A Emmanuel Haro Poniatowski, mi hijo mayor, doctorado de Estado por la Universidad Pierre y Marie Curie, en su quincuagésimo cumpleaños.
7 de julio de 1955 – 7 de julio de 2005
Quisiera que los nombres de Robert Alegre, Rodrigo Ávila, Antonio Helguera, Begoña Hernández, Ramiro González Ayón, Giovanni Proiettis, Salvador Zarco y Martín Zurek quedaran para siempre ligados a este libro, con los que tengo una inmensa deuda de gratitud.
El título de esta novela viene de mi querida amiga Sara Poot Herrera, quien la vio en un cruce de Mérida donde ella nació.
Parte uno
Capítulo 1
Los rostros desarticulados de los que no habían dormido en toda la noche se juntaron en un círculo que empezó a girar sobre sí mismo como si obedeciera a las leyes de la fuerza centrífuga. El silencio se convirtió en piedra. Nadie se movió, ni siquiera Rodrigo, el hijo de nueve años de Saturnino Maya. Un embudo invisible los atrajo hacia el interior. Nadie se atrevió a mirar su reloj, excepto Neptuno, quien susurró:
“Son casi las 10.”
“Probablemente todos se acobarden”, dijo Saturnino Maya de la sección 14.
Si los ferroviarios no cumplían con la orden de huelga, todos serían despedidos. La noche anterior, Saturnino había expresado el mismo temor: “¿Y si no se suman todos?”. “¿Qué quieres decir con no unirme?” dijo el viejo Ventura Murillo mientras se ponía de pie. “Nuestra unidad está garantizada, están maduros para ello; no se van a acobardar, no después de lo que les dijo Trinidad”.
“¿Pero qué van a decir?”
“Esa es una pregunta preocupante”, dijo Murillo irónicamente.
“¿Cómo cree que va a reaccionar el gobierno, compañero Trinidad?” Saturnino insistió, su hijo aún sosteniendo su mano.
Los delegados de las siete secciones esperaron impacientes.
“Lo máximo que pueden hacer es despedirnos”.
“¿Nos pueden meter en la cárcel?” Saturnino Maya lo miró con aprensión en los ojos. Era tan pequeño y tan querido que Trinidad tuvo que luchar para no abrazarlo.
“Ejercer nuestro derecho de huelga no es un delito, y no nos pueden cobrar por eso. Podríamos perder nuestros trabajos, seguro, pero ese es un riesgo que vale la pena correr”.
Eran las 10 en punto ahora. ¡Qué miedo! Podías escuchar su respiración. El silencio se instaló donde antes solo se oía el resoplido de las locomotoras entrando a las estaciones. En todas direcciones había rieles, partían trenes, y las vías brillaban al sol, hasta las calles hacían el recorrido. ¡Adiós! ¡Adiós! La posibilidad de partir palpitaba en la mirada del estudiante, en la inquietud del niño, en el anhelo del anciano. Hubo más conmoción en Peralvillo que en el resto de la ciudad. Las máquinas de discos tocaban los últimos boleros que subían por los altos ventanales que daban a la acera: “Yo sé que nunca besaré tus labios / tus labios de púrpura ardiente, / sé que nunca conoceré la fuente loca / apasionada de tu amor”. De pie junto a su hijo, Saturnino levanta la vista. ¿Escucharon eso, hombres? Verás, todos saben que vamos a fallar. Esa canción es un mal augurio. “Cállate, cobarde”, dijo Silvestre Roldán, queriendo pegarle.
Ninguno de ellos se había involucrado nunca en algo como esto; hasta hoy habían aceptado los aumentos que sus jefes les habían dado, cada dos, cuatro años, pero nunca se hubieran metido en algo tan peligroso si no fuera por Trinidad. Lo miraron con desconfianza. ¿Podría ser esto un acto de suicidio? Carranza hizo fusilar a los trabajadores del tranvía. Habían matado trabajadores —hombres y mujeres— en Nueva Rosita, Coahuila, o en Río Blanco, Veracruz por mucho menos. Las palabras de su padre resonaron en los oídos de Jacinto Dzul Poot, él mismo trabajador ferroviario. “Todo esto es una tontería, no hay salida, terminará en sangre”.
“Realmente nos hemos metido en algo”, susurró Roldán traduciendo el miedo de los demás.
“He pasado noches a la intemperie”, respondió tajante Trinidad Pineda Chiñas, “me he despertado empapada en el rocío de la mañana, a veces me costaba levantarme, el cuerpo tan entumecido que pensaba que me capaz de hacerlo, he pasado hambre durante días; cuando las cosas iban bien, dormía en sótanos o en furgones, tenía tanta hambre y frío que sentía que ni el fuego ni el abrazo de nadie podía calentarme, pero aunque soy muy pobre, sé que si un hombre solo lucha y no se rinde, todo vale la pena.”
