Esta función consiste en encontrar en la lengua a la que se traduce una actitud que pueda despertar en dicha lengua un eco del original.
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mientras la intención de un autor es natural, primitiva e intuitiva, la del traductor es derivada, ideológica y definitiva, debido a que el gran motivo de la integración de las muchas lenguas en una sola lengua verdadera es el que inspira su tarea.
Walter Benjamin, “La tarea del traductor”
El libro, el resultado final de pasarlo a otro idioma, es del traductor. Una, como poeta que está siendo traducida puede intervenir solo en las partes que siente que no se respeta lo que el original quiso decir, pero en la mayoría de los casos, el traductor va a optar por un giro lingüístico inesperado o por un palabra que pertenece a determinado idiolecto y tendrá sus razones para hacerlo, y el poeta tiene que confiar en su traductor. Por eso el vínculo que se establece entre uno y otro no puede ser más que estrecho.
Entre las dos apareció un ligero aire de conspiración, una suerte de intimidad. Había que hacer el esfuerzo para pensar desde el idioma de la otra. Y a la vez volver al propio para defenderlo.
Me acuerdo del breve ensayo de Anne Carson, “Variaciones sobre el derecho a guardar silencio”, donde ella expresaba que “cada traductor conoce el punto en que un lenguaje no puede ser traducido a otro”. Para Carson, mostraría justamente que “los lenguajes no son ciencias los unos de los otros, no los puedes hacer coincidir elemento por elemento”. Cuando se descarta que la intención de la traducción de un poema es la comunicabilidad, cuando ya se sabe de antemano que nunca va a ser igual al original, lo que puede aparecer es que la sonoridad está por encima del sentido, o viceversa.
Quizá es solo al traducir de una lengua a la otra donde aparecen expresiones intraducibles y eso pone en evidencia la especificidad del lenguaje poetico. Como dice la poeta Circe Maia, “la misma palabra ‘traducción’ es engañosa, al suponer la idea de trasladar algo de un lado para otro, algo que sería el poema mismo de un idioma a otro y naturalmente esto no tiene sentido”. Es que en el fondo, la clave no está en aprehender que hay cosas que no se van a trasladar sino en aceptar que en realidad nada se traslada realmente.
En mi caso, al ser traducida pude darme cuenta de la importancia de la imagen en los poemas que escribo. En el poema “Puede que el amor llegue, después”, ante una duda de Maureen sobre si “sueño interrumpido” se refería a una pareja que se les rompe el proyecto de futuro juntos, pienso que puse eso, pero que en realidad lo que más me importaba que se viera en el poema es la imagen física de un sueño interrumpido, no la idea, sino una pareja que está en la cama y ella se despierta muchas veces durante la noche porque el sueño está interrumpido. El sueño, entonces, pasa a ser algo concreto. Lo que más me importaba era que el lector visualizara la imagen de ese sueño que se va cortando en la noche, y si se tenía que perder la idea de que el proyecto de pareja estaba terminando, no me importaba.
Carson diría “hay algo enloquecedoramente atractivo en lo intraducible”. Esto también es algo súper personal, y es que para mí traducir o pensar los problemas de la traducción me hacen acordar a resolver ecuaciones matemáticas, integrales y derivadas para ser más precisa. Me acuerdo de la frase de Hölderlin que refiere a la traducción como “una gimnasia saludable de la mente”. Si tengo que pensar en lo que nos pasó, nos volvimos locas con la “solución” de la palabra “crave” que usé en el poema “Lógica de los accidentes”. Crave en inglés es de esas palabras que no tienen una traducción tan llana, como “saudade” en portugués. Tiene mucho que ver con ese tipo de palabras cuyo significado tiene una connotación física también.
Al traducir la mente entra en un estado distinto, donde se deforman las impresiones comunes de la realidad. Traducir, tal vez al igual que bailar, permite habitar un puro presente, un aquí y ahora donde solo está el poema de origen y el poema que va a quedar como resultado final.
Traducir también es asumir que se va a perder. En todas las lenguas y en sus formas, además de lo transmisible, queda algo imposible de transmitir, algo que va a quedar boyando sin resolución. “El traductor debe, en primer término, crear en nuestra lengua un efecto similar, cuidando mucho de mantener una arquitectura ordenada de las estrofas, pese a la extrema complejidad de las imágenes” dirá Circe Maia. Pero traducir es también confiar en la lengua, en que la traducción también nos va a permitir asociar sentidos diferentes. En el poema “Toda fuga es ilusoria” intentamos buscarle la vuelta a la palabra fuga, para que además de referirse a la fuga de electricidad se refiriera al sustantivo fuga que proviene del verbo fugarse, escaparse. A ambas nos cae la ficha de esa diferencia lingüística que siempre está al acecho. En inglés no hay una palabra que pueda aludir a los dos signifcados a la vez, no hay forma de que también aluda a esa ambigüedad semántica. Finalmente aceptamos esa derrota: la ambigüedad que ese verbo tiene en castellano no la pudimos encontrar en inglés y decidimos respetar la imagen nuevamente y no la idea, es decir que solo quedo el sentido de lo eléctrico y no del escape. Nuevamente aparece la importancia de la imagen frente a las ideas.
Tal vez el ejemplo máximo que muestra que traducir es imposible es el experimento que hizo la poeta radicada en Londres, Caroline Bergvall, en el poema performático Via donde aparecen cuarenta y ocho versiones de las traducciones de los primeros tres versos de “Infierno”, de La divina Comedia, de Dante y ninguna es igual a la otra. Es que traducir podría ser un ejercicio infinito. Que a la hora de traducir el autor este vivo tal vez solo nos ayude a reducir alguna de las infinitas posibilidades.