Aída Betanzos, la mujer del 8, da clases de matemáticas en una universidad. Vive sola, tiene pocas ocupaciones, familia escasa, una relación furtiva y ocasional con otro maestro de la universidad, casado. Su vida no es mala: cumple con su trabajo, va al cine, toca el piano, es una gourmette. Estudia con mucho cuidado guías de restaurantes, a los que acude a probar nuevos platillos, eso sí, sin excederse jamás, para conservar la figura. Ha probado toda clase de comida: china, japonesa, española, danesa, alemana, polaca, argentina e incluso birmana. Últimamente anda un poco ansiosa. Siente que la vida se le va. Su relación furtiva con el profesor Aldo Podalski, a la que ha dedicado una cantidad inusitada de paciencia, es en realidad poco satisfactoria: el profesor Podalski anda siempre escapando, siempre con el tiempo encima, con el miedo a que lo descubran. Ella misma ha espaciado esas relaciones, que empiezan a estorbarle. Antes podía decir, de manera elegante, que le divertían las situaciones equívocas; incluso se burlaba de las películas con romances supuestamente intensos, que no hubieran sobrevivido a una guerra o un cataclismo —los únicos profundos, a su entender—, pero a últimas fechas suspira cuando se topa con una de esas historias en las que un par de seres que en apariencia se odian acaban descubriéndose unidos por una atracción irresistible. Mientras juguetea en el piano, ha repasado, como quien no quiere la cosa, la lista de hombres a los que detesta o desprecia, pero ninguno parece augurar una pasión oculta, todo lo contrario. Especialmente odia a su colega Heberto Franco, el clásico profesor cincuentón devora-jovencitas, atractivo y encantador. No soporta su arrogancia, su talante de sabelotodo, las entradas canosas que le dan un aire a Mastroiani en sus años maduros, su aparente debonnaire, esa fama de semental que lo liga con media facultad. Sobre todo, se pregunta cómo, con el sueldo miserable que les pagan, invita a tantas alumnas a los restaurantes más caros y los hoteles más lujosos —se rumora en los pasillos que a alguna de ellas le puso un departamento en Polanco—, amén de mantener a los dos hijos de su primer matrimonio, un par de juniors detestables. A ella, jura, nunca le gustó. Desde que lo vio acercarse por las oficinas de la dirección, casi deslizándose con aires de príncipe en medio de un séquito de huríes en pantalones de mezclilla, le pareció odioso: el dizque gran científico, un Einstein de provincia, un reyezuelo tuerto en el país de ciegos.
Hoy, después de cuatro semanas de malos entendidos, va a salir con Aldo Podalski. Había tratado de no mostrar ansiedad ni enojo, sino simpatía y dulzura —sus armas secretas para contrarrestar a la tenaz resistencia de la señora Podalski—, pero a punto estuvo de hacerle una escena la semana pasada en que canceló, media hora antes, la cita que habían hecho para ir a ver una película china. Logró contenerse, aunque se quedó preocupada: serán las hormonas las que me tienen así, pensó. Ahora quedaron de verse en un restaurant tailandés, a reserva de que Aída descubra alguna maravilla gastronómica y le avise a última hora. Está perdida en su lista habitual de restaurantes, escuchando música, cuando recibe una llamada de teléfono: es Heberto Franco, la invita a cenar. Eso no lo esperaba. Desde antes de Semana Santa que no lo ve contoneándose por los pasillos de la Facultad, rodeado de sus admiradoras. Se queda muda preguntándose qué querrá. ¿Has oído hablar del Bistrot Parisien?, le pregunta Franco, como si le hubiera dicho que sí. Aída siente vagos temores. ¿Cuándo?, le pregunta. ¿Puede ser hoy? Hoy no, piensa, hoy iré a cenar con Aldo. Por otra parte, no soporta la curiosidad de saber qué quiere Franco y no se anima a preguntárselo. Sí, responde. Puede ser hoy. Tendrá que llamar al profesor Podalski, pero trae apagado el celular y hablar a su casa es imposible, con esa esposa que ya se huele todo el affaire. A las diez y media, le propone a Franco. Éste acepta, un poco desconcertado. Seguramente sus relaciones habituales con las jóvenes lo tienen acostumbrado a decidir horas, lugares, bebidas y posturas, pero con ella tendrá que aguantarse.
