Trilce en braille
“¡Quién hace tanta bulla!”, me dice la enfermera.
“Son mis venas, que se esconden”, le digo.
Presienten el aguijón.
¿Y si fuera cierto que desde el nitrógeno del ADN
hasta el carbono en las tartas de manzana
(e incluso el calcio de los dientes)
se crearon en el interior de estrellas
que colapsaron?,
pienso mientras la aguja penetra en mi antebrazo.
Veo, convencido, que también el miedo fluye en la sangre
que emerge y se expande
en el contenedor de plástico.
He venido al típico examen médico
](en el que nunca ven
nuestras heridas verdaderas).
Reprimo la sangre con un algodón
y entro en el despacho del oftalmólogo, a trompicones.
Como un pájaro con pata de palo.
Soy incapaz de leer las letras más pequeñas.
La miopía se expande,
como una malagua sobre el iris.
Tampoco veo bien los colores que aparecen y laten
en las esferas que me enseña.
4, 2, 51, me invento estos números,
que se corresponden con el nacimiento de mi madre.
El oftalmólogo ignora que ella está ahí,
pero yo puedo verla claramente
colgando sábanas entre dos estrellas.
Mi corazón se llena ahora del mismo óxido
que ensuciaba la ropa blanca
como si estuviera colgado
con las mismas pinzas oxidadas
de mí.
Me marcho rápidamente de la consulta
y, sin querer, choco con la mujer de la limpieza
que ni para ti (ni para nadie) tiene nombre.
Tampoco lo que se expande tiene nombre para los pájaros.
Me siento a remediar el ayuno en un bar (ahora) chino.
No dejo de pensar que el 73% de los átomos
de la mujer de la limpieza
son solo polvo, polvo de estrellas.
Al llegar a casa veo que me he dejado la nevera abierta.
El hielo derretido ha formado una pequeña charca
de la que bebe Orión,
el gato de mi vecina
que cada vez se parece más a ti,
que no te pareces a nadie.
Entonces, al intentar espantarlo,
resbalo
y caigo.
¿No seremos más que fragmentos
de ese instante
que perdió el equilibrio?
Finalmente entiendo por qué tú o mi madre
y hasta el hierro de la sangre de Orión
provienen de la misma estrella colapsada.
Mi padre dice que los pollos son capaces de reconocer a más de cien individuos distintos
Como un puercoespín que trata, inútilmente,
de abrazar a otro sin dañarse,
así transcurría la soledad de Miguel entre los árboles.
(“Lucas”, su mejor amigo, fumaba ketes de PBC
y parecía un ángel apaleado).
Yo tenía nueve años, tantos
como llevaba el motor del Hillman sin reparar.
En aquel tiempo, mi padre y yo
enterramos a un pequeño polluelo
que, sin querer, pisé en la cocina.
Lo había cambiado por unas botellas de cristal.
Un hombre los ofrecía
mientras empujaba un triciclo lleno de chatarras
y sortilegios.
Jamás me riñeron por esa pequeña muerte.
La muerte, como toda cicatriz, es un accidente,
es como tropezar con una lágrima de Adán, me dijeron.
Hoy mi padre es más joven que yo.
Incluso más joven que el hijo que jamás tendré
y aún recuerda cuando enterramos a aquel animalito
que parece chillar de dolor en mi garganta.
Esta noche, después de meterme en la cama,
he ido al jardín de casa.
Me he arrodillado y he empezado a quitar tierra.
Siento que el corazón del pajarito muerto
aún late.
He cavado y cavado
hasta encontrar el esqueleto de otros animales,
botellas de leche,
cartas sin leer de mi madre.
Escarbar es como querer llenar un vacío con más vacío.
Entonces, debajo de unas lágrimas,
secas como diamantes,
veo finalmente al polluelo moribundo.
Me reconoce.
Sigue ahí, piando con las alas partidas, pero vivo,
como la soledad de “Lucas”
fumando tabacazos entre los árboles.
El insomnio, cosa de monos
Me hago demasiadas preguntas.
Es lo que tiene vivir dividido, anclado.
No puede ser serio romperse
para intentar conciliar el sueño.
Aquí tenemos una parábola seria:
La hiperinflación o el tipo de cambio del dólar
que ha vuelto a arruinar a mi abuelo.
Aún lo oigo levantarse
con el humor de un gallo con anginas.
Aún lo oigo toser.
Subo a darle agua, pero no a mi abuelo
sino al pavo que duerme en la azotea.
Han atado una de sus patas a una piedra,
aunque no hacía falta, era mi amigo.
Mi abuelo y mi padre lo trajeron del mercado.
El pavo más hermoso y blanco
que jamás había visto la avenida Aviación.
Trece kilos de plumas y angustia.
Vivió un par de semanas en la azotea.
Mi padre lo engordaba con lombrices y pieles de pollo,
aunque recuerdo que él prefería picotear estrellas
o huesos de mango.
Un día mi abuelo y mi padre subieron a la azotea
con un gran cuchillo
y una botella de pisco.
Tres o cuatro tragos más tarde,
el pavo dejó de chillar
y solito cogió el cuchillo, solito, palabra.
Cuando llegó el momento abrí los ojos.
La cabeza del pavo rodó por la lluvia
como un hueso de mango.
Jamás brilló su carne blanca en mis intestinos.
Y sí, esta noche, sentado al borde de la cama,
lo he vuelto a ver.
Otra vez el pobre pavo,
caminando sin cabeza
entre mi padre y yo.
Me hago demasiadas preguntas.
Poemas de Miel para la boca del asno (XXI Premio Emilio Alarcos, Visor, 2023)