La desesperación como superficie
Retícula no. 1: despedida y presencia
Adiós con llanto en cada mano. Mar. La voz
gastándose. Mar. Adiós mil veces. Mar. Voz
gastada por palabras como piel. Entonces e
l penúltimo grito levantando gaviotas. Un
pañuelo que salta. Pág. Estrujando corazón
en blanco. Latiendo entre los dedos. Olas.
Orilla que recede, la distancia cada vez m
ás espumosa. Un jabón.Y siempre una misma
despedida, ésta. Mano llorando, la lengua
soberanamente hinchada, pegada al paladar,
endurecida. Sal. Espuma. Luego, mar. Adiós
de un labio a otro. Hermano, querida, mamá.
Adiós de pómulo a pie. El viento quema hue
llas, estatuas de harina. Historia y azul
detrás del párpado: diente, él, ella. Ud.
Adiós. Total: morir después de la muerte.
Un día después. Mar abierto en bocas. Mari
posas bajo el agua. Peces como flores. Pro
fundidad transparencia. Camino sobre burbu
jas que estallan. Me hablan. Nuestras vida
s son los ríos que (no) van a dar a la mar.
Columna de escamas. Columna de ojos. Una c
iudad como mi cuerpo esparcido. Abajo el t
acto, voraz rastrillo agitándose. Sombra.
A través del párpado miro. Enterrado en l
a arena, miro. Espejo esponja que lamo y m
il veces el llanto como anillo anular la m
ano. Luego, mar. Entonces, mar. Sobre la s
angre, mar. De sangre, mar. Y adiós.
El poema “La desesperación como superficie” parece contener los rasgos generales de la exigente poética que Octavio Armand ha desarrollado durante los últimos cuarenta años. En el espacio de ese poema emblemático se cruzan el impacto del exilio y la torsión que padece el lenguaje bajo el peso de esa experiencia desintegradora. El poema nos habla de un desgarrón, de una despedida que produce una inestabilidad en la que se tambalea por igual la tierra firme del sentido y el orden del lenguaje. Podemos decir además que en ese poema el exilio aparece no sólo como tópico sino que se cumple propiamente en el lenguaje, de ahí que encontremos lo descrito en el poema como un paisaje disperso y fragmentado, en donde las palabras mismas son separadas por una cruel arbitrariedad silábica. Se rompe el espacio, la perspectiva, pero también el cuerpo de las palabras. En la complejidad del poema el retrato familiar aparece roto, alterado, y nociones como patria, historia, comunidad o propiedad se muestran como escombros destituidos, hechos trizas. La propia agitación y el ritmo entrecortado del poema parecen señalar una descomposición que transcurre en varios niveles de su obra: aquella descomposición que ocurre en el lenguaje descoyuntado y en el escenario de mutilación corporal que permanece como fondo constante de su obra. En este poema los huesos, los dientes, la anatomía toda, los parientes mencionados y la sintaxis desgarrada estarán contaminados por esta descomposición múltiple y compleja que sostiene el poeta como uno de sus grandes desafíos.
Para resaltar la radicalidad de su proyecto expresivo dentro de la cultura literaria cubana intentaré imaginar un mapa para esbozar, en un triángulo confrontado, las tensiones entre el sentido de su obra y los proyectos políticos culturales de Lezama Lima y de José Martí. Con fines prácticos reduciré el proyecto literario de Lezama a su loable pretensión de donar un destino prodigioso para la cultura cubana, eso que conocemos común —y problemáticamente— como la teleología insular. De Martí elegiré su escena final y escasamente comentada: la descripción que el Cabo Sanitario Juan Trujillo ofreciera del cuerpo del “Apóstol” cubano al reconocerlo moribundo en Dos Ríos. “Martí al caer parece que sacó su revólver”, dice el Cabo Sanitario español, “pues le vi tendido en el suelo con los brazos tendidos y el revolver en la diestra. Después de muerto observé que tenía mordida la lengua y materialmente los dientes clavados en ella”.
La lengua que produciría una épica para la nación, la lengua normativa del gran orador que legaba las condiciones para una comunidad futura se veía de pronto desrealizada bajo la crueldad punzante de esa escena final. La poesía de Armand parece desarrollarse como el escrutinio de esa lengua sofocada, como si su poesía se desprendiera de esa escena de mutilación y autofagia. Las numerosas metáforas de Armand donde aparece una lengua rota, enroscada, hervida y descontrolada parecen remitir a esta escena de radical desocupación, de allí parece extraer el principio dislocador, el modo particular de ocupar la lengua que caracteriza la obra de este poeta del exilio cubano.
