Como todo poeta inteligente, Ezequiel Martínez Estrada es un buen prosista –verdad cuya recíproca es falsa y que no atañe a los misteriosos poetas que pueden prescindir de la inteligencia. Es escritor de espléndidas amarguras. Diré más: de la amargura más ardiente y difícil, la que se lleva bien con la pasión y hasta con el cariño.
J. L. Borges
Revista Multicolores
Comienzo con una cita que, salvando ciertas perspectivas, tanto del reseñado como de quien escribe, en otros tiempos se hubiera podido aplicar a Murena. Es significativo —es decir, es la razón de la escogencia de la cita— que tanto Martínez Estrada como Borges fueran en su momento adorados y después repudiados, por diferentes y arbitrarias razones, por Héctor Murena; y que, pasadas estas operaciones expurgatorias del alma, la cita se sostenga y exprese, a través del maestro Estrada, las características principales del discípulo Murena. Trataremos de dilucidar esta paradoja, ahora que Murena ha regresado del largo silencio a que lo expusieron los expertos en fusilamientos.
Cuando las sociedades se polarizan, todas las expresiones sociales pueden acabar de una de dos maneras: o se refugian en un purismo formal o expresivo cuyo cultivo exige (habiendo sido su origen) mantenerse al margen de las trincheras existentes; o, por el contrario, dichas expresiones se manifiestan como superficiales, banales, que discurren solamente sobre los aspectos más ostensibles de las cosas, constituyendo un pensamiento inocuo. En el primer caso se escapa a la polarización: lo que en la Argentina en los años 50, 60 y 70 podía simplemente significar salvar la vida, por la vía del misticismo, de la profundidad falsa que emana de un texto culto y difícil. Si esta profundidad de la forma es asumida sin complejos, produce un Borges o un Alberto Girri, escritores magníficos que se declaran “apolíticos” o “no progresistas”, para dedicarse a sus obras desde una perspectiva que no pecaríamos de mezquinos si describimos como “reaccionaria”. Aunque aborrecidos por ambos bandos, en general el respeto del público autorizado los rescata de los peligros del linchamiento y la crítica más o menos impresionable. Unida a un temor reverencial por lo culto, hace que la sociedad los tolere, aunque sea como cuerpos extraños. Es decir, con ellos, Leviatán no se toma la molestia del exterminio.
En el segundo caso, la superficialidad se manifiesta en idiolectos, en pensamientos hipostasiados, en interpretaciones paródicas o ingenuas de una realidad que se escapa del pensamiento, porque el pensamiento comenzó por escapar de ella, en el abuso de seudo-conceptos, en generalizaciones insustanciales. De alguna manera tratarán —y el éxito de esta empresa aún no puede ser juzgado— de cumplir aquel desafío nietzscheano, el de pensar sin conceptos.
En general, estos casos son independientes, produciendo cada uno sus grandes figuras. Héctor Murena, durante mucho tiempo olvidado y hoy recuperado casi arbitrariamente por la crítica y el lector curioso, constituye una notable excepción: combina ambas actitudes no en obras distintas sino que esta dualidad permea toda su obra. Lejos de generar una contradicción insalvable, las opciones excluyentes se recuperan y salvan unas a otras; producen una obra que es no solo una de las más originales de Argentina y de la lengua, sino una sensibilidad humana que pudo sobrevivir donde otros morían, ya sea por la fuerza de la estupidez de los violentos o por la gloria estrepitosa de los cobardes.
Murena fue un autor que cubrió todos los géneros (ensayo, narrativa y poesía): El pecado original de América (1948), Primer testamento (1946), El coronel de caballería y otros cuentos (1971), La cárcel de la mente (1971, selección de ensayos preparada por el propio Murena), Caína muerte (1971), La metáfora y lo sagrado (1973), una antología poética tomada de La vida nueva (1951), El escándalo y el fuego (1959), Relámpago de la duración (1962) y El demonio de la armonía (1964). Estos son algunos de los títulos que recuerdo o que he releído recientemente; una ínfima porción de su obra. Redundar en los adjetivos que le han propinado desde que dejó de ser un autor ignorado sería una temeridad. La bibliografía sobre Murena crece lenta, pero, consistentemente en los últimos tiempos, y tal vez no quede rincón desde el que no haya sido estudiado el corpus durante tantos años negado. Bástenos constatar, o repetir, que se trata de un lenguaje magnífico, de una prosa que, como en el caso de Borges, está muy por encima de su ya delicada poesía. Tal vez Murena, junto con Martínez Estrada, Borges y algún otro, sea uno de los mayores escritores argentinos. Abundar en elogios sería inútil, habida cuenta del ejército de escritores de prólogos que forman las universidades y de los lectores medianamente cultos que siempre están a la búsqueda de un héroe no muy popular. Voy a restringir mis consideraciones, entonces, a algunos temas que no aparecerán muy pronto en las enciclopedias de literatura.