“Vale, vale, no hace falta filosofar, di lo que quieras, aquí estamos metidos en un lío”, insistió Silvestre, que era tan alto que tenía que agacharse para hablarle.
“No es un desastre; nuestra denuncia es justa, tenemos la obli-gación de ejercer nuestro derecho.”
“Nos van a joder”, volvió Silvestre a la carga.
“¿Quieres volver a ser como eran las cosas?”
“Las cosas no estaban tan mal”.
“Van a participar todos los tramos ferroviarios”, secundó Saturnino Maya Trinidad.
“Espero que tengas razón, hijo de puta”.
Los signos del insomnio eran evidentes en sus pálidos rostros.
“No podía cerrar los ojos anoche pensando que si todos los trabajadores no dejan de trabajar al mismo tiempo, nos van a despedir a todos”, insistió Silvestre.
Otros delegados esperaban en la calle. Afuera se persignaron hombres, mecánicos de tercera y segunda, compañeros de apizaco, de orizaba, aguascalientes, mecánicos de la estación de giro, de servicios especiales, los almacenistas, los obreros de talleres, compresores, electricistas, fundidores, soldadores, caldereros, reparadores de automóviles y pintores.
Estamos todos aquí, esperando.
“We don’t all fit, compañeros, I’m sorry.” Ventura Murillo’s house at Calzada de los Misterios was barely a home. Inside, the tenements lined up: No. 5 interior, No. 8 interior, 16, 34. Inside, there were families of eight and even twelve in two rooms, four in a single bed; they were embarking on the long day’s journey into night. Stalls packed into the sidewalks around the station where railway men drink coffee spiked with tequila from clay mugs early in the morning, tacos, pork leg sandwiches, the smell of fried snacks, the man smell that made the quesadilla woman, her nose stuck in her shawl, yell: “Alright, my farters.” Several men left their bicycles chained against the wall of Ventura’s house.
En el interior, el círculo alrededor del teléfono se hizo más estrecho. Al principio, las ondas de choque fueron tranquilas, pero ahora avivaron su ansiedad. “¿Lo que sucederá?” El misterio los mantuvo en ascuas. El temor de los hombres creció a medida que se acercaban las 10 en punto.
“Nuestra lucha es justa”, proclamó Trinidad, “debemos tener fe”.
Solo había un mundo y estaba en esa habitación, solo una vez y era para su espera. ¡Qué terrible lentitud! Vivían un momento solemne, nadie lo hablaba, pero se caía el momento inexorable que definiría sus vidas; nadie podría haberlo esperado, pero sus almas colgaban del minutero.
Era la primera vez que todo el sistema ferroviario se declaraba en huelga en todo el país sin convocar a la empresa. 10:00 10:05. 10:10. 10:15. Los ojos de Trinidad se magnetizaron en el teléfono como si el simple poder de su mirada pudiera hacer que las cuarenta secciones de la República gritaran: “Que nadie se mueva, estamos en huelga”: Ventura Murillo, Saturnino Maya, su hijo de ocho años , Silvestre Roldán, el yucateco Jacinto Dzul Poot cerraron el círculo, codo con codo. Dzul Poot solía decir: “¿Todo bien?” y los demás respondían que sí, pero ahora él lo repetía como un autómata: “Todo está bien, todo está bien, todo está bien, todo está bien”, como si estuviera rezando.
Afuera, los ferroviarios, con las manos en los bolsillos, esperaban en silencio. Algunos, con la cabeza gacha y sentados en la acera, giraban los pañuelos rojos alrededor del cuello. Parecían mayores de su edad. ¿O fue la espera lo que marcó sus facciones? Una vez que se diera la orden de huelga, el papel de los telegrafistas en cada estación sería crucial porque transmitirían la orden a los trabajadores de línea, a los comerciantes, a los oficinistas, a los tiradores, a los electricistas, todos, sin importar dónde estuvieran, tenían que detenerse. a la hora señalada.
Finalmente, a las diez y diecisiete sonó el teléfono; el líder casi lo deja caer cuando sus compañeros de trabajo se apiñaron a su alrededor. Después de colgar, gritó:
“Es una huelga general. ¡No hay tren en marcha!”.
Trinidad sintió una alegría que no sentía desde que era niño.
Los primeros informes de las secciones provinciales lo confirman: “Nadie está trabajando. Las banderas rojas y negras cubren todas las instalaciones del sistema”.