La verdad es que está furiosa consigo misma. No puede creer que la curiosidad le haya jugado semejante trastada. Había planeado ir a la peluquería. Decide teñirse el pelo de un color rojizo y hacerse un corte más juvenil: quizá el cambio de pelo haga que su vida se anime un poco. Ya para salir, se pone el vestido negro de coctel y siente que le aprieta. Y eso que casi no come. Lo cambia por otro vestido color vino, más suelto; el talle alto le da un ligero aire de matrona, lo último que quisiera parecer a su edad. De todas maneras, no va a tener mucho tiempo. Sale corriendo del edificio. El portero está encendiendo apenas las luces de los pasillos. Ella le dice “buenas noches”; Aristarco le abre la puerta, pero no responde, como si no la reconociera. Aída se pregunta si no se habrá pasado con el color de pelo. Sortea un tráfico endiablado. En el restaurant la espera ya el profesor Podalski, con el mismo aire misterioso de siempre. Tendrá cuarenta años apenas, como Aída, aunque suele verse mayor, quizá debido a su estatura. Mira hacia la puerta un poco nervioso, tomándose una cerveza. Son las nueve de la noche. Aída planea irse a las diez a encontrarse con Heberto Franco. No le gusta la idea. Hace tiempo que no se ha reunido con Aldo a solas: apenas se ha alimentado la relación de saludos disimulados y roces en los pasillos. Podalski se ha instalado, como siempre, en una mesa apartada, temeroso de que lo vea algún conocido: es la sombra de Elena, piensa Aída, que parece seguirlo a donde vaya. La saluda y le dice que el pelo así le queda muy bien. Se le ve cierta disposición romántica. Trae un sweater delgado de cuello redondo, azul, sin camisa y un saco. Un poco informal, pero deja ver su cuello tostado, correoso, que a Aída le gusta. Le entran ganas de mordérselo; le da rabia no haber sido capaz de decirle a Franco que no, dejarlo para otro día. ¿Por qué no lo hizo, si tan mal le cae?, no lo entiende. Pide un vodka tonic y el menú. Le anuncia a su amante que, desgraciadamente, tiene un poco de prisa. Aldo la mira sorprendido y triste. Quería estar más tiempo contigo. Después le toma las manos y le anuncia, con cierta pomposidad, que quiere salir de viaje con ella, escaparse de su esposa, quiere estar con Aída, poder abrazarla en una playa y en todas partes, sin miedo y sin escondites. Aída se queda paralizada. Debería sentir júbilo, satisfacción, y sin embargo está muy preocupada por espiar su reloj, decidiendo si deja o no plantado a Heberto Franco. Se queda en silencio, tomando apresuradamente su vodka tonic. Estás muy rara, le dice el profesor, ¿te pasa algo?, ¿no te alegra? Ella se pone a hablarle de restaurantes internacionales, en lo que les sirven la sopa. Le pregunta si le gustaría ir a bailar a un lugar magnífico de rumba. Para celebrar, añade, y un poco ironía se cuela sin querer en su modo de decir la frase. Él le responde que sí y se pone a comer su sopa desconcertado. El mesero trae los platillos principales y les ofrece vino; eligen un vino italiano. Aída come con prisa y deja la mitad de su plato, pues pronto darán las diez. El Bistrot Parisien está del otro lado de la ciudad. Puede llegar tarde para humillar a Franco. Su mente traza rutas y líneas diagonales que cruzan el Periférico, Insurgentes y Reforma huyendo del tráfico. ¿Qué pretenderá, se pregunta, si en muchos años su relación nunca ha pasado del saludo o de las juntas de trabajo en las que parece empeñado en ignorarla? No debió haber aceptado, pero se conoce bien y sabe que no hubiera podido dormir en toda la semana. Tiene tendencia a padecer insomnio, en su caso puede durar varios días, así que más vale saber de una vez. De repente se da cuenta de que Aldo la mira irritado. Parece que se fue a otra parte y no se dio cuenta. Cena, cena, por favor, le dice al despertar de sus fantasías, pero el profesor ya acabó. Ella imagina este gesto de irritación, una vida cotidiana con las manías de Aldo, su tendencia a posponer las cosas, su infinita dependencia, dramas y manipulaciones. Siente un poco de pereza. El cuello pierde el atractivo, se le quita por completo la ilusión. Le pregunta si quiere postre, como si fuera un niño. Él dice que no gracias, molesto por su falta de entusiasmo frente al anuncio del viaje. Ella pone su mano encima de la de él. Por favor discúlpame, hay un asunto que me preocupa, pero tenemos que vernos muy pronto, le dice, ¿el sábado? Él no contesta y se queda mirando su taza de café con profundidad. No sé si pueda, yo te hablo, responde al fin. En realidad, es lo que siempre dice.
