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Número 36
Dossier: Diarios y dietarios escritos por autores chilenos

Punto de fuga o los ojos de Emma Bovary: Sobre Diarios de Álvaro D. Campos y Mínimas de Francisco Díaz Klaassen

  • por Nicolás Bernales
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  • November, 2025

A mediados de septiembre, una influencer española decidió confesar una verdad incómoda: no todo el mundo disfruta leyendo. Lo hizo con la contundencia de quien acaba de descubrir el fuego: “Hay que superar que hay gente a la que no le gusta leer. Y no sois mejores porque os guste leer”. Bastó esa frase —una suerte de manifiesto posliterario— para que ardieran las redes, los suplementos culturales y los buzones de amenazas. 

El episodio no era nuevo, solo el acento. En Chile, hace unos años, un ministro de Estado —economista, con estudios en alguna universidad estadounidense y éxito asegurado en todas las métricas del mérito— declaró, con similar candor: “No leo novelas porque no tengo tiempo. Prefiero aprender cosas nuevas. La vida es muy corta. Leer novelas es tiempo que le quito a aprender algo”.

Ambos casos revelan la misma superstición moderna: que leer sirve solo si enseña, si produce, si mejora el rendimiento. Y que el placer —ese residuo inútil de otra época— es una pérdida de tiempo. Sus declaraciones no son graves en sí mismas, pero la forma en que desestiman aquello por lo que no sienten interés acredita de sobra su torpeza.

Este tipo de polémicas y discusiones se ha dado siempre y, en general, no lleva a ninguna parte. Tal vez no se ha logrado dar con un motivo o una explicación contundente sobre la función del arte o, en este caso, de la lectura. De ese laboratorio han nacido ensayos, frases y estudios que han intentado acercarse a una respuesta, donde la defensa de la inutilidad ha sido preponderante. Son aproximaciones interesantes —a veces inspiradoras o poéticas—, pero no logran una definición clara y concisa, como la que exigen estos tiempos de aceleración digital, donde la lectura debe estar justificada.

También hay acercamientos desde el punto de vista neurológico, que plantean fenómenos fascinantes más allá de la decodificación lingüística o la transmisión de conocimiento. Uno de ellos es el de las neuronas espejo: cuando leemos narrativas, las áreas cerebrales relacionadas con la percepción y la acción se activan como si estuviéramos experimentando la situación. El efecto es aún más notable en narrativas literarias complejas, donde los personajes presentan ambigüedad psicológica y dilemas éticos.

La escritura no nace del vacío. Todo texto arrastra, de manera explícita o secreta, las huellas de aquello que su autor ha leído. En algunos casos, esa presencia se enmascara bajo la ficción de la originalidad; en otros se exhibe con transparencia, como si leer y escribir fueran apenas dos momentos de un mismo acto. En los libros de Álvaro Campos (Diarios, Laurel, 2022 y Negocio familiar, Tusquets, 2025) y en las piezas de Mínimas (Alfaguara, 2023) de Francisco Díaz Klaassen, la lectura se presenta no como un adorno ni como una fuente lejana. Se presenta como materia constitutiva: motor, marco, tono de la escritura y sus implicancias con la experiencia. En estos libros se aprecia un nuevo elemento en el fenómeno: cómo afecta en lo vivido.

Díaz Klaassen es autor de las novelas Antología del cuento chileno, El hombre sin acción, La hora más corta y En la colina, y del libro de cuentos Cuando éramos jóvenes. Actualmente, hace clases de literatura inglesa en la Universidad Católica de Chile.

El epígrafe de Benjamin Constant con que comienza Mínimas nos da una idea del recorrido que propone: “La naturaleza real de las personas vale tan poco que prefiero aquella con la que la sustituyen”. Esta sustitución o manera de complementar la naturaleza no está expuesta de forma literal: el autor no busca explicar ni aclarar nada. Al querer dar un ejemplo de lo que significa estar bien conectado, el autor entrelaza en pocas líneas a Casanova en medio de cortes y palacios. También menciona a Constant visitando a los escritores más influyentes de la Alemania de aquella época y describe una larga estadía en Uruguay, donde escribió bajo el dictamen de la cerveza a una escritora que conocía superficialmente, sin estar del todo seguro de sus intenciones.

