El escritor peruano Gustavo Rodríguez (1968), con más de una decena de novelas, ha pulido con los años su registro narrativo y ha ampliado su universo lo suficiente para expresar, de manera acertada, preocupaciones propias a su visión y quehacer literario. Su última producción es la novela Cien cuyes, la cual ha sido merecedora del Premio Alfaguara 2023. La dignidad de la muerte en esta novela es uno de los pivotes del libro. Cómo afrontar esa inevitable situación del morir lleva a un grupo de ancianos capitalinos a plantearse varias alternativas, porque, mientras más cerca estés de la muerte, más se arremolina el pasado, ese pasado diverso, bueno o malo, que parece querer darte el último empujón al abismo. Así surge la solidaridad y la amistad, con el candor de los infantes y la memoria del guerrero. Y en este espacio, en este sistema en el que estamos todos, que los relega de algún modo, aparece Eufrasia, una cuidadora de ancianos, una mujer cuyo entorno familiar –su hermana y su hijo– termina gravitando en la sabiduría de la senectud.
Ricardo Sumalavia: Hay obras que se construyen en bloque, otras por etapas o ciclos. Viendo en retrospectiva, ¿cómo ves tu obra narrativa?
Gustavo Rodríguez: Creo que hay dos bloques en mi entrega de novelas. Primero, uno que tiene que ver con la exploración de mi vida más joven, asociada a ciertos fenómenos sociales que me han preocupado siempre, como el racismo o el clasismo; pero en relación con alguien como yo, que siempre se ha considerado entre dos aguas. Una etapa en la que buscaba ser tomado en serio, quizás. Yo creo que son novelas interesantes, algunas de ellas, incluso, fueron finalistas en algunos premios internacionales; sin embargo, creo que les faltaba alcanzar el tono que después sí alcancé en el segundo bloque. Considero que desde Te escribí mañana (2016) en adelante –ya van cuatro novelas seguidas– he encontrado una manera de narrar basada en la ternura y en el humor. Aplicados en algunas más que en otras, pero creo que ese es el camino que más satisfacciones me ha traído.
R.S.: Un personaje más de tus novelas, y ahora intensamente en Cien cuyes, es la ciudad de Lima. ¿Cuál es tu relación creativa con esta ciudad?
G.R.: Sí, siento que Lima está mucho más presente de manera consciente en este segundo bloque de novelas, porque he llegado a la conclusión de que mientras con más autenticidad escriba mi literatura, mejor recibida va a ser. Y la ciudad que más conozco en el mundo es Lima. Por fortuna, y por desgracia, Lima es un escenario de enormes contradicciones. Es un resumen de las confrontaciones que tiene el Perú. Es, además, una ciudad fascinante en la que no solamente existe una geografía privilegiada, sino también una mezcla de todas las culturas que nos habitan como país. Entonces, desde ese punto de vista, a mí me fascina y me parece retador tratar de pincelar esta ciudad como fondo de mis historias.
R.S.: A nivel de estructura, la alternancia de capítulos en tu novela Cien cuyes produce un ritmo ágil y nos permite ver como los personajes van escalando en complejidad. Por las redes mostraste una escaleta de lo que sería esta novela. ¿Qué cambió en el proceso? ¿Qué abandonaste y qué se integró durante la escritura?
G.R.: Acabo de revisar lo que puse con lapicero en la estructura original y lo he cotejado con lo que finalmente salió publicado, y no hay muchos cambios a nivel de lo que ocurre en la historia. Yo suelo prefigurar bien mi tablero de juego, del juego que voy a entregarle al lector. Y mi reto como escritor está en que no se note el control que he tenido; siempre comparo esto con esa foto de Fred Astaire en la que está suspendido en el aire, muy grácil él, con el sombrero puesto. Y digo, bueno, todo escritor de ficción que se decante por mi método debe parecerse a Astaire (y que no se note la cantidad de ensayos y torceduras de tobillos que tuvieron que darse para lograr esa ilusión de espontaneidad).
