandar no puede ser un acto temporal, limitado, sino para siempre, hasta la muerte. Hay una idea de inmortalidad que obnubila hasta el más cuerdo. Hasta Bolívar cayó en la tentación. Por eso prefieren ser caudillos ungidos por la mano divina, antes que presidentes electos limpiamente por los ciudadanos, con fecha de caducidad de su mandato.
Alejo Carpentier en sus novelas nos introduce en lo desconcertante de esa obsesión que es el resultado de la convivencia de un mundo rural, antiguo, anacrónico, de esclavos y encomenderos, con las pretensiones del mundo moderno. Su obra nos confronta al mundo legal que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado, o adornado de charreteras.
T.H.: Volvamos atrás. Según su argumentación ¿el socialismo del siglo XXI como fenómeno internacional sólo ha existido en Venezuela?
S.R.: El socialismo del siglo XXI no ha funcionado. De hecho, en este momento, en el 2018, alrededor de Maduro sólo quedan realmente Ortega, Castro y Morales a regañadientes. Pero el comunismo cubano y Raúl Castro no son de esa manada. El cubano corresponde al comunismo del siglo XX de la órbita soviética. Se sumó a Chávez para recibir petróleo gratis y hacer sobrevivir su modelo fracasado.
Ortega, tampoco es como el chavismo. No persigue a la iniciativa privada. Gobierna con los empresarios que viven uno de sus momentos de mayores ganancias en la historia reciente del país.
Ahora, sin duda, el golpe más efectivo al socialismo del siglo XXI se lo ha dado Lenin Moreno en Ecuador. Porque ha usado la Constitución para desarmar el continuismo. No hay manera más transparente de desmontar el autoritarismo que con el ejemplo personal. Y así fue la movida de Lenin Moreno. Él se inmoló porque al promover una consulta para eliminar la reelección, ni él mismo ni ningún gobernador o alcalde de su partido se pueden reelegir. Cuando alguien dice “Aquí no habrá reelección incluso para mí”, se hace absolutamente creíble.
T.H.: Vuelvo al socialismo del siglo XXI. ¿Sólo existió en Venezuela porque sólo allí se le hizo una guerra a lo privado?
Es un componente importante. Ortega llegó tarde con su consejo a Maduro para que no viera la empresa privada como un enemigo. Pero le llegó a tiempo con Evo Morales. Evo terminó entendiéndose con la empresa privada.
En Nicaragua todas las leyes que afectan lo financiero pasan por la consulta con la cúpula empresarial. Todo pasa por sus manos, incluyendo los contratos colectivos. Es un cogobierno o gobierno corporativo. Y es comprensible. Si un gobierno autoritario les garantiza sus beneficios económicos, yo no puedo culparlos, porque los empresarios lo que buscan es un clima de inversión adecuado, estabilidad para sus negocios.
El chavismo no fue un modelo a imitar por todos los que se pusieron el sombrero del socialismo del siglo XXI. Hay que observar la gran diversidad interna. Incluyendo a Correa que siempre tomó distancia y, resistiéndose a las presiones de Chávez, se negó a eliminar el dólar como moneda nacional.
Chávez pensaba que él podía construir un gran proyecto político exportable porque tenía todos los recursos del mundo para levantar una economía estatal olvidándose que eso era un camino al fracaso ya demostrado en el siglo XX. Ahora el modelo está solo. Las reuniones del ALBA son como un velorio.
No quieren ver el elefante dentro de la sala.
T.H.: Vayamos de nuevo a su persona y a la literatura. En Venezuela el gobierno rojo no reconoce públicamente los méritos de alguien que no sea incondicional a sus créditos. Por ejemplo, murieron Uslar, Premio Príncipe de Asturias, y Adriano González León, Premio Seix Barral en pleno auge del Boom latinoamericano, y el gobierno no se dio por enterado ¿Cómo fue recibida por los jerarcas orteguistas la noticia de que usted había obtenido el premio Cervantes, toda vez que se trataba del primer nicaragüense en ganarlo?
S.R.: En Nicaragua ocurre igual. El Premio fue recibido con mucha alegría por la población común, lectores y no lectores, porque se le considera un honor para el país. Para el diario La prensa fue una noticia de ocho columnas en primera plana. Igual para otros medios independientes. La cantidad de mensajes que recibí por las redes sociales fue enorme.
Pero el gobierno guardó un silencio sepulcral. No hubo una sola palabra. La respuesta fue silenciarlo. Como si nada hubiese ocurrido. A propósito de esta misma pregunta, una periodista me decía: “Fue como ignorar un elefante dentro de la sala”. Ella lo dice no por mi persona sino por la magnitud que el premio representa para un país tan pequeño como Nicaragua.