Aída cruza la ciudad para llegar al Bistrot Parisien. Cuando era joven, recuerda, algún hombre la llevó a ese restaurant; estaba de moda y servía para impresionar a las universitarias pobres. Le molesta que Heberto Franco la haya convidado al mismo lugar al que, seguramente, lleva a sus alumnas. ¿Pues qué se ha creído? Debería tenerle más respeto. Para colmo, acaba de cenar. Pasa lista a los platillos franceses que recuerda: todos pesados, desde la sopa de cebolla hasta el último volován. Quizá una ensalada. Tomará vino, eso hará. Le dirá que no tiene hambre. Así lo pondrá un poco en su lugar: que se dé cuenta de que en su estómago no hay espacio para él. Le da gusto cuando se encuentra con un embotellamiento: que la espere. Enciende la radio. En el fondo de su alma aparece una pequeña chispa, aunque no quiere aceptarlo, una cosquilla porque la llamó Heberto Franco, que después de todo es una persona importante, y ella lo hará esperar. No demasiado, eso sí, no se vaya a ir.
Cuando por fin llega al Bistrot Parisien, situado en una encantadora calle pequeña y arbolada en la que es muy difícil estacionarse, Heberto Franco no está ahí todavía. Su primer impulso es largarse, pero decide esperar un poco. Se tomará una copa y se irá. Algo digestivo, de preferencia agua mineral. Se sienta en una mesa al fondo. Pide una copa de vino blanco. Se encuentra ya levemente mareada por lo que bebió en el tailandés. Por lo visto, el encanto y las atenciones que Heberto Franco cultiva con las jovencitas no son algo que a ella le pueda corresponder. Piensa que, en el fondo, Franco le tiene miedo. Seguramente la invitó porque necesita pedirle algo. Eso le da una sensación de poder. O quizá sólo le iba a pedir algo, pero como ya no la necesita, se da el lujo de plantarla. Ya verá ella cómo vengarse. Al terminar la copa, se levanta para marcharse. Si Franco le habla para disculparse, le dirá que ella tampoco pudo llegar, que no llegó nunca y se deshará en disculpas hipócritas, de esas que hieren. Cuando se dispone a tomar el bolso, ve acercarse a ella una figura que cojea. Es Heberto Franco, quien hace un mes se veía saludable a unos grados insultantes, y ahora es poco más que una piltrafa.
Tuve que dejar el coche a diez cuadras y camino muy despacio, perdón, le dice con franqueza. Ella se deja caer de nuevo en la silla. Nunca lo había visto así, está muy desmejorado: pálido, ojeroso, delgado, las mejillas pegadas a la mandíbula partida. Le han salido unos cabellos amarillentos en el cogote que arruinan el efecto de sus atractivas canas en las sienes. Y esa manera de caminar como jorobado. Junto a esto, Aldo Podalski es un Adonis. Ya llego, ya llego, avisa patéticamente, y Aída no puede contenerse de ir a tomarle el brazo para ayudarle a sentarse. Le pregunta si quiere ordenar de una vez una copa o un poco de agua. Un té quizá te siente bien Heberto, añade, reprochándose en seguida ese tono maternal. Él pide un Sidral y resopla un poco, mientras se recupera en la silla. Menea la cabeza. Un virus espantoso, qué te digo, un problema hepático. Me mandó al hospital. No sabía, le dice Aída, sintiéndose culpable de ser, quizá, la única en la Facultad que no se había preocupado por su salud. Es una enfermedad muy mala, apenas la están estudiando, sigue él. Te deja como fulminado. Y que lo diga: parece diez años más viejo.