En el aviso circulado a las cuarenta secciones de la República, el Comité de Huelga estipulaba que si el tren estaba a mitad de camino debía llegar a la siguiente estación y detenerse. Naturalmente, los servicios de hospitalidad, los centros de emergencia y los equipos de saneamiento continuarían funcionando; los trenes militares y auxiliares, los oficinistas y los empleados de nómina continuarían en sus escritorios.
“El paro es total”, tembló la voz de Trinidad.
El teléfono seguía sonando, y luego de anotar la información de cada sección, también le temblaba la mano:
“Todo el país está paralizado”.
Las palmadas en la espalda sonaban como golpes de tambor. “Lo hicimos, hermano, lo hicimos”. Silvestre Roldán se secó los ojos con la manga de la chaqueta; Jacinto Dzul Poot hizo lo mismo con su bandana. Era imposible contener su emoción. El primer hombre que subieron a hombros fue Rodrigo, que se echó a reír a carcajadas. Saturnino Maya colgó de los brazos de sus compañeros de trabajo. El cabello blanco prematuro de Ventura Murillo fue una bendición. Todos lo llamaban “El Planchadito” porque su overol de mezclilla siempre estaba muy bien planchado, pero ahora, en mangas de camisa, buscó refugio en los brazos de sus compañeros de trabajo, riendo o tal vez llorando. ¿Cuál fue la diferencia? El rostro de Silvestre Roldán recobró el color.
Cada llamada telefónica traía buenas noticias. Después de haber temido el fracaso, las noticias de toda la República eran jubilosas. Afuera, en la calle, el ambiente se volvió festivo. Algunas empezaron a cantar “Railway Woman” espontáneamente.
“El compañerismo y la disciplina gremial saltan a la vista”, dijo pomposamente Roldán.
“Hoy, quién sabe mañana”, interrumpió Saturnino.
“¡Vete a la mierda! Tu pesimismo es reaccionario”.
“Saturnino tiene razón”, intervino Trinidad. “Siempre hay que empezar de nuevo, se gana, se pierde, se gana, se pierde, se gana, se pierde y se vuelve a empezar. Mañana tendremos que empezar todo de nuevo. Nada es permanente, todo cambia, la tierra se mueve, nosotros también, la luz nunca es la misma, todo se va y no vuelve, las olas del mar…”
“Ya basta, Tito, pendejo, la victoria te ha vuelto loco o algo así. ¿Qué pasa?” Ventura Murillo palmeó a Trinidad en la espalda.
Por primera vez en varias horas, el líder se sentó. Expandió y contrajo su pecho en una sola respiración profunda, quizás la respiración más profunda que había tomado desde que nació. Eso fue lo que intuyó, un nacimiento, algo en blanco después de la guerra intensa con los patrones, el diálogo lento y desesperado con la gerencia, las reuniones con sus compañeros de trabajo que por momentos parecían tan inmóviles y cerrados como la empresa. Le sonrió a Silvestre Roldán, cuya altura se derrumbó al lado de su jefe y le preguntó:
“¿Cómo lo ves?”
“Respiro profundamente, y mi confianza renace, porque estaba sorteando mi trabajo”.
“Todos apostamos nuestros trabajos”.
“Sí, pero tienes esposa e hijos. No tengo nada. Mi trabajo es mi vida”.
“Ser ferroviario es lo mejor que le puede pasar a un hombre”, sonríe Saturnino.
El suyo era un oficio que pasaba de padres a hijos, y lo ejercían como una de las profesiones más nobles desde que Teodoro Larrey fundara el Sindicato Mexicano de Mecánicos en 1900. En el México de Porfirio Díaz, de campesinos y terratenientes, los ferroviarios destacaban por su rudeza. . Estaban endurecidos, bruscos y orgullosos. En el pasado, no tenían miedo de la orden de “disparar en el acto” de don Porfirio y ahora, el sindicato más envidiado de México, se estaban convirtiendo en agentes de cambio. El pañuelo rojo anudado al cuello era su grito de guerra.
Al ver la respuesta de sus compañeros de trabajo, incluso los jefes sindicales, los charros , que decían apoyar el movimiento se declararon en huelga.
Los trabajadores llamaban charros a los jefes sindicales porque el 14 de octubre de 1948 Alfonso Ochoa Partida, un verdadero charro que vestía un sombrero trenzado y un pantalón ceñido con botones de plata, montaba a caballo, manejaba un lazo, amarraba a los terneros y los marcaba, se hizo cargo el sindicato local por la fuerza, a plena luz del día, con la ayuda de 100 policías y guardias presidenciales vestidos de civil, incursión que se conoció como el charrazo . Además de su equitación y su amor por su caballo “Florián”, Ochoa Partida trabajó en el ferrocarril y, tras ofrecer sus servicios al presidente Miguel Alemán, se convirtió en el primer jefe sindical comprado por el gobierno. A partir de entonces, cada vez que un dirigente sindical traicionó a sus afiliados, concluyeron los trabajadores, “ahí va otro charrazo.” La redada fue un golpe mortal para el movimiento obrero independiente. “Los trabajadores nos mandan”, le gustaba fanfarronear al presidente de la República.