Por otro lado, algo que sí ocurrió mientras iba llenando la escaleta fue que yo quería que la novela terminará siendo coral, con esos Siete Magníficos en aventura. A mí me sorprendió encontrarme rodeado de estos personajes y sentirme como no me había sentido antes: acogido, divertido y conmovido por ellos. Fue como si las personas mayores que me cobijaron durante mi vida hubieran vuelto con sus voces para acogerme; tanto así, que ese cliché, en el cual al final terminas extrañando a los personajes que has creado, sí ocurrió con esta novela. Otra cosa que me tuvo muy atento fue el hecho de que me propusiera una misión casi inverosímil para la protagonista, para Eufrasia. Entonces, hacer verosímil el proceso psicológico de todos los personajes, sobre todo con los Siete Magníficos, para que al final fuera creíble la tarea que Eufrasia acomete con ellos, sí me tomó mucho cuidado. Incluso una vez que el premio me fue dado, volví a revisar el manuscrito y le hice un par de ajustes para que no me quedaran hilos demasiado sueltos, hilos de duda con respecto a esa tarea final.
R.S.: El Perú tiene una amplia tradición satírica. El humor socarrón nos identifica. Por supuesto, en la literatura, en nuestra tradición peruana, se han ido sumando matices como los de Bryce Echenique o Fernando Iwasaki. En tus libros anteriores también lo vemos; pero, ¿cómo quisiste potenciarlo en esta novela?
G.R.: Si bien es verdad que mis últimas novelas se tildan de tragicómicas, no considero que el uso del humor en mi narrativa sea un gran mérito mío, porque me sale muy naturalmente. El humor ha sido mi herramienta desde pequeño para navegar en el agua que me rodeaba. Me ha servido de rompehielos. Me ha servido para no ser tomado por lorna. Bueno, lo que le pasa a los chicos tímidos, lectores, que no saben pelear. Pero, en el caso específico de Madrugada (2018) y de Cien cuyes (2023), por ejemplo, sí me he dado cuenta de que he querido potenciar el humor. En realidad, dos tipos de humor. Primero: sí he buscado una voz narrativa irónica, que, a veces, se permite ciertos juegos. Pero donde potencio más el humor, quién sabe si hasta la carcajada, es a través de mis personajes y sus diálogos. Allí sí, es como si yo me escindiera y les prestara a ellos muchas de las guarradas y exabruptos que suelen pasar por mi mente y que me callo por simple elegancia al convivir con los demás.
R.S.: Dentro de este mundo de ironías, ¿cómo articulas la imagen de los cuyes en el universo de esta novela?
G.R.: Los cuyes empezaron siendo una metáfora juguetona de un pago de servicios. No es que a cambio de su ayuda para cumplir sus últimos deseos los ancianos le fueran a pagar a Eufrasia con cuyes, obviamente, o que ella fuera a comprarlos para armar un negocio, sino que son un indicador de la mente práctica de una mujer pobre que tiene que ganarse la vida, al contrario de los ancianos acomodados que cuida. Así, los cuyes nos enfrentan a su dilema de hacer algo impensado por trabajo o por amor. Luego, al proclamarse el Premio Alfaguara, los animalitos estos alcanzaron fuera de la novela un status de reivindicación cultural en un mercado editorial acostumbrado a voces occidentales, o peninsulares, sin contraparte desde los Andes. Una consecuencia que a mí me provoca sonrisas.
R.S.: ¿Cuál es tu canon personal e inmediato con el cual podrías vincular Cien cuyes?
