Darle nombre a esta muestra de poesía venezolana reciente pudiese ofrecer una perspectiva sesgada, poco menos que reduccionista, de lo que escriben algunos poetas nacidos en las décadas de los 80 y los 90. Decir diáspora tampoco ayuda mucho, porque inmediatamente pone en una misma mesa al escritor y su circunstancia, dos visiones bastantes complejas —tan complejo como el propio hecho escritural, como los condicionamientos externos que lo motivan y que entran en el terreno de lo biográfico, e incluso más allá, en las interacciones de quien escribe en constante confrontación con el entorno inmediato—.
Toda muestra, queramos o no aceptarlo públicamente, implica una elección. Toda muestra, insisto, también merece justificarse, no tanto por el deseo de quedar bien con todos los posibles lectores, sino como una manera de clarificación propia, como un empeño de pasar en limpio lo que nos une y nos separa de cada poeta seleccionado y de cada poeta no incluido. Es fácil añadir, difícil quitar. Es difícil plantearse una lista y, poco a poco, y no sin dolor, ir quitando capas y más capas, en este caso poemas y poetas, y dejar una lista de nueve voces. Con esto dejamos una cosa mediamente clara: la evidencia de juntar lo que antes no se había unido, algo así como el encuentro fraterno en un espacio común, un encuentro que debería suceder para entendernos en un posible escenario generacional. En fin,
Las preocupaciones de cada uno de estos poetas se manifiestan en el plano temático y estilístico: el esfuerzo por nombrar una realidad común a todos, la mirada introspectiva, volcada hacia las dimensiones ontológicas, el retorno de la imagen paterna, los estados anímicos, la ponderada experimentación, los tormentos individuales, la religión vista desde el acto cotidiano, la escritura lúdica; desde el lenguaje contenido, destilado, pasando por la extensión intermitente y fluvial, estos nueve poetas dan cuenta de un oficio poético que se ejercita desde ciudades venezolanas como Caracas, Valencia, Coro, Mérida y Maracaibo, o extranjeras, como Londres, Nueva York y Rio de Janeiro. La ciudad para el poeta venezolano que escribe hoy no se fija en las líneas limítrofes nacionales; desde hace varios años, y acentuado dramáticamente en este último lustro,
Las afinidades generacionales, al menos desde la apreciación crítica de la poesía venezolana, no se ciñe solamente a la congregación en revistas o agrupaciones literarias. Esa fue la dinámica casi exclusiva en las décadas del 50, 60, 70 y 80, décadas en las cuales la resistencia ante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, el albor democrático, las insurrecciones armadas y el establecimiento de instituciones culturales propiciaron argumentos y escenarios para el diálogo con el propio arte, mediante publicaciones periódicas, exposiciones y talleres de creación. Teníamos un mismo patio, el país territorial, y desde allí se escribió, se publicó, leyó y discutió. Ahora nos corresponde leernos desde una extranjería que, lejos de la dispersión, de la balcanización, nos ofrece una gran ventana, una ventana que da hacia un paisaje doliente, anhelado, amado y odiado. Un paisaje que intentamos entender. No sabemos si habrá una Vuelta a la patria, a la manera de Pérez Bonalde, uno de nuestros grandes exiliados del siglo XIX, pero sí vemos un retorno interior, creativo, insistente.
néstor mendoza