Mínimas trabaja deliberadamente el aforismo y el ensayo breve, donde lo acotado debe estar cargado de la máxima expresión. Son piezas que funcionan como respuesta a lo leído: miniensayos sobre autores, juegos intertextuales en manos de una voz que comenta, observa, ironiza y dialoga con tradiciones de la escritura fragmentaria (de Pascal a Cioran, de Barthes a los aforistas contemporáneos). 

La lectura no se oculta: es materia bruta que se convierte en literatura por vía de la reflexión, a través de la cual sitúa al lector en el centro del juego. Cada mínima exige complicidad: el sentido completo no siempre está en la página, sino en la cultura compartida, en la referencia que el lector debe reconocer o, si no se da el caso, ir en su búsqueda. Algunas de ellas solo poseen unas pocas líneas; las más extensas alcanzan dos o tres páginas y están enmarcadas bajo un título, que a veces se repite de forma seriada: Literatura y realidad, La soledad del escritor, La crítica, La imaginación, Ego y yo. Con esto logra un arco de continuidad a lo largo del libro, a pesar de la autonomía de cada una. Además, hay notas al pie de página que no son simples aclaraciones (dialoga con lo que hace Sterne, Amis, Nabokov en Pálido fuego); son comentarios, nueva información, extensiones derivadas del tema original, como si se tratara de una segunda voz que conversa con la primera.

Su forma de explorar no está exenta de un gesto lúdico y a ratos corrosivo: destellos críticos sin esconder enfados ni ocurrencias. Es ahí donde radica la originalidad, en el punto de vista del autor y el tránsito entre cada pieza y sus notas. Díaz Klaassen juega con las conexiones a lo largo del libro —reales, fortuitas o frutos del azar—:

“Solemos tender circuitos a partir de los escritores que leemos y disfrutamos más, y a través de ellos entendemos no solo la literatura, sino muchas veces la vida misma (…). Todos tenemos circuitos propios, a los que hemos llegado como por casualidad (las tramas universitarias suelen deshacerse solas cuando uno empieza a razonar por su cuenta) y que en cierto sentido están cerrados por ese mismo carácter que tensiona el azar con el destino*. Bioy–Constant–Schnitzler–Casanova es uno de los míos”.

(* Como decía Johnson, hay que leer “todo lo que a uno le sugiera su inmediata inclinación”.)

Los autores citados son innumerables y demuestran erudición, aunque no del tipo asfixiante de quien deja caer nombres sin cesar. Cada uno de ellos está en función de una idea. Benjamin Constant, Casanova, Sergio Pitol, Isabella Bird, Kafka, Ovidio, Houellebecq, Montaigne, Shakespeare, Rulfo, Thomas Mann, Bernhard, Zweig, Goethe, Schwob, Bioy Casares, Schnitzler, Borges, Chesterton, Dickson Carr, Onetti, Faulkner, Conrad, Al-Latif, James Purdy, Arlt, McCarthy, Sherwood Anderson, Sterne, Shawkat Toorawa, Bacon, Philip K. Dick, Chaucer, Boccaccio, Bradbury, Saroyan, Samuel Johnson, Boswell, Gógol, Mrożek, Markson, Roth, Carver, Chéjov y Márai son solo una pequeña muestra de un listado imposible de sintetizar en estas páginas. 

No todas las entradas motivan el mismo interés, pero el promedio de flotación es asombroso. A lo largo del trayecto, Díaz Klaassen se hace cargo de una amplia variedad de temáticas ligadas de una forma u otra al libro. No son ensayos sobre “literatura” a secas; los conecta con nuestra condición humana, nuestras percepciones, sentimientos, miedos, bajezas. Destaca la figura del intelectual (y artista) no académico. Tanto en los citados como en su propia experiencia, manifiesta una distancia frente a esa esfera: “Hoy se esconden allí quienes, creyendo ser distintos y originales, alzan banderas prefabricadas que emborronan y achatan cualquier atisbo de individualidad”. Habla del ego, de cómo Montaigne “oculta el yo al mostrarlo como un fin para descubrir a la humanidad misma”, mientras “nuestra época promueve las colectividades más abarcadoras impulsadas prácticamente siempre por el egoísmo individualista”.