Tal vez no sea excesivo advertir en el ritmo sofocante del poema la más brusca experiencia del exilio: el cuerpo del poeta y del poema trucidados; trucidada la “m / ano” que escribe, o la “s / angre” de las filiaciones separada para siempre, “La voz / gastándose”. Desgaste que podríamos leer como el fin de la solidaridad entre voz y sentido, entre aliento (pneuma) y ser, fin de la palabra trascendental y del prestigio sustentado en “la voz y la idealidad del sentido”, como anotara Derrida, puesto que el poema ha renunciado aquí a las presencias plenas. De ahí que los parientes aparezcan bajo el efecto de la dispersión, cada parte del cuerpo despidiéndose de la organización que la contenía. Las palabras, desmembradas, abriéndose para romper las condiciones del ritmo y mostrar grietas e infracciones imprevistas; los archivos que resguardaban el tópico de la despedida, volcándose con tenacidad; las enumeraciones de la sangre, construyendo un espacio de excepciones morfológicas que enrarecen la geometría del retrato familiar.
La señalada fragmentariedad producirá una experiencia abrumadora, una fuerza centrífuga, digamos, capaz de borrar todo espacio de restitución. Lo natal (lo central), esto es, la lengua, la madre, la sangre e incluso la ciudadanía y la corporalidad (“Una c/iudad como mi cuerpo esparcido”), son entregados a la experiencia de un mar inestable que disuelve los encadenamientos lógicos y la familiaridad. Las pistas del regreso serán hurtadas, “El viento quema hue / llas, estatuas de harina” y todo lo firme —el suelo, los caminos—, se devastará: “Camino sobre burbu / jas que estallan”. Las pulsiones genealógicas quedarán bajo amenaza y la memoria, rota como el lenguaje, trabajará en la dispersión y no en la acumulación. La nación no será un imperativo para el lenguaje y el ser estará perdiendo su morada. El huésped del lenguaje habrá salido un instante fuera de sí y al dar ese paso singular, el arte poético todo registrará el efecto de un trastocamiento incalculable, con la fuerza de crear, para la poesía latinoamericana contemporánea, un mapa de imposibles planteado con temeridad, capaz de revertir, en gran medida, las lógicas configuradas, sustrayendo sus principios y desplazando sus problemáticas hacia lugares de escasa exploración.
Lo que se nos entrega aquí es entonces el escenario de ruptura del cuerpo verbal y físico, una distancia cada vez mayor de la tierra firme del sentido. Sin lugar al que volver, el paisaje se ha hecho trizas. El poeta, convertido en extranjero de su lenguaje, asume un exilio radical, pierde los horizontes familiares y tuerce el curso de la lengua hasta desfundar y remover sus prescripciones.
Contra la pulsión doméstica
El hogar y su realidad, lo doméstico y lo familiar, son, por cierto, tópicos que podemos considerar intensamente cubanos, y la formulación de Armand a este respecto podemos ubicarla al final del arco que voluntariosamente describió José Lezama Lima en su Antología de la poesía cubana (1965), al rastrear (y ordenar) las pulsiones que, según él, atraviesan el nacimiento y desarrollo de la poesía cubana a partir del siglo XVI.
Preocupado por consignar los más tempranos avisos de lo nacional, Lezama registró las diversas expresiones de la sensibilidad insular, forjando una tradición prestigiosa tanto para la música como para la arquitectura, la platería o la repostería nacional.
En Paradiso, su ambiciosa novela, el poeta hace la celebración del hogar y elogia aquellas viviendas tropicales “en donde todo quiere existir y derramarse”. Dejando atrás el mar y su rumor incontrolado, Lezama encarnará la fruitiva pulsión de lo doméstico, solazándose en la descripción de atmósferas interiores, mostrándonos la “casa cubana por dentro”. Citando a la señora Calderón de La Barca de paso por La Habana (1839), Lezama encontrará en un cortinaje de muselina blanca y de seda azul, en un tocador gótico o en el pesado escritorio de caoba, los datos de unas motivaciones cubanas capaces de estabilizar la cordialidad familiar y garantizar la fundamentación de un pueblo.
En el fondo, lo que Lezama procura en el paisaje insular es la solidez de una casa, una imagen que oponer al caos; un momento de integración nacional que posibilite el cumplimiento del destino insular… la imagen de un país en proceso de germinación y arraigo, capaz de proveerse a sí mismo la metáfora de su identidad.
En sus creaciones literarias como en sus reflexiones y ensayos, Lezama imaginó, en varios sentidos, un arca de la alianza familiar resistente al tiempo, para decirlo con sus propias palabras. Se empeñó en crear una República de las Letras, una articulación de la familia literaria. Él sabía, según Fina García Marruz, “que podía ser el trabajador secreto, invisible, de una casa para todos”. Al mismo tiempo, el repaso panorámico de la literatura insular con el que pretende organizar una expresión nacional (me refiero a su Antología de la poesía cubana), lo conduce a una exploración de la casa cubana como el espacio de instauración de unas costumbres y de una imagen de país presagiadas en la continuidad de las certidumbres filiales, de ahí que resalte, en varios momentos de su obra, “el arraigo de nuestra célula familiar”.