No hay espacio para abordar su extensa poesía ni su exquisita narrativa, excepto para insistir en su calidad, tal vez en sus rasgos únicos e irrepetibles. Baste recordar un fragmento de Polispuercón que, pensamos, justifica todas las exageraciones que puedan cometer los periodistas y los escritores de solapas:
Estaban, por ejemplo, ahí, en la misma casa de mis tíos donde yo vivía, los ancianos y niños que, siempre en cuatro patas, podían encontrarse en cualquier rincón. Los traían, arrendados o comprados directamente, de la provincia de la que procedía nuestra familia, y era posible utilizarlos tanto para descansar sobre ellos las piernas cuando uno estaba sentado, como para pequeñas comisiones, digamos ir a buscar el periódico, que transportaban entre los dientes sin humedecerlo, o abrir las puertas o servir de conveniente escalón cuando alguien debía ascender a un vehículo (…) para mi visión de entonces constituían un símbolo de la grandeza del país: todo es aquí tan maravilloso, creía, que podemos darnos el lujo de que no haya función que no sea cumplida por seres humanos.
Se pudiesen citar varios poemas o fragmentos de cuentos y el resultado sería igualmente deslumbrante, cautivador, tal vez definitivo, como cuando un niño crecido en la ciudad observa el cielo estrellado en el llano o en altamar y ve por primera vez las estrellas.
Sin embargo, no es en su obra narrativa ni en su poesía donde reside la mayor singularidad de nuestro autor. Estamos seguros que la crítica, ya sea justa o injusta, ya sea que lo alabe o lo censure, partirá de cánones establecidos, de prejuicios compartidos, de lugares comunes; tan comunes, lamentablemente, que no hay mayor diferencia entre unos y otros. Es suficiente con conocer las filiaciones de un determinado crítico para adivinar su opinión sobre la obra creativa de Murena, así como es igual de fácil invertir esa opinión y obtener su reverso. Se trata, al fin y al cabo, de un juego de permutaciones.
Es su ensayística, sin embargo, la que plantea los mayores desafíos: no solo por su originalidad ni por el carácter controversial que tuvo (desde la inicial Reflexiones sobre el pecado original de América, hasta sus textos más esotéricos, por llamarlos de alguna manera, como La metáfora y lo sagrado), sino por algo más profundo que un conjunto de ideas que se aceptan o se rechazan, y por supuesto, algo mucho más profundo que su estilo. Aquella ingenua división de Barthes entre “escritores” y “escribientes”, coartada extraordinaria para ocultar la falsificación de un pensamiento, no es relevante para pensar el ensayo, como se ha afirmado otras veces. Si hay un estilo y si hay un “contenido” y una tensión entre ambos —en el sentido clásico de los términos, y eso es lo que define el alma de una obra—, en pocos autores es más visible que en Murena.
En efecto, pocas veces nos encontraremos con una obra que se vale de un estilo soberbio, de un lenguaje fulgurante, para expresar, en un mismo ensayo, a veces en un mismo párrafo, las ideas más profundas y originales, unidas con (o seguidas de) las apreciaciones más superficiales que a veces colindan con la vulgaridad. Es importante decirlo: no se trata de que Murena fue “evolucionando” desde planteamientos sutiles hacia conceptos banales o al revés. Las dos polaridades coexisten a lo largo del tiempo y atraviesan toda su obra reflexiva, escapando el rigor de una mirada lúcida y las obsesiones de un cazador de lo incoherente.