Habla de las dificultades para escribir sobre el amor y sobre la felicidad que provoca el encuentro con grandes personajes de la narrativa: “remedios contra el tiempo, antídotos contra el futuro, salto y escape del presente”. De cómo la literatura es un asunto solitario, por muchos talleres, clubes de lectura o cuentas de Instagram que se empeñen en mostrar lo contrario. De la envidia, del placer de los descubrimientos tardíos, de lo vasta que puede llegar a ser la imaginación. De lo entretenido que resulta especular y lo provechoso que puede ser perder el tiempo entreteniéndose. Sobre ficción y seducción: “las mentiras del enamorado, mientras lo está, nunca son falsas. Así funciona, por cierto, la literatura”.

En las notas de Sciascia encuentra la humanidad de un espíritu afín. De alguien que vibra con el arte y sufre con la realidad más terrenal y descerebrada que lo rodea. Comparte el entusiasmo de hacer creer que la ficción no es ficción, frente a la falta de gracia de escribir la realidad. Es crítico con la fijación de algunos escritores por la llamada literatura de los padres y de los hijos. Y con el engaño que encubren los libros que venden muchas copias: “Nos dan a entender que no estamos solos. La verdadera literatura es sincera porque nos demuestra que sí lo estamos”.

También presenta dudas sobre la importancia de su propia obra y de su alcance: “Mis amigos me aseguran que me leen, y que lo hacen con placer, pero no son pocas las veces en que las cosas que dicen (o dejan de decir) sobre lo que escribo permiten que ponga en duda esas palabras”.

En medio de observaciones sobre la Llave de Oriente de Al-Latif, los viajes inventados de Mandeville o la defensa de la obra de Casanova en contra de la apreciación de Zweig, aparece un divertido recuerdo de cómo se prepara un grupo de estudiantes para resistir el invierno en un pueblito universitario en EE. UU. o la reacción del autor frente a la foto del hijo de su exmujer que le enseña un amigo. Y luego vuelve a retomar a David Markson, para recordarnos que el pelo del gato cambia de color cada vez que se lo menciona en La amante de Wittgenstein: “Como cambian los ojos de Emma Bovary”.

Díaz Klaassen escribe un libro donde cada uno de sus textos breves resuena en un eco recurrente, compuesto por asociaciones y referencias profundas que giran alrededor del libro y la realidad. Intenta dar con ese lugar de conexión, donde se tocan, donde se rozan: “La realidad en la literatura es como el punto de fuga en el dibujo: una referencia en la que converge todo pero de la que ese mismo todo está siempre alejándose”. 

El caso de Álvaro Campos es distinto; no obstante, comparte con Díaz Klaassen una concepción de la lectura como materia activa de la escritura y la vida. En ambos reaparecen las conexiones, las resonancias, el eco de un libro que lleva inevitablemente a otro.

Campos comenzó publicando sus textos en su cuenta de Facebook, espacio donde continúa haciéndolo hasta hoy. A pesar del desgaste de esa red social, su página sigue siendo un lugar activo, no exento de discusiones, polémicas y comentarios enfrentados. Ha reunido así una comunidad de lectores fieles, defensores y detractores a partes iguales.

Su escritura, que se presenta como la de una diarista, se mueve entre la anotación íntima, la crónica y la reflexión literaria. Explora el yo desde la experiencia cotidiana, elevando lo rutinario —el tránsito, la conversación trivial, el gesto mínimo— a materia de escritura. Lo hace con una mirada escéptica hacia el mundo literario chileno, en la que la ironía funciona como defensa y la provocación fundada como forma de pensamiento. Campos parece rehuir cualquier gesto de solemnidad, y esa irreverencia lo convierte en una figura singular dentro del panorama actual. “Quiero postular a un fondo literario para comprarme un sofá, como Mario Levrero”.