Todo ese esfuerzo de consolidación imaginaria, todo ese trazado y acopio de gestos sociales y expresivos y su posterior integración en un imaginado destino insular, va a darse de bruces en una experiencia poética como la de Octavio Armand, marcada precisamente por la experiencia de la separación, la abrupta enajenación territorial y la pérdida de la casa; alejamiento de su país natal y privación de su comunidad verbal —puede decirse incluso que Armand es, hasta cierto punto, un poeta sin comunidad—. Internamiento forzoso en el inestable mar del exilio al que es lanzado en su infancia, escasa según el autor, “y como vuelta trizas”; caducando, en ese giro inesperado de la Historia, la eficiencia de aquellos signos distintivos que Lezama había registrado como motivación de lo cubano y que Octavio Armand ve desaparecer, conmocionado. Ubicada al final de la mítica insular desplegada por Lezama, la poesía de Armand encarna el caos de un mundo fragmentado, el recomienzo o fuga de lo cubano que implica su interrogación extrema y la alteración decisiva de su lenguaje.
El proyecto de Lezama, en la distancia, termina donde empieza el de Armand. Al primero lo mueve la pasión del legado y del archivo; la obra del segundo estará marcada por la dispersión y la brutal ausencia de arraigo. Al primero le obsede el enviscamiento de una tradición, la acreditación de un entorno (inventa retrospectivamente el porvenir a partir de unos rasgos iniciales); al segundo, le tocará descomponer los tópicos establecidos y detener los textos culturales en un lugar radical. El primero satura el espacio, el segundo lo pierde con brusquedad. El primero sueña las fuentes de una Literatura insular, el segundo, desde afuera y a su modo, la habilita para un desgarrador cambio.
El uno se esfuerza por señalar el crecimiento de una ciudad ideal, el otro se aleja inconciliablemente de la tierra firme que lo salvaguardaba. Lezama, con Martí, conduce a la isla hacia un reino literario. Armand, retoma al “Apóstol” en su momento de mayor oscuridad, justo cuando, hincando los dientes sobre su lengua al morir en Dos Ríos, desaparecen en él verbo y paisaje. En esa significativa escena de autofagia en la que Martí devora su propia lengua (momento de extremo repliegue de la discursividad nacional), Armand halla la incisión brutal que pudiera igualar su experiencia a veces traumática con el lenguaje de la poesía. Se trata de un modo de estar en el lenguaje que quiere ejecutar un exorcismo contra el orden de la Lengua, menoscabando las gramáticas restrictivas de lo identitario.
Cuando la geografía se cierra sobre él en Dos Ríos y es hallado con los dientes hincados en la lengua, el gran orador cuya voz e idioma bastaban “para llenar la casa y sus extrañas interrupciones frente al tiempo” —como dice metafóricamente Lezama— produce su más extraño y conflictivo legado, si lo pensamos desde la poesía de Armand, esto es, la donación de una lengua rota e incontrolada; poderosamente intraducible, poderosamente fracturada; capaz de contrarrestar los afanes verbales de una comunidad que, incesantemente, pretendió la regeneración de sí misma al calor de la euforia de los discursos políticos y literarios, puesto que, como recuerda Armand, “Nuestros héroes favoritos son verbales”.
Heredero de esa lengua muerta que mata (al amenazar con su lesión cuanto ha construido), Octavio Armand parece organizar su expresión bajo esa conciencia de la desarticulación. De esta manera, su obra suscita la remisión a esa lengua presionada de Martí, figura que demarca, no lo olvidemos, la más autorizada zona de discurso para lo cubano.
Pero si ha partido de esa contradictoria escena de legación, haciendo girar subversivamente el legado, no ha sido para simplemente depreciar ni usurpar su poder simbólico, sino para someterlo a nuevas expansiones, anunciando el fin de su embalsamamiento y la generación de arriesgadas vibraciones críticas.
Lo filial, la memoria, la infancia, la nación y el lenguaje hechos triza. Como si en la obra de Octavio Armand la destrucción fuera un punto ubicuo que descentra la posibilidad de decir en toda su geometría. Hemos visto cómo al decir, el poeta niega o mata lo que dice, de ahí que sus palíndromos, recursividades y juegos verbales se carguen de una osadía que eleva a una dimensión de paradoja sus apuestas lingüísticas, que incesantemente hacen recomenzar en otro lugar al idioma, enloqueciendo su estabilidad.
Lo que el “Apóstol” podía decir en ese momento —en esa lengua final, desarticulada— es lo que ha recuperado Armand para la poesía (su labor consistirá en hacer hablar a esa lengua lesionada). Para Armand, ese es el discurso “más elocuente” de Martí, “como un garabato verbal”, ha dicho. Veamos en esa situación la génesis de incitaciones contrarias, la potencia de una interrupción, la abolición como amenaza y, al mismo tiempo, la impugnación de una canonización autoritaria. Recuperar una fuente autorizada justamente cuando está acabando en ella toda su fuerza y se hace imposible su relevo; desfallecimiento de unas viejas prerrogativas verbales junto a sus efectos históricos, pero también, proliferación de una lengua otra a partir de esa imagen de extrema inhabilitación.
Una nación vocinglera, de potentes oradores y escritores, golpeándose contra el silencio demente de una lengua rota, interceptada por la muerte, confrontada por una labor verbal –la de Octavio Armand– que la erosiona hasta las últimas consecuencias, invirtiendo, por un momento, su ordenación y fundamento.
Johan Gotera
Northwestern University