Para Fiona Sampson, con amistad agradecida
La confinación desde la que escribo es al mismo tiempo una condena y un lujo.1 Llevo, como muchas otras personas en el mundo entero, varios meses sin salir de casa por protegerme —y proteger a otros— de esta pandemia de la que seguiremos hablando el resto de nuestras vidas. En tales circunstancias, el acto de escribir es tanto un escape como un internamiento en la realidad: en la pantalla del ordenador se asoma el poema, pero también se agolpan las noticias del mundo y el ruido de todas las vidas privadas que se pasean por las redes sociales. El contexto mundial, la verdad y la mentira, lo anodino y lo profundo, el ruido y la música, terminan por ser indistinguibles.
Escribo desde ahí: frente a la luz de esa misma pantalla en la que a veces convoco al silencio, en la que busco que también sucedan la lentitud y la contemplación. El resplandor que cae sobre el teclado y la percusión del texto que nace son mi manera de danzar frente al fuego, como lo hicieron los primeros poetas, cuando apenas empezaban a inventar el lenguaje. Escribo, imagino: veo la tradición literaria como una enredadera con un ancestro común: el deseo de traducir el silencio, de decir lo indecible.
La poesía es una familia de tallos que se tocan y entrecruzan, que algunas veces compiten uno contra otro por algún espacio de sol o de agua, pero que jamás se anulan. Algunos son famosos por sus flores. Otros, por sus frutos. Otros más, por sus espinas u hojas. La existencia de todos es necesaria para que la enredadera sea lo que buscamos quienes acudimos al poema: una red viva que nos salve (que nos salva) del abismo. Una respuesta a la muerte, con quien siempre dialogamos.
Hace cien años, en las primeras décadas del siglo XX, muchos poetas de un mismo tallo levantaron la voz para definir (una vez más) lo que significaba la poesía y, por lo tanto, su propia existencia y la existencia misma. Toda poética y toda arte poética son a la vez un credo y una justificación de la propia vida frente al cosmos. Al enunciar la función de la poesía el poeta declara su propia labor en el mundo, su esencia y su rostro. Define y se define: se defiende frente a la nada. Justifica el relámpago de su vida en la noche del tiempo; el rayo de su voz en la eternidad del silencio. Cada manifiesto, cada arte poética, responde dos preguntas: ¿Para qué sirve la poesía? y ¿Para qué vivo yo, que me dedico a ella?
Las llamadas vanguardias históricas quisieron romperlo todo, dinamitar no solamente el lenguaje, sino el silencio, el statu quo y el modo en que nos aproximamos al arte. La belleza (la misma belleza que antes Rimbaud, padre-niño de la vanguardia, había sentado en sus rodillas, encontrado amarga e injuriado) fue despreciada y cambiada por el shock, por el extrañamiento como valor artístico central. Con tal desplazamiento los cimientos del arte fueron sacudidos, y el arte refundado.
El poeta vanguardista fue un creador de temblores, una especie de titán. Si los románticos y modernistas fueron siempre lo más alto de la humanidad, los vanguardistas de inicios del siglo XX fueron directamente creadores de universos. Creyentes en la idea heideggeriana (aunque el filósofo la haya escrito después de que los poetas la hubieron practicado) de que la poesía es la fundación del ser por medio de la palabra; se sintieron dueños de todo lo que puede ser nombrado y lo fundaban todo. Lo dice Huidobro mejor que nadie: “El poeta es un pequeño Dios”.
Hoy, el destino de una poética semejante sería el ridículo, o cuando menos la justificada desconfianza. Es imposible sostener ahora que el poeta es un pequeño Dios. Incluso los rasgos que pueden hacer excepcional a un autor determinado (su historia, raza, alguna enfermedad, su manera de aproximarse al poema, etc.) lo ligan con el resto de los seres humanos, en lugar de separarlo de ellos. El poeta contemporáneo no observa a los otros desde lejos: se observa entre ellos, se reconoce en ellos. Y esa aproximación es, precisamente, la divisa de la poesía de nuestro tiempo.
Lo que antes era insignificante y no encontraba sitio en el poema —la vida diaria y sus asuntos, la soledad común contrapuesta a la soledad excepcional del romántico, o la soledad santificante del maldito— son hoy parte fundamental del discurso poético, pues quien escribe parte desde allí hacia la conjuración verbal de lo indecible, a la dicción del misterio.
Vanguardia, avant-garde. ¿Qué poeta actual fundaría un movimiento y aceptaría para nombrarlo un término de guerra que alude a la primera línea de batalla? Quienes escriben poesía en estos momentos no piensan en sí mismos, ni en la vida, ni en la propia escritura, en esos términos: no fundan movimientos ni se organizan en grupos estéticos. No escriben manifiestos —si alguien los hace son de carácter exclusivamente personal o abiertamente satíricos— ni piensan en ellos mismos como aquellos que poseen una verdad que deba ser aceptada luego de haber roto las anteriores.
Nacidos luego de la caída de las utopías, del fracaso de las revoluciones, los poetas actuales descreen de todo partido o posición política organizada. No se proponen como guías ni salvadores: saben que no están al frente ni por encima de nadie, y dudan sistemáticamente de sí mismos. No pretenden guiar: acompañan y son acompañados. La duda y la intuición, y no la afirmación categórica, son el origen de su escritura. Su trabajo crea lentitudes, espacios para poder, en medio de tanto ruido e información indistinguible, vislumbrar lo eterno. Lo que era vanguardia se ha convertido en guardia: la guardia del silencio.