“¿Cómo está mi hijo?” el viejo ferroviario don Nicasio pasó por la estación a preguntar al capataz. “Cuídalo por mí; si hace algo mal, házmelo saber para que pueda enderezarlo”. También saludó a la locomotora. “Cuídala por mí. Solía tratarla como a una reina”. “Yo también la mimo”, respondió el nuevo ingeniero. Lo que vio don Nicasio, sin embargo, lo entristeció: los talleres en mal estado, las vías en deplorable estado, y los equipos también, las locomotoras averiadas amontonadas en la estación de retorno; y lo que su hijo le dijo lo enojó hasta la médula de sus huesos. “Escucha lo que le dijo uno de los cabos al compañero de trabajo Javier Rizo: ‘Si quieres, puedes irte, no tienes que trabajar, yo te cubro, solo dame un poco de efectivo’”.
Las cantinas, cada vez más numerosas en Nonoalco, se llenaban temprano de jóvenes que estaban siendo “tapados”. Oye, papá, es la empresa la que nos empuja”. Obligaron al ingeniero Ventura Murillo a tirar de veinte carros cargados a tope con su motor, y aunque protestó diciendo que su “Adelita” no aguantaba el esfuerzo, el patrón le ordenó que lo hiciera; si no lo hacía, sería acusado de lentitud, de sabotear no sólo su propio trabajo sino el de sus compañeros. Cuando llegó a una cuesta empinada, el tren se volcó y chocó contra otro tren, y cargaron contra don Renato. “Gracias a Dios no le pasó nada, pero la multa fue de diez mil pesos. ¿Puedes creerlo, papá? Diez mil pesos. “Las cosas ya no son como antes, don Nicasio, nos acusan de lentitud todo el tiempo. “No hay nada peor que la ralentización del trabajo, yendo lento para que la mercancía llegue tarde. “Los hombres no hacen eso”. Dañaba la economía del país; fue un asalto contra la nación. El viejo ferroviario Nicasio sacudió la cabeza; su hijo vivía tiempos de corrupción gremial que lo enfermaban. “Tal vez sea el fin de los ferrocarriles mexicanos”.
“Primero hay que crear riqueza para repartirla”, decían los charristas .
Mientras tanto, el trabajo en el gobierno era una fuente de enriquecimiento personal.
Trinidad vivía en el Hotel Mina, y aunque nunca previó lo que le sucedería, cuando todos se retiraban a sus casas, extrañaba a su esposa Sara, la rutina de los domingos, las tardes en el parque con sus hijos. Clemencia, una compañera de trabajo dura y dedicada, se ofreció a lavarle la ropa. “Puedes venir a comer cuando quieras; si hay lugar para siete, hay lugar para ocho, compañero”. Ahora se arrepintió de haber dicho que no. Sintió la soledad hasta los huesos.
Por supuesto, tenía a su sobrina Bárbara, pero ella ni siquiera le preguntó cómo se las arreglaba en la ciudad. Tampoco preguntó por su mujer ni por sus hijos, que eran sus primos segundos. ¡Qué chica tan extraña, esa, criada a la manera moderna! Trinidad extrañaba los grandes cielos rojos, el calor y la tupida vegetación, el olor a cilantro, a epazote en una olla de frijoles negros hirviendo, a ropa recién planchada con almidón.
“Vamos a tirar algunos fríos para celebrar”.
El jefe bebía uno, tal vez dos, pero cuando estaba listo para el tercero, volvía al hospital.
“¡Ya ves cómo nos escucharon! ¡Ya ves lo que hicimos!
Al día siguiente el paro duraría cuatro horas y aumentaría cada día; el cuarto día serían ocho horas hasta convertirse en huelga general, todos los trenes se detendrían en las vías.
“Tenía miedo de cómo reaccionarían las líneas ferroviarias y alámbricas porque el gobierno las favorece, pero también suspendieron operaciones”. Trinidad no pudo contener su satisfacción.
“Conozco al sindicato y sé lo que pueden hacer”, interrumpió Ventura Murillo. “Él sabía que el paro se extendería por todo el país”.
“Declarar la victoria demasiado pronto es de idiotas”, anunció Silvestre Roldán.
Los trabajadores del ferrocarril habían adquirido una sensación de seguridad que nunca antes habían conocido. ¡Qué muestra de unidad habían hecho! La respuesta había superado todas las expectativas.
Traducido por George Henson