T.H.: En Nicaragua, al menos desde la literatura, son varios elefantes: Ernesto Cardenal, Gioconda Belli, Sergio Ramírez. ¿Cómo lidia el gobierno autoritario con la presencia tan incómoda de tres disidentes de prestigio internacional, que no terminan de largarse?
S.R.: Los dos gobiernos, Venezuela y Nicaragua, tienen la misma mentalidad: “quien no está conmigo, esta contra mí”. Para ellos nosotros, los tres, somos unos traidores. Lo peor es que Ortega ya no es sandinista, en cambio, yo sigo siendo sandinista. Yo creo en Sandino como ejemplo del país digno que deberíamos ser. El mismo país de Rubén Darío. El orteguismo es otra cosa. La distancia entre Sandino y Ortega es, más o menos, la misma que hay entre Bolívar y Maduro. Yo sí soy sandinista y soy bolivariano. Ellos tienen esos términos secuestrados. Son palabras secuestradas. En sus voces sandinismo y bolivarianismo son un desvarío. Convirtieron en sectaria las que eran unas marcas comunes, sentimientos, nacionales.
T.H.: Eugenio Montejo, nuestro gran poeta venezolano, quien poco hablaba de política, sostenía sin embargo que la primera operación de los totalitarismos es enrarecer el lenguaje ¿Está de acuerdo?
S.R.: Es muy cierto. La retórica exacerbada, lo que caracteriza a estos populistas, es un enrarecimiento del lenguaje. Las palabras se vacían de contenido, pierden transparencia, cuando ya no dicen lo que están destinadas a decir. Cuando los mismos términos enuncian exactamente lo contrario de su significado original, estamos ante un enrarecimiento y una perversión profunda del lenguaje. También el lenguaje es traicionado. Las palabras hermosas que acompañaron el despertar de los ideales revolucionarios siguen siendo las mismas, pero ya no significan lo mismo y terminan cayendo al vacío.
Estos temas los ha tratado muy bien la literatura. Balzac, en La comedia humana, describe la descarnada metamorfosis de los revolucionarios que se levantan contra la opresión en nombre de la libertad y una vez en el poder terminan siendo igual o peor que aquellos que combatieron. Los antiguos combatientes de la revolución francesa que terminan convertidos en prósperos burgueses dueños de una riqueza que con las armas arrebataron de otras manos. Como si los ideales sólo pudieran subsistir en tiempos de lucha, pero pervertidos por el ejercicio del poder, que tiene sus reglas propias, empezaran fatalmente a voltearse generando las regresiones, convirtiendo a los oprimidos en opresores.
Exactamente lo mismo ocurre con el lenguaje, pasa de ser instrumento de iluminación política a dispositivo encubridor de la nueva dominación.
T.H.: Usted ha hablado con frecuencia de la pérdida de las ilusiones políticas. En sus intervenciones, en este viaje a Bogotá, ha insistido una y otra vez en la inutilidad de la literatura para cambiar la sociedad. La literatura, ha dicho, no sirve para cambiar el mundo. ¿Esa posición forma parte de la pérdida de las ilusiones?
S.R.: No. Lo que pasa es que nunca, ni cuando era joven, he creído que la literatura sirva para cambiar el mundo, para hacer que la gente asuma una causa determinada o vote por una opción política. La literatura básicamente debe generar placer. No conozco de una novela que haya producido una revolución. No es casual que durante los ocho años que tuve cargos políticos haya dejado de escribir. Yo no iba a poner mi creación literaria al servicio del gobierno. No lo hice.
T.H.: En su caso el escritor silenció al político. ¿No extraña la actividad política?
S.R.: No la extraño. Pero es que yo nunca quise ser un político de profesión. Yo estaba disfrutando de una beca para escribir, en Berlín, cuando se me presentó la exigencia de venirme a Nicaragua para participar en el derrocamiento de una dictadura cruel que impedía una vida digna en mi país.
Todo indicaba que era el momento para derrocarla y lo asumí. Volví con mi familia a Nicaragua. Porque consideré que la revolución en ese momento implicaba que uno tenía que dejarlo todo. No así la política, sino la revolución que para mí es una cosa distinta. Y me tocó asumir responsabilidades. Y lo hice con gusto. Pero ya. Por eso cuando la revolución llegó a su fin y perdimos las elecciones en el 90 y vinieron los problemas en el Frente Sandinista, yo volví a la literatura porque era de donde venía. Terminaron mis ilusiones revolucionarias y terminó mi vida de político para dedicarme todo el tiempo que me queda a escribir. Y ahora a mi edad no tengo dudas, eso es lo que soy: un escritor.
T.H.: Pero por lo que usted me ha contado hoy, Nicaragua necesita otra revolución, derrocar otra tiranía que impide la vida digna para su país.