El mesero les pregunta qué van a ordenar. Heberto Franco pide un caldo de pollo; Aída olvida la gordura y el vestido, más lo que ha cenado y bebido, y encarga un filete casi crudo. Cuando se pone nerviosa, le da por comer carne. No hay cosa peor que ver al enemigo vencido prematuramente, y no por obra de uno. También, en algún rincón de su alma, anida un poco de lástima, que le molesta. Ella no es mujer de lástimas. Sin embargo se aferra a ese sentimiento para exclamar: qué barbaridad, con gesto compungido. Es algo terrible, añade, no me lo imaginaba. Heberto Franco comienza a darle detalles de la enfermedad, un poco escabrosos: habla de vómitos y diarreas, debilidades infinitas y pérdida del apetito sexual. Aída se pregunta, cuando le traen su carne, si realmente le deseaba esas cosas horribles a este hombre. No puede olvidar, por otra parte, el gesto de irritación de Podalski cuando ella no respondió de inmediato a su gran anuncio del viaje, ¿pues qué esperaba, después de tanto tiempo, una escena hollywoodense en el restaurant? Mientras devora el filete, continúa hablando: no te hubieras molestado en venir, me hubieras dicho, yo iba a verte con mucho gusto, si necesitabas algo te lo llevaba. Heberto Franco suspira sobre su caldo de pollo, que parece durarle eternidades: Las primeras semanas recibí muchas visitas, pero la gente dejó de ir a verme. Sé que no soy bien apreciado entre los profesores. Aída tiembla un poco, pero lo disimula. Eso no es posible; toda la facultad te admira; además, tus alumnas te adoran. Franco acusa la pulla con gesto de paciencia infinita. La cosa no es así, afirma, pero bueno, ese no es el caso. Tú sí eres una gente seria, Aída. Y se la queda mirando a los ojos. Lo único que conserva fuerza en aquel cuerpo es la mirada. Aída se sorprende. Él comienza a rendirle un inusitado testimonio de su admiración, habla de sus alumnos tan brillantes y bien preparados, rememora con detalle los tres artículos que Aída —sin que nadie la ayude, por cierto— ha publicado en revistas académicas. Tú deberías estar en Harvard, añade, no aquí. Además, ese color de pelo te queda muy bien. El rostro de Aída se ilumina. La pequeña lástima que siente por este hombre comienza a dirigirse hacia la simpatía, pero se detiene: hay que ser prudentes. Lo cierto es que tanto comer y beber la ha mareado. Le avisa a Heberto que tiene que ir al tocador, se encierra, orina, se lava; al mirarse al espejo se descubre un poco ojerosa. Hace lo que puede por recomponerse con el poco maquillaje que trae y arregla su vestido. Pero le brillan los ojos: después de todo, hoy es una gran noche. Un hombre ha decidido escapar de su esposa por ella, otro le da un regalo a su vanidad, un regalo que no esperaba.
¿Y cuándo regresarás a la facultad?, le pregunta nada más sentarse a la mesa de nuevo. Heberto Franco se encuentra absorto, su torso encorvado sobre el caldo, como si quisiera leer en él una revelación. Tan flaco está que la camisa le queda enorme; el cuello flaco y arrugado sale de la corbata como el de un pájaro. Los ojos no tienen brillo. No sé, responde, quizá un par de semanas para dejar todo listo, o más. La verdad no sé cuánto tarde esto, añade con una sonrisa patética, eso si me recupero. Aída no quisiera, pero de sus labios sale la frase esperada: claro que te vas a recuperar, Heberto, no digas eso. Y también le toma la mano. La verdad, no sé qué va a pasar conmigo, murmura Franco sin dejar de mirar el consomé en el que flota, cadavérica, una rebanadita de zanahoria: me he quedado solo. A la memoria de Aída acude el nombre de la última conquista de Heberto Franco, una alumna suya a la que llevaba del brazo a todas partes: ¿Y qué pasó con Linda?, ¿tus hijos, te ayudan?, pregunta como al azar. Heberto Franco le responde con una sonrisa amarga, mezcla de dolor y de fastidio: los jóvenes no te tienen paciencia cuando estás jodido. Por fin te has dado cuenta, dice una voz adentro de la matemática, y ahora vienes a mí llorando. No sabe qué le pasa, pero de alguna manera está contenta de que Franco acuda a ella: es un asunto de profundidad, de saber con quién se puede contar verdaderamente. Se relaja