Como nubes nacaradas de gestos, desprecios y sonrojos, el zoológico gay pareciera fugarse continuamente de la identidad. No tener un solo nombre ni una geografía precisa donde enmarcar su deseo, su pasión, su clandestina errancia por el calendario callejero donde se encuentran casualmente; donde saludan siempre inventando chapas y sobrenombres que relatan pequeñas crueldades, caricaturas zoomorfas y chistosas ocurrencias. Una colección de apodos que ocultan el rostro bautismal; esa marca indeleble del padre que lo sacramentó con su macha descendencia, con ese Luis junior de por vida. Sin preguntar, sin entender, sin saber si ese Alberto, Arturo o Pedro le quedaría bien al hijo mariposón que debe cargar con esa próstata de nombre hasta la tumba. Por eso odia tanto ese tatuaje paterno, ese llamado, ese Luchito, ese Hernancito chico y minusválido que a los homosexuales sólo les sirve para el desprecio y la burla.
Así, el asunto de los nombres no se arregla solamente con el femenino de Carlos; existe una gran alegoría barroca que empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad a través del sobrenombre. Toda una narrativa popular del loquerío que elige seudónimos en el firmamento estelar del cine. Las amadas heroínas, las idolatradas divas, las púberes doncellas, pero también las malvadas madrastras y las lagartas hechiceras. Nombres adjetivos y sustantivos que se rebautizan continuamente de acuerdo al estado de ánimo, la apariencia, la simpatía, la bronca o el aburrimiento del clan sodomita siempre dispuesto a reprogramar la fiesta, a especular con la semiótica del nombre hasta el cansancio.
De esto nadie escapa, menos las hermanas sidadas que también se catalogan en un listado paralelo que requiere triple inventiva para mantener el antídoto del humor, el eterno buen ánimo, la talla sobre la marcha que no permite al virus opacar su siempre viva sonrisa. De esta forma, el fichaje del nombre no alcanza a tatuar el rostro moribundo, porque existen mil nombres para escamotear la piedad de la ficha clínica. Existen mil formas de hacer reír a la amiga cero positiva expuesta a la baja de defensas si cae en depresión. Existen mil ocurrencias para conseguir que se ría de sí misma, que se burle de su drama. Empezando por el nombre.
La poética del sobrenombre gay generalmente excede la identificación, desfigura el nombre, desborda los, rasgos anotados en el registro civil. No abarca una sola forma de ser, más bien simula un parecer que incluye momentáneamente a muchos, a cientos que pasan alguna vez por el mismo apodo.
Quizás el listado de chapas que se usan para renombrarse incluya un denso humor, un ácido acercamiento a esos “detalles y anomalías” que el cuerpo debe sobrellevar resignado. A veces cojeras, hemiplejías o “sutiles fallas” que tanto cuesta disimular, que tanto molestan y avergüenzan como agregados de la falla mayor. En este caso el apodo alivia el peso, subrayando de luminaria un defecto que más duele al tratar de esconderse. El apodo hace de ese lunar con pelos una duna de felpa. De esa jodida joroba, un Sahara de odalisca. De esos ojos miopes, un sueño de geisha. De ese enanismo petiso, un Liliput mini y recatado. De esa nariz de hacha, un ventisquero de alientos. De esa obesa calamidad, una nube blanca y rosada a lo Rubens. De esa calva simulada por la partidura casi en la oreja, un brillo de cráneo para la buena suerte. De esas elefánticas orejas, un par de abanicos flamencos. De esa boca de buzón, un beso empapado de tormenta. En fin, para todo existe una metáfora que ridiculiza embelleciendo la falla, la hace propia, única. Así la sobreexposición de esa negrura que se grita y llama y se nombra incansable, ese apodo que al comienzo duele, pero después hace reír hasta a la afectada, a la larga se mimetiza con el verdadero nombre en un rebautismo de gueto. Una reconversión que hace de la caricatura una relación de afecto.