G.R.: No soy bueno para vincular mis novelas con obras narrativas previas, por la sencilla razón de que suelo olvidar todo lo que leo. Es una condición mía. Olvido cómo se titulan las novelas, de qué tratan, los nombres de sus autores. Para mí sería imposible enseñar literatura, porque estaría a cada rato preguntando: “¿cómo se llama esto?, ¿cómo se llama?, ¿cómo se llama?”. Aunque sí recuerdo perfectamente la literatura que me marcó en la adolescencia. Esa así. A partir de allí, todo se me hace un jugo mixto, surtido. Lo mismo me pasa con las películas que he visto. Todo se me hace una sola masa que mantengo adentro, inconscientemente, y de la que luego echo mano durante mis procesos creativos. Con los afluentes de Cien cuyes me sucede lo mismo; sin embargo, en este caso sí tengo la hipótesis de que hay una película de inicios de los 2000 que me impactó mucho: Las invasiones bárbaras. Era canadiense, me parece. Era joven, pero me impactó por la entereza con la que un hombre se enfrenta a la muerte natural. Creo que algo de esa película se comunica con esta novela de alguna manera remota. Adicionalmente a esto, debo reconocer que siento que escribo mejor desde que abrazo el lado pop de mis influencias, el de la cultura popular. Cuando empezaba a escribir, digamos que apabullado por el hecho de que la crítica me fuera a ver como un bicho raro, que venía de hacer publicidad, imagino que quería aparecer más libresco de lo que soy. Pero no debo dejar de reconocer que junto a la inmensa cantidad de libros que he leído a lo largo de mi vida, también hay un caudal inmenso de películas y canciones que pueblan mi imaginario. Creo que mientras soy más honesto al abrazarlas, más auténticas salen mis novelas y, quizás, me salen mejor.
R.S.: “La muerte del padre” se ha vuelto un tópico muy interesante entre escritores de tu generación (de los nacidos a fines de los sesenta y principios de los setenta). En tu novela tendríamos que hablar en plural: de los padres y madres, de un colectivo que se enfrenta a su fin en una sociedad que les puede resultar insensible. ¿De qué manera quisiste plantear estos temas de la senectud y la muerte?
G.R.: Qué interesante esto de la muerte del padre. Es verdad, yo no he escapado de eso. De hecho, tengo una novela que se asienta sobre la muerte del mío. Es Cocinero en su tinta. En ella, un alter ego mío, que es cocinero, trata de explicarse la relación que tuvo con su padre, ya fallecido. Además, hago un guiño a esa novela y a esa circunstancia en Treinta kilómetros a la medianoche (2022). En el caso de Cien cuyes, creo que tampoco escapo de eso, porque de alguna manera el detonante para escribirla fue la muerte de una figura paterna para mí, mi suegro, Jack Harrison. Me apresuré a escribirla después de haber asistido a sus últimos meses, pues él tuvo una muerte muy digna. Creo, entonces, que escribir sobre la muerte en general y la vejez solitaria fue la excusa para, de alguna manera, seguir conversando con mi suegro. Ahora bien, en adición a eso, es verdad que en los últimos años estoy muy preocupado con el tema de la naturalización de la muerte. De hecho, tengo un libro para chicos –niños y jóvenes, digamos– que trata sobre un niño que tiene que aceptar la muerte en su propia casa, con un ser querido que se le muere, y cómo este familiar cercano lo ayuda y le explica que morir es natural. Es un libro que ya está listo, e incluso bajo contrato, pero no ha salido hasta ahora. Lo escribí antes de la pandemia. Entonces sí, el tema de la muerte y su naturalización me persigue desde hace años. Tuvieron que ocurrir algunos acontecimientos personales para que después se precipitara todo esto en Cien cuyes, con sus aditamentos y condimentos.
R.S.: Entonces, para ti la muerte implica vincular a alguien más, alguien que parte y alguien que se queda, planteando una suerte de acto solidario para salvaguardar la dignidad. El Perú, tal como lo vivimos ahora, ¿propicia rescatar esta dignidad o, por el contrario, debido a su carencia, se convierte en un acicate literario en esta novela?
G.R.: Creo que ambas cosas. Una sociedad que se vuelve más conservadora y que se atreve a querer legislar sobre cómo deben ser tus momentos más íntimos, como tus lecturas, tus relaciones sexuales y tu muerte, provoca crear a través del arte una realidad alternativa no solo como evasión, sino como camino hacia la empatía.