¿Qué hizo posible esta estratificación de niveles de seriedad en una obra que, formalmente, es irreprochable? ¿Cuál es la causa, si es que la hay, que conduce a una mente lúcida por los caminos de la superficialidad y del genio, simultáneamente? Creo, como se advierte al comienzo, que Murena fue una de las tantas víctimas de una polarización social perversa —una partición, una grieta en la sociedad argentina—, que tal vez existe desde que ese país nació como nación, pero que se manifestó con mayor virulencia a partir de los años 40 y alcanzó su cenit en los años 70, fechas ambas que demarcan el itinerario de la escritura de Murena.
Argentina, su literatura y su historia, no son fáciles de descifrar. En Venezuela es posible admirar a Uslar o a Otero Silva, independientemente de nuestras opiniones políticas. Se puede reverenciar la figura de Bolívar y la de Páez, más allá del juicio que nos inspire uno u otro personaje. En Argentina hay series de escritores, filiaciones, escuelas, no en el sentido de una estética, sino de una adscripción, como las hay entre los personajes históricos, próceres y políticos. Estas series se corresponden, en alguna medida, según el grado de separación que viva la sociedad en un momento dado. A veces se entrecruzan y se tocan en algunos puntos; en otras, en tiempos de grave peligro, se sobreponen como dos líneas paralelas. Así, quien admira a Rosas odiará a Sarmiento y quien lee a Sábato quizás no guste de Borges. Si esta descripción parece caricaturesca es porque responde a una situación caricaturesca y porque, en el fondo, es una simplificación, de esas que pretenden aproximarnos a una realidad.
Murena pertenece a esa exigua minoría de escritores que no encajan en estas series que arbitrariamente he citado. Traductor de los más importantes pensadores marxistas —e influido, sin duda, por algunos de ellos— es considerado por muchos como un hombre de derecha. Radical en sus apreciaciones sobre el capitalismo, es igualmente irreverente con el comunismo, el socialismo e incluso la democracia. ¿No es esto, acaso, simplemente, la característica de un hombre independiente? De ser así, sería un personaje gris e intrascendente, como lo es hoy Fernando Savater. Pero Murena ha sido durante muchos años un personaje molesto, criticado por tirios y troyanos, adorado y odiado al mismo tiempo. Algo en su postura radical inspira una atracción y una desconfianza, un hechizo y un sentido de deserción.
En su libro de ensayos La cárcel de la mente, por ejemplo, encontramos apreciaciones muy lúcidas y profundas acerca de las ciudades antiguas y modernas, a la par de consideraciones totalmente banales sobre el psicoanálisis o sobre el marxismo, que se encuentran al mismo nivel de un comentario de revista barata. Acusar a Freud de pansexualismo o a Marx de proponer una “dictadura de la igualdad” es tan ingenuo que no ameritaría el menor comentario, si no fuera porque estos juicios se emiten en el contexto de profundas consideraciones sociales y políticas.
La fisura en el imaginario de la que hablábamos antes se ha colado por entre las páginas de Murena y ha impregnado sus razonamientos, las convoluciones de sus estrategias argumentativas, los ejemplos, las referencias. Si Borges, un autor auscultado hasta la pornografía, puede ser leído con la placidez y la previsión de una coherencia anticipada, de un rigor nunca desbalanceado, de unas líneas que fugan en perfecta perspectiva hacia el punto central —aunque imaginario— del “pensamiento de Borges”, así, entre comillas; si Sábato puede exhibir, si no un rigor parecido, al menos “un pensamiento”, una actitud que se expresa en sus obras, en el caso de Murena nos encontramos con que ese rigor solo existe en la forma y no en lo que expresa, que se encuentra siempre vacilante e irresoluto.
Estas fallas en la ensayística de Murena no impiden admirarla y disfrutarla. Leerla es olvidarse un poco de que fue el precursor de una lógica para-poética de seudo concreciones y falsos problemas. No encuentro mejor manera de terminar estas atropelladas consideraciones que con este texto que desde hace años me persigue (tomado de La metáfora y lo sagrado) y, creo, he usado en alguna otra parte:
El universo es un libro (…): todo libro encierra el universo. Hay que recordar, sin embargo, que el trazo negro de cada palabra se torna inteligible en el libro merced a lo blanco de la página (…). La calidad de cualquier escritura depende de la medida en que transmite el misterio, ese silencio que no es ella. Su esplendor es enriquecedora abdicación de sí. Y ésta resulta evidente en el tipo de lectura que permite y exige.
El tipo de lectura que permite y exige.