Buenos Aires: Obloshka Editorial. 2020. 178 páginas.
Hay un juego entre lectores entusiastas que consta de resumir una pieza literaria en una única frase, no exenta a veces de humor. Así, por ejemplo, se tiene que Crimen y castigo podría abreviarse del siguiente modo: “un tipo mata a una vieja y se arrepiente”. O bien, por ejemplo, En busca del tiempo perdido, sintetizarse como “un tipo moja una magdalena en té y entonces recuerda su infancia en más de mil páginas”. En este caso, podríamos jugar esa simplificación y decir que, en Baltasar, un muchacho humilde de un pueblo de provincia evoca a su madre asesinada, y que esa evocación pretende ser un conjuro de la memoria para ganarle a la muerte.
No. Ese es el adverbio monosilábico de negación que elige Baltasar para iniciar su monólogo en contra del olvido. Una oración unimembre, esas que no tienen sujeto ni predicado. ¿Quién es el sujeto de este relato de casi doscientas páginas? ¿Un huérfano resentido? ¿Su madre arrebatada? Creería que ninguno de los dos; me gusta pensar que el sujeto de esta novela es la vida misma, el recuerdo de una vida compartida y todo lo simple (y por simple, sublime) que esa vida compartida significó. Y como la vida es un prodigio, duele que se vaya, no sólo de cuajo en el plano físico, también que se difumine en aquel otro plano en el que se ubica la memoria. Por eso Baltasar pelea contra el olvido, como pelea el personaje Borges en el cuento El Aleph (contra las carteleras de fierro de la Plaza Constitución), en esa candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo muere y él observa con disgusto un renovado aviso de cigarrillos rubios, hecho que le duele porque le hace comprender que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. “Cambiará el universo, pero yo no”, piensa Borges, y cree que, muerta Beatriz, él puede consagrarse a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.
Y algo que va en esa misma dirección acontece con Baltasar. Los temas de la literatura son finitos pero infinitas sus formas de abordarlos. Los libros que dejan una huella son los que vuelven sobre una pasión que conocemos desde siempre y que vemos alumbrar por primera vez con su lectura. Baltasar, en su cruzada contra el olvido, podría agotarse en los lugares comunes de la evocación resentida y clasista. Pero no es eso lo que pasa porque lo que se termina imponiendo es el mero homenaje a la vida en una narración melancólica. La muerte es irrecuperable, pero (y el “pero” incluye un imprevisto) también alegre, una alegría que crece en algunas páginas en las que su mamá parece estar más viva que nunca. Nunca un ser querido es pasado, viene a reivindicar Baltasar. La suya es una memoria sin esperanza, pero una memoria en la que tiene tiempo de reclamar para sí que dejen de tenerle lástima, porque ya no quiere ser un pobrecito. Hay un mundo que se muere, rutinas que desaparecen, y todo parece servido para que afloren los estereotipos de la venganza y la pérdida del rumbo. Pero nada de eso sucede, y quizás en ese modo imprevisto de recordar es que radica la originalidad de esta novela.
Los poetas latinos postularon que acaso en la poesía había una fórmula para la inmortalidad. Los poetas vivían en su obra, en lo que esa obra seguía diciendo aun después de que ellos hubieran dejado este mundo. Baltasar, un morocho color tierra de un pueblo perdido, de una provincia perdida, a miles de años y de kilómetros de esa idea, lo sospecha y pone manos a la obra.