Toda la vida me dijeron que debía temerle a mujeres como ella. Pero ahora la necesito por miles de razones. Necesito saber lo que ella sabe. Conocer a la gente que ella conoce. Metérmele adentro. Ver con sus ojos de tiradora de tiros precisos, letales. Aprender lo que ella ha aprendido de la tierra, de las leyes de la tierra. Porque la tierra no es como la imaginamos, eterna madre protectora. Es eso y algo más. Es también la sangre vertida, los cachorros huérfanos, los viejos abandonados por la manada. Esa es también la Tierra. Esa es su ley.
Sin sangre no hay nacimientos. Sin muerte, no hay retornos.
Hay que aprender a cazar.
La cazadora me llamó un jueves a las dos de la tarde.
—Mañana te busco para almorzar.
Era un mandato, una orden que llegaba directa, más allá del dulce tono de voz con el cual me propuso la invitación. Más allá de sus intenciones o de las mías.
—Mañana te busco para almorzar. Llegaré con Gloria.
Puse excusas, los niños, que mejor yo llegaba sola, en mi carro. Quería asegurar la retirada. Pero ella me lo olfateó, certera.
—No, el lugar ya está pautado y no puede ser otro. Es más fácil que yo te busque. No te preocupes por nada. Yo te devuelvo sana y salva a tu casa antes de que tus hijos se den cuenta de que no estás.
¿Cómo decir que no?
Yo necesito lo que ella tiene. Ella necesita lo que yo le puedo dar. Lo que yo le quiero dar. Ella quiere escribir historias de mujeres maltratadas por hombres poderosos. Escribe bien, con fuerza. Yo quiero asegurar el acceso a los libros y a la palabra a cientos de criaturas que no saben ni tan siquiera que pueden hablar. Que no saben que el mundo permanecerá incompleto, si no cuentan las historias que solo ellos pueden contar. Ella tiene los contactos precisos para yo lograr mi meta. Yo manejo las artes que ella necesita para lograr la suya. Lo hago bien, con fuerza.
Nos necesitamos.
No hay evasión posible.
Pero toda la vida me dijeron que debía temerle a mujeres como ella. Empresaria. Doce safaris al África. Cazadora de leones. Viuda de hombres que ella mima y que después se le mueren, de viejos, de enfermos, de dolencias indecibles producidas por sustancias prescritas por doctores, adormecedores de elefantes para que el marido pueda descansar de la terrible tensión de su poder. Siempre más poder. Ahora que yo manejo cierto poder, conozco la terrible angustia que genera, las nóminas, las cuentas, las empresas que se sostienen desde el trabajo inacabable, solitario, las reuniones interminables, el ardor de la responsabilidad que es cargar con un proyecto que te supera, que es más grande que tú y que, sin embargo, solo tú puedes ver. Descansa tan solo en una voluntad, mamá de esa única leche.
Otros confían en tu palabra, invierten en tu visión. Pero solo tus espaldas cargan con el peso de esa pesadísima criatura. Lo sé.
Yo también he empezado a tomar de esas pastillas que aseguran el sueño, la desconexión de la obsesión.
O eso, o no hay evasión.
Acudo puntual a la cita, a las doce menos cuarto. Ella llega conduciendo un sedan color champagne, a recogerme. Luce perfectamente acicalada. Gloria la acompaña. Lince, me mira. Sí, tiene mirada de lince, de un gato grande, “big cat” según el argot de la caza. Su mirada espera en la maleza por su presa.
Se baja un instante del sedan para guardar algunas cosas que tiene regadas en el asiento trasero del carro; hacerme espacio de pasajera. Yo le digo, “no te preocupes” mientras la ayudo. Entonces, abre el baúl y, de repente, veo un celaje de pelos rojos. Hay algo muerto en ese baúl —me digo. Algo que alguna vez anduvo salvaje y vivo. Tomo algunos libros, bolsas, para ayudarla. Me acerco de nuevo al baúl y me fijo. Es una piel de zorro la que allí́ yace.
Una piel de zorro. Una piel de zorro en el carro de una mujer de setenta años, pero que parece de cincuentaitantos. Una piel de zorro descarnada, en el baúl de un carro que cruza por las avenidas lluviosas de una isla del Caribe. No es una piel para llevar sobre ningún atuendo. Es un trofeo de cacería.
Me acomodo en el asiento trasero.
Hablamos de los hijos, de la religión, de la importancia de la disciplina, de la estructura férrea. Ella, la cazadora, lleva un sencillo traje de algodón, el pelo castaño recogido en un moño, algo de maquillaje, casi nada —delineador, base, lápiz labial color coral, unas plataformas. Al cuello lleva un collar de oro que sostiene un pendiente —parece un cuerno lo que lleva al cuello. Otra pregunta que la escritora no hará́ —me digo. Es una garra de animal, otro pedazo de algo que una vez estuvo vivo, lleva un trofeo de caza en el cuello —me digo. Pero no estoy segura. Mejor no asegurarme.
