Nota del editor: Haz clic aquí para leer el poema comentado en este ensayo.
Hace cuatro años publiqué un libro de poemas, en uno de los cuales se leen estos versos: “Puesto que escribo en una lengua / que aprendí, / tengo que despertar / cuando los otros duermen”. Más adelante, en el mismo poema, se reitera la misma idea con otras palabras: “Escribo antes que amanezca, / cuando soy casi el único despierto / y puedo equivocarme / en una lengua que aprendí”.
Mi editor me habló por teléfono para cuestionarme la pertinencia de la frase: “en una lengua que aprendí”. Todas las lenguas se aprenden, me dijo, también la de uno. Quedé perplejo y por un momento pensé que tenía razón. En efecto, también la lengua materna se aprende. Sin embargo, algo me decía que la frase de mi poema no era del todo arbitraria. Si es innegable que también la lengua materna se aprende, no se aprende del mismo modo en que se aprenden las otras. Para empezar, junto con la lengua materna se aprende el lenguaje mismo, y ese aprendizaje espectacular, el de mayor trascendencia en la vida de un ser humano, sólo ocurre una vez. Las otras lenguas que se aprenden son necesariamente posteriores a esta primera y fundamental adquisición, y aunque se aprendan en edad temprana, son lenguas nacidas a la sombra de la primera lengua y guardarán frente a ésta un grado subordinado, porque se aprendieron después de la adquisición del lenguaje. ¿Y en verdad se aprende a hablar? En un sentido estricto sí, tal como aprendemos a pararnos sobre nuestros pies y a caminar, pero nunca le he oído decir a una madre que su hijo está aprendiendo a caminar. Una madre dirá: “Ya empieza a caminar”, y más a menudo: “Ya camina”, aunque el niño necesite todavía que lo sostengan. A los ojos de una madre, el hecho de que su niño sienta la necesidad de ponerse de pie, significa que ya va a caminar, y lo de menos son los días o las semanas que tarde en conseguirlo. Con el lenguaje sucede lo mismo. A los ojos de su madre, el niño no está “aprendiendo” a hablar, sino que “ya empezó” a hablar y, más a menudo, “ya habla”, aunque diga tan sólo dos palabras. Por lo tanto, de acuerdo con la sabiduría materna, “rompemos” a hablar a partir de cierto momento de nuestro desarrollo, pero no “aprendemos” a hacerlo.
Así, en un sentido, mi verso no era del todo incorrecto. Puedo decir que escribo en una lengua que aprendí, en una lengua en la que no “rompí a hablar”, que nadie me regaló, y lo hice a una edad, los quince años, que a algunos les puede parecer una edad temprana y a otros tardía. A los que me lo preguntan, siempre les digo que, con respecto al español, tengo la sensación de haber tomado el último tren, y agrego que el tren ya había arrancado y tuve que correr para no perderlo. Pero quizá me equivoque y el tren efectivamente se marchó sin mí. Es una duda que no puedo quitarme de la cabeza y quizá sea la duda que está por debajo de mucho o de todo lo que escribo. La misma frase que acabo de escribir: “Es una duda que no puedo quitarme de la cabeza”, me hizo vacilar, indeciso si poner “no puedo quitarme” o “no me puedo quitar”, donde la exacta ubicación del pronombre “me” no responde a una cuestión gramatical, ya que en ambos casos su uso es válido, sino a una cuestión de empatía con la lengua, de soltura y de deseo de identificación total con el idioma español. Me pregunto si un dilema como éste no es algo propio de todo aquel que escribe; me pregunto, pues, si quienes escribimos no somos todos nativos de otra lengua y escribimos para cauterizar una herida que nos separa de la lengua y, así, volver a sentir como materna una lengua, y una realidad, que en algún momento se nos revelaron como extranjeras. Y también me pregunto si el hecho de provenir efectivamente de una lengua extranjera, como es mi caso, se traduce en una igual o mayor capacidad para los fines de la escritura, o supone, por el contrario, cierta imposibilidad para ejercerla. Dicho de otro modo: para aquel que escribe en una lengua no materna, el hecho de experimentar cualquier dificultad expresiva como resultado de su llegada tardía al idioma en el cual escribe y de ver en todo dilema estilístico un trasfondo de su falta de arraigo y de adaptación, ¿no le otorga una urgencia, una fiebre, que los escritores nativos, quienes nunca dudan de su familiaridad con la lengua que hablan, deben conquistar con otros medios? Como sea, escribir en otro idioma es un gesto casi siempre precedido por titubeos, que reflejan el temor del sujeto a cruzar una línea que le hará perder algo esencial de sí mismo, en especial su infancia, frente a la cual el escritor que escribe en otro idioma se encuentra en la situación particular de tener que recuperarla con un lenguaje que no tienen ninguna correspondencia con lo que vivió durante esos años en los cuales el maridaje entre palabras y cosas es más intenso que nunca. Así, el escritor advenedizo siente que está recreando su pasado de una forma que lo torna irreconocible, como si no lo hubiera vivido él sino otro. A eso hay que añadir la acción de clausura que la escritura opera sobre la memoria. Cualquier cosa escrita, sea un poema, un relato o la simple transcripción de un recuerdo, al plasmar un determinado episodio de nuestro pasado, lo condena en gran parte a sobrevivir en esa forma en que lo cristalizó la escritura, y de ahí en adelante, cada vez que con la memoria queramos recuperar ese fragmento de vida, éste nos saldrá al paso deformado por las palabras con que lo hemos resumido. Pero si esa plasmación fue hecha en un idioma extranjero, esa clausura tendrá un peso aún mayor, porque las palabras han pasado por un filtro doble: el de la escritura en sí, que las ha cristalizado en un trozo duro de ficción, y el del segundo idioma, que opera como una segunda ficción, con sus palabras y con sus leyes ajenas al universo verbal de origen. Por eso, nadie como el escritor que proviene de otra lengua es sensible a la naturaleza voraz y demandante de la escritura. Al experimentar en carne propia la capacidad de la escritura de desfigurar una experiencia vivida, reinventándola de raíz, su conciencia del estilo será en principio más aguda que la del escritor nativo. A través de estilo, el escritor advenedizo se recorta una suerte de idioma propio dentro del idioma huésped, recuperando simbólicamente la naturalidad de la lengua materna, la lengua sin acento. Para él, pues, el estilo lo es todo. En realidad, también para el escritor nativo un problema estilístico es un problema de arraigo; si no, no sería escritor. Porque escritor no es sólo aquel que escribe, sino aquel para quien la escritura se ha vuelto su única forma de identidad. Así, el escritor nativo podría contestarle al escritor advenedizo más o menos en estos términos: no eres especial por ser un escritor que escribe en otra lengua, sino por ser escritor, y lo que tenemos de especial los escritores es que no nos expresamos en nuestra lengua, sino en otra.