y pide un capuchino espumoso y cargado. El trago caliente le cae de maravilla. Franco pide al mesero que se lleve su consomé y le traiga un té de manzanilla. No sabe en qué momento, con gesto pausado, Franco ha tomado su servilleta, pero antes de limpiarse con ella se cae de las manos; qué débil está. Ella la recoge y al dársela, se rozan sus manos. Quizá a veces la vida trae alguna sorpresa. ¿Quieres pedir un postre?, le pregunta Franco, ¿una mousse?, aquí son muy buenas. Tráigale a la señorita la mousse de chocolate. Lo de señorita no pasa desapercibido. Ese vestido te queda muy bonito, dice él, y el color de pelo te ilumina la cara. Después la mira a los ojos: la verdad, siempre me gustaste. Te lo quería decir, porque no sé cuánto duraré. La verdad es que a Aída también, para qué ocultárselo; fue la primera en caer bajo el encantamiento de sus aires de cincuentón interesante. En las primeras épocas leyó de sus descubrimientos con avidez y hubiera dado cualquier cosa porque se fijara en ella, hasta que lo vio con una alumna, luego otra y otra. Tanto odio, siente, finalmente no encubría sino un gran amor, como en las películas. Escuchan embebidos, en silencio, al pianista del restaurant, quien ahora toca “La vida en rosa”. Después de todo, piensa, Heberto —ya lo llama Heberto— no se ve tan mal. Recuerda sus artículos, sus entrevistas —el matemático de los medios, le llamaba—, y acepta que es un hombre admirable, inteligente y encantador. Debajo de aquel ser amarillento que la mira como soñando atisba la guapura del Heberto de siempre y ella se pregunta si no estará soñando también. Le habla de una novela que leyó, luego le acaricia la mano como si la escena de amor ya hubiera ocurrido y fueran ahora un viejo matrimonio que disfruta de una noche en calma.
Al parecer la mousse le ha caído un poco pesada, no debió comérsela. Todo ese hormigueo, el saber que la noche continuará en otra parte más íntima, la conduce a una intensa punzada en el estómago. Siempre ha sabido que no es bueno cenar tanto si no se está acostumbrada, pero lo había olvidado; se dejó llevar por la situación, no sabe qué le pasó. Le pide a Heberto que la disculpe un momento y otra vez va al baño, ahora a luchar contra un verdadero desastre estomacal. Se ha puesto pálida, sudorosa, tiembla sentada en la taza y no puede levantarse de ahí. Al cabo de un rato, la empleada que entrega el papel higiénico le pregunta si se siente bien, si puede ayudarla en algo. Un Alka-Seltzer, murmura ella, mareada. Después logra salir, echarse agua en la cara, esperar a la señorita con el Alka-Seltzer, que tarda años, mientras todo parece darle vueltas. Finalmente se lo toma, se deja caer en la silla de la empleada, esperando a sentirse mejor. La chica es muy amable al principio, pero después comienza a impacientarse. ¿Quiere que venga el señor que está con usted?, ¿quiere que le llamemos un taxi? Aída se da cuenta de que no podrá permanecer mucho tiempo más en el baño. Se vuelve a echar agua, se estropea el maquillaje; para colmo, con la prisa del malestar se olvidó el bolso. Tendrá que limpiarse como pueda, pero el resultado no es muy alentador. Tampoco se siente bien todavía. Cruza el restaurante sintiéndose observada: seguramente algunas señoras entraron al baño y escucharon su debacle, qué vergüenza.
Cuando llega a la mesa, Heberto está serio, malhumorado, la mira con un poco de decepción. Tuve que pagar la cuenta, le dice en un tono agrio. Aída toma su bolso y busca maquinalmente la cartera. Disculpa, algo no me cayó bien, ¿cuánto fue? No importa, responde él, lo que pasa es que con los tratamientos tan caros ando un poco mal, financieramente. Una Aída a la que apenas empieza a conocer comienza a sentir los efectos benéficos del Alka-Seltzer y le pregunta a Heberto si necesita dinero: déjalo, déjalo, quizá después, responde él, dándole el brazo, ¿ya estás mejor?, ¿qué te pasó? Mientras sale del brazo con aquel hombre, y lo sube en su coche para llevarlo al departamento, Aída se da cuenta de que aquello va para largo: habrá que cuidarlo, y es probable que no vuelva a ser el mismo. Un resto, quizá, sombra de lo que fue. Un poco como ella.