S.R.: Yo creo que es un asunto de edades. Las revoluciones son asunto de los más jóvenes. Las ideas de quienes tienen fuerzas para cambiar la realidad. El juego se debe dar en la renovación generacional. Yo lo que quiero es ser escritor. Pero claro el escritor no es alguien que está encerrado en un cuarto. Al menos no es mi caso. Yo me asomo a la ventana todos los días a ver lo que ocurre y sobre eso opino públicamente.
T.H.: ¿Y cómo se ve desde la ventana la degradación de quienes alguna vez aspiraron a sueños de justicias para sus países y terminaron siendo tan corruptos y autoritarios como aquellos a quienes combatían?
S.R.: Ha habido un derrumbe de la ética, que está asociado a la falta de solidaridad con los demás, con la negativa a abrirse al dolor de los demás y eso tiene que ver mucho con la honradez. Y también con la poca formación intelectual. Ha triunfado la filosofía del dinero fácil, del enriquecimiento rápido que se lo está llevando todo, multiplicando la corrupción y en Centroamérica se la encuentra dándose la mano con el narcotráfico. Es muy grave la corrupción del político, que una vez electo comienza a robar como si el estado fuese un botín, eso es algo generalizado en toda Latinoamérica, esa especie de impunidad que los que llegan a gobierno creen que el poder da para todo tipo de abuso personal.
Los gobernantes no se vigilan a sí mismo. Comienzan a abusar del poder por pequeñas cosas como “No puedo ir al cine porque corro riesgos, entonces me mando a hacer una sala de cine en mi casa”. La consecuencia es que los dirigentes se van separando de la gente común viviendo en un mundo artificial y para eso se necesita mucho dinero y como no eres empresario lo sacas del Estado al que conviertes en una caja personal.
T.H.: Para terminar ¿cree que todavía en América Latina la izquierda tiene cabida? ¿Que es esperanza de algo?
S.R.: Sí, claro, yo creo que sí. Un ejemplo es Uruguay, o Chile, países que han tenido gobiernos de izquierda democrática que son irreprochables. ¿Qué es lo que pasa? En Chile y en Uruguay se vivieron terribles dictaduras militares. Sin embargo, en esos países que tenían previamente instituciones sólidas las dictaduras desaparecen y las instituciones vuelven a ocupar sus lugares. Los gobiernos democráticos son fuertes cuando las instituciones son fuertes. Favorecer la transferencias de recursos de los más ricos a los más pobres, pero no a través misiones clientelistas sino mejorando a fondo la educación para que sea de calidad, para que alcance a las mayor parte de la población; que haya sistemas públicos de salud con cobertura integral; que la seguridad social ampare a los más viejos y le permita terminar su vida dignamente; que se ataque la pobreza estructuralmente no repartiendo dinero, eso es para mí el ideal de una sociedad democrática de gobiernos de izquierda. Pero si dices que la izquierda es para hambrear a la gente y para reprimirla, entonces yo te pregunto de qué clase de izquierda estamos hablando.
Para mí como persona de izquierda, que lo soy, la izquierda tiene un fundamento ético y humanista. Sin instituciones fuertes, y sin una ética humanista, y por lo tanto, pluralista, la izquierda se pervierte. Y lo que ha pasado en América Latina es que la gente que se ha hecho cargo de estos proyectos, como los de Venezuela y Nicaragua, son personas poco educadas. Gente que no tiene una educación política sólida, que incluso el marxismo lo leyeron en manuales simplistas. Claro que los gobernantes no tienen por qué ser filósofos, pero deben tener una formación básica que los haga lo menos frágiles posible a las deformaciones de la demagogia y el populismo, a la vanidad y el egocentrismo.
El nivel actual de los dirigentes de los partidos políticos de América Latina, izquierda incluida por supuesto, produce tristeza. Son cada vez menos frecuentes estadistas de la talla de hombres tan bien articulados como Cardozo, que fue de los creadores de la Teoría de la dependencia. La clase política de Colombia es una clase bien educada, pero a veces resulta primitiva. Es que tener tres doctorados tampoco lo resuelve todo si se carece de sensibilidad social.
Despedida con emoticones.
T.H.: Una curiosidad final, en los whatssap que intercambiamos preparando este encuentro, veo que usa con frecuencia los emoticones. Usted que es maestro de la palabra escrita ¿no cree que son una amenaza para el lenguaje?
S.R.: Sí. Uso mucho los emoticones (sonrisa). Un emoticón me resuelve. Son muy prácticos. Los jeroglíficos fueron los primeros emoticones y la escritura comenzó siendo ideográfica. Y yo no tengo que temerle a ningún cambio. No se les debe temer a los cambios. Eso no daña el lenguaje. Lo enriquece. Abre nuevos caminos.
Uso mucho las redes sociales. Estoy en Facebook, Instagram, twitter, tengo páginas web y blogs. Me ayudan a comunicarme mejor con los lectores. No quiero ser un viejo quedado a la orilla del camino.
Bogotá, 13 de marzo de 2018