Hay muchas y variadas formas de nombrarse; está el típico femenino del nombre que agrega una “a” en la cola de Mario y resulta “Simplemente Maria”. También esos familiares cercanos por su complicidad materna; las mamitas, las tías las madrinas, las primas, las nonas, las hermanas, etc. Además de otros personajes semicampestres, algo inocentes, que se extraen del folclor como las Carmelas, las Chelas, las Rosas, las Maigas, etc. Para las más sofisticadas se usa el remember hollywoodense de la Garbo, la Dietrich, la Monroe, la West. Pero para Latinoamérica hay nombres de vírgenes consagradas por la memoria del celuloide más cercanas: la Sara Montiel, la María Félix, la Lola Flores, la Carmen Miranda. Nadie sabe por qué las locas aman tanto a estas señoras doñas tan lejanas en el tiempo, y a veces casi extraviadas por el sepia de sus fotos. Nadie lo sabe, pero esos nombres se han homosexualizado a través de los miles de travestis que hacen su copia. A través de la mímesis de sus gestos y miradas matadoras. Toda marica tiene dentro una Félix, como una Montiel, y la saca por supuesto, cuando se encienden los focos, cuando la luna se descuera entre las nubes.
El listado se alarga a medida que la moda impone estrellas con algo del gusto y el affaire coliza, a medida que se hace más útil un stock de nombres para camuflar la rotulación paterna, a medida que se requiere más humor para sobrellevar la carga sidosa. Aquí van algunos, sólo y exclusivamente de muestra, rescatados de las densas aguas de la cultura mariposa.
La Desesperada
La Cuando No
La Cuando Nunca
La Siempre en Domingo
La María Silicona
La Cortavientos
La Puente Cortado
La Maricombo
La Maripepa
La Faraona
La Lola Flores
La Sara Montiel
La Carmen Sevilla
La Carmen Miranda
La María Félix
La Fabiola de Luján
La Loca de la Cartera
La Loca del Pino
La Loca del Piano
La Loca del Moño
La Cola del Rincón
La Multiuso
La Palanca
La Moderna
La Freno de Mano
La Patas Negras
La Patas Verdes
La Yuyito
La Pata Pelá
La Pelá
La Pituca
La Putifrunci
La Frunci
La Chumilou
La Trolebús
La Claudia Escándalo
La Ilusión Marina
La Lola Puñales
La Yo No
La Compra Almas
La Pide Fiado
La No Se Fía
La Perestroika
La Poto Aguja
La Siete Potos
La Poto de Palo
La Poto Ronco
La Abeja Maya
La Wendy
La Ahí Va
La Ahí Viene
La Esperanza Rosa
La Bim Bam Bum
La Cola del Barrio
La Inca Cola
La Coca Cola
La Pinche
La Lola
La Rose
La Denise
La Susi
La Pupi
La Mimi
La Bambi
La Teté
La Totó
La Nené
La Lulú
La Tacones Lejanos
La Saca Corchos
La Chupadora Oficial
La Chupa Millonaria
La Licuadora
La Multimatic
La Fácil de Amar
La Krugger
La Burger Inn
La Prosit
La Ninja
La Karate Kid
La Si me Llaman Voy
La Doctora
La Diente de Leche
La Poto Asesino
La Llave de Cachete
La María Misterio
La María Sombra
La María Riesgo
La María Acetaté
La María Sarcoma
La Mosca Sida
La Frun-Sida
La María Lui-Sida
La Lúsida
La Bien Paga
La Nomeolvides
La Ven-Seremos
La Zoila-Sida
La Zoila Kaposí
La Sida Frappé
La Sida On The Rock
La Sui-Sida
La Insecti-Sida
La Depre-Sida
La Ven-Sida
Nota de la traductora
Siempre que le digo a alguien aquí en Chile que estoy traduciendo a Pedro Lemebel, la noticia provoca tanto admiración como algo similar a la piedad. En español, las crónicas de Lemebel se leen como acrobáticas, sobrecogedoras, acerbas, incluso incómodas. Su estilo está marcado por fragmentos extensos e infinitos chilenismos, los cientos de palabras y conceptos propios del vocabulario chileno que oscurecen aún más este trozo de país del resto de América Latina. En oposición a la neutralidad culta de la clase alta chilena y el español literario, el hiper-chileno de Lemebel excluye a los no iniciados.