El ímpetu de la actual guardia, como el de la vanguardia, es de ruptura. En este nuevo inicio de siglo tal rebelión toma la forma de vuelta al silencio y al origen, de una búsqueda de comunión en lo humano.
Los vanguardistas tenían sólidas certidumbres: creían en sus movimientos literarios, en su credo político, en el partido comunista (si tal era el caso), en la justicia de sus ideales, en la necesidad de dinamitarlo y refundarlo todo, en su propio talento personal. Su beligerancia era el resultado de la seguridad que tenían en sus convicciones. Eran militantes de la disidencia, ateos que pontificaban, practicantes de una locura ortodoxa que llegaba a ser excluyente y hasta programática: eran los dueños del arte desde el inicio del tiempo. Pequeños dioses, sabelotodos que mostraban a los humanos de a pie lo caduco de las estructuras sociales, mentales y literarias.
Distintamente, una de las voces más importantes del presente, la poeta polaca Wislawa Szymborska, expresa mejor que nadie la importancia de no saber, de dudar de sí misma y de todo para el poeta contemporáneo que necesita el espacio de la duda para crear. En su discurso de aceptación de; Premio Nobel de literatura en 1996, podemos leer:
…estimo altamente estas dos pequeñas palabras: “no sé”. Pequeñas, pero dotadas de alas para el vuelo. Nos agrandan la vida hasta una dimensión que no cabe en nosotros mismos y hasta el tamaño en el que está suspendida nuestra Tierra diminuta. Si Isaac Newton no se hubiera dicho “no sé”, las manzanas en su jardín podrían seguir cayendo como granizo, y él, en el mejor de los casos, solamente se inclinaría para recogerlas y comérselas. Si mi compatriota María Sklodowska-Curie no se hubiera dicho “no sé”, probablemente se habría quedado como maestra de química en un colegio para señoritas de buena familia y en este trabajo, por otra parte muy decente, se le hubiera ido la vida. Pero siguió repitiéndose “no sé” y justo estas palabras la trajeron dos veces a Estocolmo, donde se otorgan los premios Nobel a personas de espíritu inquieto y en búsqueda constante.
También el poeta, si es un verdadero poeta, tiene que repetirse perpetuamente “no sé”. Con cada verso intenta responder, pero en el momento en que pone el punto final, le asaltan las dudas y empieza a advertir que su respuesta es temporal y en ningún caso satisfactoria. Entonces prueba otra vez y otra vez, para que a las sucesivas muestras de su insatisfacción consigo mismo los historiadores de la literatura las sujeten con un clip enorme para denominarlas “La Obra”.
Los poetas actuales no solamente admiten la duda, sino la completa certeza del error dentro de su quehacer: la infalibilidad (o su tono) perteneció a esos pequeños dioses del siglo pasado. Ahora escriben poesía simples personas, seres humanos. Anne Carson, otra poeta central de nuestro presente (este año le será entregado el premio Princesa de Asturias de las Letras, que le ha sido ya concedido) habla del error en términos vitales y creativos. Para ella el error es todo a lo que puede aspirar el poeta. En un poema titulado “Ensayo sobre las cosas en las que más pienso” (la traducción es de Berta García Faet), dice:
Aristóteles dice que la metáfora hace que la mente se experimente a sí misma
en el acto de cometer un error.
Ve la mente como algo que se mueve a lo largo de una superficie plana
hecha de lenguaje ordinario
y luego de repente
esa superficie se rompe o se complica.
Emerge lo inesperado.
Al principio parece raro, contradictorio o incorrecto.
Y después sí tiene sentido.
(…)
Las metáforas le enseñan a la mente
a disfrutar del error
y a aprender
de la yuxtaposición entre lo que es y lo que no es.
Hay un proverbio chino que dice:
un pincel no puede escribir dos caracteres en la misma pincelada.
Y aun así
eso es justamente lo que hace un buen error.
“Un buen error”, una aproximación cuya perpetua insuficiencia garantiza el espacio para seguir intentando la palabra precisa, es a lo que aspira quienquiera que dedique su vida a la poesía.
Entre nosotros —hablo de todas las personas que hemos aceptado este oficio— están tendidos los tallos de esa enredadera que nos une con todos los que antes han hecho las mismas preguntas y formulado diferentes respuestas, y con quienes lo harán después. La guardia del silencio es uno de los tallos de la poesía contemporánea, el más urgente, y el que más me interesa. Entiendo, por supuesto, que hay poetas que confían todavía en su vocación de líderes y que quieren mantener su aura de iluminados, pero son la excepción, no la regla.
Los poetas actuales, la —nunca organizada programáticamente— guardia del silencio, no tenemos (tal vez) esperanza en el futuro ni fe en la humanidad. No podemos apostar por un nuevo sistema ni confiar en una revolución posible. Sin embargo, no podemos dejar de creer en el poema. Esta precaria pero inquebrantable fe puede ser suficiente para salvarnos de nosotros mismos. Por eso, y porque no podemos hacer otra cosa, seguiremos caminando por la tierra acompañados de todos los humanos, aceptando que no sabemos e intentando escribir un buen error, una traducción aproximada del silencio, hasta el final de nuestras vidas.
1 Una versión del presente texto planeaba ser escrita en la soledad de una residencia artística en Inglaterra durante marzo de 2020. Debido a la pandemia del COVID-19, tal viaje fue cancelado y la escritura ha sucedido en un encierro muy distinto, doméstico, lleno de incertidumbres que se extienden de lo íntimo a lo global. Este nuevo contexto ha transformado algunos contornos de la idea original. La presento aquí como testimonio de los tiempos que pasan, y del modo en que observo que la poesía opera en estos momentos.