“La felicidad ahora me doy cuenta no es el tema/ de un discurso, sino el discurso mismo”. Estos versos del poeta venezolano Guillermo Sucre (Tumeremo, 1933) me vienen a la mente al evocar, desde la distancia espacial y temporal, los años de estudiante que pasé en Salamanca entre 2008 y 2014. Durante esa época, la “Cátedra de Literatura Venezolana José Antonio Ramos Sucre” tuvo un papel fundamental en mi formación, y tanto es así que acabó por determinar mi trayectoria académica y profesional. A través de esta Cátedra, yo —un estudiante español que, por aquel entonces, tenía un escaso vínculo con Venezuela y América Latina— pude tener un acceso privilegiado a la cultura venezolana e hispanoamericana, hasta el punto de encontrar en ella una afinidad espiritual y, a la postre, una vocación.
Las actividades de la Cátedra consistían en un Encuentro anual de escritores venezolanos y, además, en uno o dos cursos de Literatura venezolana al año que eran dictados por destacados especialistas en el área provenientes de universidades venezolanas. Recuerdo con especial emoción el primer curso de la Cátedra al que asistí en noviembre de 2007. Versó sobre el “Cuento venezolano” y fue impartido por el profesor Carlos Sandoval, de la Universidad Central de Venezuela, quien desde entonces es mi amigo personal. El curso fue un recorrido por la historia del cuento literario en el país, desde sus formulaciones costumbristas y fantásticas en el siglo XIX, pasando por el modernismo de Manuel Díaz Rodríguez, hasta llegar a mediados del siglo XX. Gracias a este curso pudimos conocer obras narrativas como La tienda de muñecos (1927), de Julio Garmendia, Las lanzas coloradas (1931), de Arturo Uslar Pietri, y clásicos del cuento en el país como “La balandra Isabel llegó esta tarde” (1934) o “La mano junto al muro” (1952) de Guillermo Meneses. Guardo, asimismo, un gran recuerdo del curso sobre el “Ensayo venezolano” que impartió Edgar Páez, buen amigo también y hoy director editorial de la Biblioteca Ayacucho. Simón Rodríguez, Francisco de Miranda, Simón Bolívar, Fermín Toro, Mariano Picón Salas, son algunas de las personalidades literarias y políticas de talla universal que pudimos descubrir en este curso. Y a la vez que discutíamos y analizábamos los textos de estos autores, los alumnos íbamos intuyendo que en Venezuela la realidad cultural y social es mucho más compleja que la española y que se encuentra en un proceso de definición permanente.
Además de los cursos de literatura, se celebraba anualmente, en la última semana de noviembre, un “Encuentro de escritores venezolanos”. Los escritores invitados —normalmente tres o cuatro— hacían una lectura pública de sus textos en varias sesiones. Los profesores y becarios del Departamento, que habíamos leído sus obras de antemano, preparábamos breves ensayos para presentarles al público. A quienes estábamos empezando entonces, estas presentaciones nos enseñaron a hablar en público y nos ayudaron a formarnos como críticos literarios. Estos Encuentros eran, además, una oportunidad inmejorable para saber qué literatura se estaba escribiendo en Venezuela en aquel momento y para establecer vínculos personales con destacados autores del país. En los años en que yo participé, pude conocer, entre otros, a escritores como Gonzalo Fragui —un poeta nacido en la ciudad de Mérida, quien a través de su poesía irónica y humorística celebraba el amor y la ebriedad— y a Rosa Elena Pérez Mendoza, una escritora de crónicas literarias —o “minúsculas mentiras” como ella las llamaba— que mezclaba en sus textos lo culto y lo coloquial, lo propio y lo ajeno, la verdad y la ficción. Las presentaciones que escribimos para presentar a los escritores se publicaron en el libro Voces y escrituras de Venezuela (Caracas, 2011). Esta publicación recoge cincuenta y un ensayos sobre otros tantos escritores venezolanos que participaron en los Encuentros entre 1995 y 2010. Entre estos autores se encuentran algunos de los más destacados de la literatura venezolana contemporánea: José Balza, Luis Britto García, Rafael Cadenas, Elisa Lerner, Eugenio Montejo, Ramón Palomares, etc.