Para Lemebel, el lenguaje es político y local. En el epílogo del “Zanjón de la Aguada”, se preocupa por el colapso de los términos pueblo (“the people”, en un sentido político) y gente (“people”), un colapso probablemente provocado por la omnipresencia del inglés, que pone la fuerza de su concepto democrático en un mero artículo. ¿Cómo puede la resistencia local de Lemebel al inglés, el ahora lenguaje global del capitalismo, ser traducida al inglés? Tal vez yo, como traductora, no pueda ser otra cosa que traditore, no puedo hacer otra cosa que traicionar.
Sin embargo, la propia escritura de Lemebel ofrece un enfoque que cubre las aperturas en medio de tal colapso. El español, una lengua en la que el mundo entero se divide en mujeres u hombres, no puede representar el transgenerismo de Lemebel, ni las vidas de la comunidad trans de Santiago, una a la que Lemebel vino a representar, especialmente después del brote de SIDA. La respuesta de Lemebel es obligar al lenguaje a abrirse: con guiones, con doble sentido, con arabescos sintácticos, con términos inventados como mariposear (una forma verbal de mariposa, que suena como marica, un término despectivo para un hombre gay). Su insatisfacción con el lenguaje es coextensivo con su amor por él, ya que sus caprichosas conjunciones de sílabas y su astuto juego de palabras se convierten en los nudos mismos de su resistencia. Lo que más se arriesga a ser perdido en la traducción es la simultaneidad de causticidad y ternura de Lemebel, una generosidad hacia el lenguaje y el mundo incluso en medio de una resistencia acerada a sus condiciones.
Como traductora, puedo hacer las mismas exigencias del inglés, forzando los oxímorones a abrirse para encontrar oxígeno y aire. Los compromisos son distintos en cada idioma; tanto las “Aguas de Zanjón” como “Los Millones de Nombres de María Camaleón“, presentan sin duda “imposibilidades” de traducción. ¿Cómo traducir una interminable lista de apodos de loca, que se burlan de todo, desde rasgos de personalidad y defectos físicos hasta la depresión y el sida? ¿Cómo traducir el humor y el amor detrás de él, la escritura contra el olvido? ¿Es posible traducir un nombre?
La respuesta no está clara. Afortunadamente, la lista real, con los verdaderos apodos de gente real, permanece. Puede desplazarse hacia arriba para ver quién y qué se perdió. Por tanto, leer sus nombres en español, en inglés, en español otra vez: sólo los estará recordando mejor.
Una segunda nota, más técnica sobre algunos términos de género: Lemebel se refiere a las mujeres como travesti, que es un identificador de género – algunos incluso argumentarían un tercer género – en gran parte de América del Sur. Un travesti es un individuo varón de nacimiento que vive como mujer. Es difícil describir en inglés contemporáneo, repleto de identificadores altamente específicos que implican un alto nivel de acceso a la atención médica, la expansividad de la identidad travesti en español y su disociación de las cirugías de reasignación de género, especialmente en los años ochenta. Muchos, si no la mayoría de las travestis, todavía se ganan la vida como trabajadores sexuales, y ciertamente lo hicieron en ese entonces. Lemebel utiliza el término travesti y loca indistintamente, un término despectivo chileno para un hombre travesti o afeminado, que sus crónicas ayudaron a reclamar como positivo.
Un punto similar sobre la cronología y las especificidades del lugar debe hacerse sobre los términos “VIH” y “SIDA”, pues Lemebel difícilmente distingue entre ellos. Si bien ya no es cierto, las condiciones se combinaron para estas travestis en los márgenes de la sociedad en el Chile de la década de 1980. Contraer VIH significaba enfermarse de sida; La muerte llegaba rápidamente a estos individuos, pues tenían un acceso mínimo a la atención médica y muy poco se sabía sobre la enfermedad (Lemebel a menudo se refiere a ella como la sombra o el misterio). Incluso cuando los primeros fármacos para el tratamiento del VIH se hicieron disponibles en los Estados Unidos y eventualmente en Chile, la prescripción permaneció inaccesible para la mayor parte de la comunidad que Lemebel describe.
Textos originales publicados con la autorización de la familia de Pedro Lemebel, representada por Valentín Segura.