Durante un tiempo firmó como Álvaro D. Campos, juego de referencias con el heterónimo pessoano al que el poeta portugués concedió “toda la emoción que no se permitió a sí mismo ni a la vida”; aquel que aspiraba a “sentir todo de todas las maneras”. El guiño no es menor: revela una voluntad de distancia y desdoblamiento, una búsqueda de autenticidad que se camufla bajo la máscara del anonimato.

Sabemos, por él mismo y por las notas biográficas de sus libros, que escribe desde un celular mientras atiende un almacén en la comuna de Pudahuel. Este dato biográfico reconfigura la imagen del escritor en un contexto periférico, donde la literatura convive con el trabajo, sin renunciar por ello a su densidad reflexiva.

La publicación de sus escritos en estos dos libros ha convertido a Campos en un fenómeno, sobre todo a partir de Negocio familiar. Esto lo ha llevado, no sin mostrar cierta incomodidad, a figurar: a ser comentado más allá de su cuenta de Facebook; a dar entrevistas y, en cierta medida, a dar la cara sin ocultar cierto dilema y ambivalencia frente a la exposición.

Una incomodidad justificada, si se observa el enfoque de algunas de esas entrevistas y artículos, donde se ha desaprovechado al lector, al analista, al intelectual (sí, Campos lo es) para concentrarse en el trabajador del almacén, en el barrio, en el celular donde escribe entre cliente y cliente. Un gesto llamativo, sí, pero que deja un aroma de paternalismo. Y si estas palabras vinieran desde otras comunas —más acomodadas, más progresistas—, ¿llamarían igualmente la atención? Es una pregunta incómoda, un desperdicio que desvía la mirada. No nos desviemos más:

En Diarios, los pasajes suelen estar atravesados por citas, guiños o comentarios de lecturas. No son ornamento, sino que se integran al flujo del texto como una extensión de la cotidianidad: lo que lee afecta cómo se narra lo vivido. Cita o recuerda libros no para reverenciarlos, sino para contrastar sus experiencias con ellos. No lo hace para exhibir erudición, sino para inscribir la experiencia personal dentro de una tradición que lo antecede y lo sostiene. La lista de autores también es inmensa y difícil de abarcar. Pareciera que Campos lo ha leído todo.

La forma como va insertando estas lecturas varía en cada una de las entradas; a veces solo transcribe una cita de San Agustín o un extracto de La carretera de Cormac McCarthy. En otras, mientras está hablando sobre las vitrinas que las redes sociales han creado para que los fracasados observen los goces ajenos, concluye con una frase de Tocqueville: “El resentimiento es el motor de la historia”.

El recuerdo de cuando se sometió a una colonoscopia mientras los médicos oían música bailable lo lleva a pensar en lo aterrador que puede ser cualquier simulacro o acercamiento a la muerte y así mismo esto lo lleva a pensar en Dostoievski a la espera de su fusilamiento en San Petersburgo. A pensar en aquellas horas en que el escritor ruso estuvo convencido de que iba a morir; “una epifanía que marcó toda su obra futura”.

La fealdad de Stendhal, la inutilidad del oficio del escritor, la vanidad como la peor enfermedad de la literatura, Proust y la neurociencia sobre el olfato y su ligazón directa con las imágenes del pasado. La banalidad del mal en los matinales, el oído lo suficientemente afinado para distinguir un balazo de un fuego artificial, algunas costumbres y usos de los fumadores de pasta base, el comunismo, el consumo, el dinero, el comportamiento en las redes sociales entrelazadas con la presencia de su hijo. Presencia desde la primera entrada, donde vincula con maestría el canto de un pájaro en la madrugada, una anotación en el diario de Cristóbal Colón el 9 de octubre de 1492, una leyenda sobre los prisioneros de Auschwitz y cómo el desvelo por su bebé que se niega a dormir le regala el canto del primer pájaro en la madrugada:

“A quienes hemos visto dormir ya no le podremos odiar nunca”, escribió Canetti, pero ver dormir a tu hijo es una experiencia demoledora. Erradica todas tus certezas intelectuales, todo lo que pensabas antes de que tus noches pasaran en vela, de pie al lado de una cuna, vigilando con ternura.