Además de las actividades académicas, las conversaciones con los profesores y los escritores fuera de la universidad tenían tanto valor para nosotros como las clases y las lecturas literarias. Estas charlas se alargaban durante horas en los bares de Salamanca, entre cañas y tapas, o paseando por la ciudad. En ellas hablábamos de manera más informal sobre literatura y cultura, pero también sobre la situación política y sobre la vida cotidiana en el país. Estos diálogos nos permitieron a los estudiantes establecer vínculos muy valiosos entre los textos literarios y la realidad social venezolana, y así llegar a entender mejor un país que se nos presentaba a la vez familiar y misterioso, y que despertaba en nosotros una curiosidad especial. A finales de noviembre, cuando concluía el Encuentro de escritores y también el curso de literatura, todos los estudiantes, profesores y escritores que habíamos participado en las actividades de la Cátedra salíamos a cenar y continuábamos la fiesta hasta bien entrada la madrugada, acabando normalmente en El Savor, un mítico local de salsa, muy lejos ya de las formalidades letradas.
Gracias a la existencia de esta Cátedra yo enfoqué mis estudios a la literatura venezolana contemporánea. Escribí mi tesina de Máster sobre la poesía de Juan Liscano, y mi tesis doctoral, publicada con el título de La última claridad (2017), sobre el pensamiento literario de Guillermo Sucre. Después de doctorarme he continuado investigando y publicando sobre literatura venezolana contemporánea, en particular sobre Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, y sobre la obra de Mariano Picón Salas publicada entre 1916 y 1935. El año pasado (2020) coordiné el número “Poesía venezolana en el siglo XXI”, que apareció en la revista Guaraguao de Barcelona. A día de hoy, desde mi puesto como coordinador de Humanidades y Ciencias Sociales en la American University in Dubai, promociono activamente la cultura española e hispanoamericana en Emiratos Árabes a través de la organización de eventos universitarios en colaboración con las embajadas hispanas que tienen sede en ese país. Incluso para esta labor que hoy realizo, mi participación en las actividades de la Cátedra ha tenido un valor decisivo.
No puedo concluir este texto sin mencionar a la doctora Carmen Ruiz Barrionuevo, quien fue la fundadora de la Cátedra en la Universidad de Salamanca y su coordinadora hasta hace poco. Ella impulsó incansablemente las actividades de la Cátedra y, a pesar de las dificultades con que se encontró a veces, se esforzó siempre para que los cursos y los Encuentros salieran adelante. Ella conoce muy bien el valor de la literatura venezolana y sabía lo importante que era mantener esta Cátedra tanto para la Universidad de Salamanca como para los estudiantes del Máster y del Doctorado en Literatura española e hispanoamericana. Quiero agradecerle expresamente mi participación en las actividades de la Cátedra, así como la generosidad y la confianza que siempre mostró conmigo. Ojalá que su legado se mantenga en el tiempo. Asimismo, quiero aprovechar la oportunidad para mencionar a los compañeros de Salamanca que participaron regularmente en las actividades de la Cátedra y que contribuyeron a su éxito: Francisca Noguerol, María Ángeles Pérez López, Eva Guerrero, María José Bruña, José Manuel González Álvarez, Vega Sánchez Aparicio, Carlos Rivas Polo, Catalina García García-Herreros, y Luislis Morales Galindo. Finalmente, espero que este texto sirva para que otras universidades —siguiendo el ejemplo de la Universidad de Salamanca— establezcan Cátedras similares, y para que la tradición literaria venezolana, muy valiosa, pero, desafortunadamente, poco reconocida internacionalmente, tenga una mayor presencia en otras aulas universitarias y marque la vida de otros estudiantes.