Gloria, bella y desaliñada, eternamente en su locura, contradice todo lo que argumenta su amiga
—Yo no creo en la disciplina, la religión puede ser letal. A mis hijos, esos padres maristas les hicieron un daño increíble.
Intervengo en la conversación para tirar una cortina de humo. Hablo y me escondo. Observo y me concentro en descifrar mientras sigo comentando boberías cotidianas. —La escuela, el marido, el clima.
Me dijeron toda la vida que debía temerle a mujeres como ella, pero no puedo evitar caer bajo su influencia, sopesar cada una de sus palabras, estudiar el espesor de su presencia en aquel carro que —por supuesto— ella conduce. Escucho con atención cómo lo acelera, observo su postura, mido las inflexiones de su voz. Leo lo que calla, el espesor de su silencio. La cazadora habla lo preciso. Nunca de más. No nos dice a dónde vamos. No me explica a quién vamos a ver, a quién ella quiere que yo conozca. Aún no, pero me lo va a decir. La veo haciendo el plan mental, trazando su estrategia.
Llegamos a un restaurante cualquiera en una zona suburbana pudiente de mi país. No importa cómo se llama esa zona. Todos los países tienen una. Hasta las islas más perdidas en el Caribe.
En ese restaurante hay mesa reservada a nuestro nombre.
—Venimos a encontrarnos con Tensi Llabat —explica con educación, la cazadora.
—Si señora, cómo no, pasen por aquí —nos responde el mesero.
La cajera me reconoce. Allí, en aquel restaurante tan alejado de mi zona de acción, de mi radio de influencias, también me reconocen. Allí también soy “la escritora”. Hace algunos años, no sería nadie. Me confundirían con el personal de servicio, con algún comensal anónimo, fuera de lugar, absolutamente ajeno al cerrado círculo de empresarios, mujeres empresarias, esposas de jóvenes empresarios que acostumbran a almorzar en el predio. Pero allí estoy, esperando a Tensi Llabat. Tensi Llabat, me gusta el nombre; quizás se lo robe a la mujer que vamos a encontrarnos y lo use para bautizar a algún personaje literario, si me sale escribir después de esto. Después de este inmenso proyecto que cargo sobre mis hombros y que a veces siento que me hará sucumbir.
Sucumbir… Caer presa de…
Pido una copa de vino. Llega Tensi Llabat.
Gloria habla, La cazadora escucha. Luego le explica a Tensi el porqué de nuestro encuentro; le habla de mi proyecto, de la necesidad de encontrar a gente que me apoye, me ayude en esta empresa. El país lo necesita, le pide nombres. Dinero.
Yo voy sorbiendo mi copa mientras sigo la conversación, intervengo y compongo un cuento posible en mi mente.
Una escritora cae bajo los embrujos de una mujer poderosa. Esa mujer le lleva casi treinta años. Le lleva una viudez y un exilio. Le lleva la crianza de unos hijos que ahora viven en el extranjero, que son abogados, médicos, que ya están encaminados. Le lleva muchos tiros precisos que cazaron a zorros, a búfalos, a grandes animales. Le lleva haber estado en África, ver las planicies, haber merodeado por la selva. Le lleva los espíritus de todos esos animales alojados ahora en su mirada.
Los masai cuentan que cuando cazas a un animal, su espíritu entra a habitarte. Eres la muerte de esa criatura y la responsable de su poder. Le tienes que dar casa nueva a ese poder, darle parte de tu cuerpo.
Entras a la hombría, a la hembría, a la plena realización de lo que es estar vivo. Estar vivo es aprender a cazar. Estar vivo es hacerte responsable de la muerte de otros, de la vida de otros, es cargar con el increíble peso de la acción. Respirar, construir, parir, acechar, matar, alimentar. Esa es la ley.
—Yo soy una simple escritora. —Le cuenta la escritora de mi cuento a la cazadora—, una manejadora de símbolos. No sé matar.
—Tienes que aprender —le responde su contrincante. Debes matar con tiros precisos, certeros, que no manchen a la presa, que no la vejen.
Sirven la carnada (carpaccio, carne cruda). Agudizo la mirada, apunto mientras tiemblo. Doy en el blanco.
La Cazadora me mira complacida.
La comida se alarga, pero ya su cometido está cumplido. Tensi Llabat me asegura que ella encontrará a otras que se unan a la empresa y me promete un generoso donativo.
Luego comenta:
—Le he pedido a mi hija que ahora que regresa de los juegos en Suráfrica, me traiga algo de marfil. Pero me cuenta que las leyes lo prohíben. Ese pendiente que llevas es fabuloso. —Toca el extraño collar de mi tutora.
—Pues la última vez que fui a África, regresé desilusionada —interviene Gloria. Todo lo que compré allá, lo vi de nuevo en las tiendas de SOHO.
Yo me río.
—Esto no es marfil —aclara la cazadora. —¿Y qué es? Pregunto yo, envalentonada.
—Una garra de león.