En Campos, las certezas intelectuales palidecen al lado de otras realidades o se reubican en el fluir de la vida cotidiana, de la cual captura su esencia con un lenguaje conciso y lúdico. En Negocio familiar vamos a encontrar el mismo tipo de observaciones, destellos de inteligencia e ironía, pero encausadas hacia el tema del trabajo, el esfuerzo y la ambición. Tal vez se pierda algo de la naturalidad de Diarios, pero esto se deba más que nada al armado. La esencia es la misma. Eso sí, el personaje está más expuesto; lo vemos con mayor claridad actuando detrás del mesón del almacén, lo vemos sentir placer al ver a un viejo de feria pagar el pan exhibiendo un fajo de billetes o apuntando en un papelito: “googlear precio”, luego de ver una foto de Fidel Castro donde luce dos relojes Rolex en la misma muñeca, mientras una señora le compra un kilo de arroz. O pretendiendo no perder el hilo de sus anotaciones mientras un comprador de cigarrillos intenta estafarlo con un billete falso.

Subraya durante sus desvelos los diarios de Lord Byron mientras se pregunta si la motivación de ese acto es la vanidad. “La curiosidad, que decía La Rochefoucauld, que ‘procede del deseo de saber lo que los demás ignoran’”, para luego matizar la afirmación: “Pero en general las citas que subrayo son puras nimiedades, nada de sabiduría. Por ejemplo, el problema que tenía Byron con la comida”. Lo que lo lleva a pensar en el miedo a engordar de algunos autores como Nietzsche y Kerouac, y a pensar en aquellos hombres que lo hacen con total indolencia tras su matrimonio; desconocen el poder y la fragilidad del mercado sexual.

En la escritura de Campos se asoma la de los diarios de Iñaki Uriarte (tal vez uno de los escritores secretos mejor guardados). Pero su perspectiva es única; nos incorpora a su mundo, a su subjetividad, a la voracidad de sus lecturas y a la originalidad de su mirada; rebelde, irónica, verdadera, tal vez necesaria. Cada línea deja ver que debajo hay otras voces, otras páginas.

Tanto en Mínimas como en Diarios y Negocio familiar hay un eco de lecturas que se condensan hasta convertirse en chispa, y esa chispa enciende nuestra curiosidad. Una curiosidad gozosa, estimulante. Hay algo en ellos del intelectual de la plaza pública, quien intenta hacernos ver eso en lo que ya no nos detenemos. La lectura deja de ser un acto pasivo o un lujo intelectual. No es un complemento ornamental de la experiencia, sino aquello que la enriquece y la cuestiona. Ambos autores demuestran que leer no es un gesto utilitario ni un trámite educativo: es una forma de pensamiento que se filtra en nuestras acciones. No ofrecen respuestas ni garantías. Pero nos recuerdan que entre pasado y presente, entre tradición y cotidianidad, en medio del flujo de agitación en el que estamos inmersos, podemos darnos el lujo de detenernos y pensar en el color de los ojos de Emma Bovary1.

 

1 En algunos pasajes Flaubert menciona que Emma tenía ojos de “color complicado”.

 

Foto: Srikanta H. U, Unsplash.

 

  • Nicolás Bernales

Nicolás Bernales was born in Santiago de Chile in 1975 and lives there today. He completed studies in audiovisual communications and advertising. He is the author of the book of short stories La velocidad del agua (Ojo Literario, 2017), for which he received a creative fellowship from Chile’s Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, and of the novel Geografía de un exilio (Edizioni Ensemble, Rome, 2023 and Zuramérica, Santiago, 2023). He also works as a literary columnist for various outlets, such as El Mostrador, El Mercurio, and the Central American magazine Carátula. 

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