Fuime a vivir a un caballo muerto. Hallé que había bastante espacio allá dentro, nada de ruido, ningún otro tipo de molestias. Sin corazón bombeando rítmico, sin pulmones. Sin riñones funcionales, sin hígado. Nada. Todo tranquilo y muerto.
Entré por rígidas mandíbulas e instalé muebles. Mi mujer y yo recién nos habíamos separado. Ella había retenido nuestro apartamento en Alamar, y allá estaba con las cuatro criaturas. Pero yo, contento con mi caballo muerto. Cuando creía estar a punto de dormir en parques públicos, y almorzar y cenar en espantosas cafeterías estatales, he aquí que se me habían abierto las puertas del cielo.
Había espacio de sobra para todos mis discos y mis libros y ropas colgadas en percheros de metal dentro de mi ropero. La comida no faltaba. Podía ir devorando los órganos putrefactos del caballo muerto y, a medida que avanzaba el proceso de descomposición, iban penetrando en el cadáver gusanos, larvas, insectos y otros animalejos que me ayudaban a mantener una dieta balanceada.
Con el paso del tiempo, el cuerpo del caballo se fue hinchando cada vez más, con lo que aumentó el espacio inconmensurablemente. Al cabo de semana y media hubo tanto espacio libre que pude hacer una fiesta para mis compañeros de trabajo.
Aquello fue un éxito total. Mis compañeros se pasearon asombrados por las amplias cavidades interiores, comieron hígado putrefacto y trozos escogidos de las partes blandas de pulmones. Terminaron felicitándome por mi inmejorable adquisición.
Pude hasta ligar con mi secretaria. Hicimos el amor después que todos se hubieran marchado, allí mismo, en el caballo muerto.
Ella me había dicho, “Esto es maravilloso; una vez viví dentro del cadáver de un perro pero, por supuesto, no se compara con esto. Para nada se compara con esto”.
Comentó la amplitud de los techos, se alegró por la sobreabundancia de alimentos, por la disponibilidad de las cosas y, sobre todo, “¡Tan céntrico! ¡En el mismo corazón de la ciudad!”
Me preguntó si podía quedarse a vivir conmigo; le dije que no. Me dio un poco de lástima, pero no deseaba echar a perder unas relaciones que, hasta el día de ayer, habían sido netamente laborales.
El cuerpo del caballo apestaba. Un día pasó el concejal por ahí cerca, y el mal olor le golpeó las narices con la fuerza de una explosión atómica. Vino hasta mí, caballo muerto, y dijo, “¡Tiren esta basura a la fosa común!”
Así que, después de un mes a la intemperie, llevaron el caballo a la fosa común. Esto me fue bastante conveniente, porque ya no quedaba mucho de carne y músculos originales. Solo piel y huesos. Estaba a punto de quedarme otra vez en la calle.
Aquella fosa común fue una verdadera bendición. Estaba llena de otros caballos muertos, en diferentes estados de descomposición. Mudé mi casa y dejé atrás finalmente la gastada osamenta de mi caballo original.
De nuevo había espacio de sobra y abundante alimento. Hice otra fiesta en el nuevo sitio y todos mis compañeros exclamaron “¡Pero si esto es un palacete!”. Se trajeron a sus esposas y sus niños y vinieron a vivir conmigo en la fosa común.
Yo no pude convencer a mi esposa para que viniera, pero a las cuatro criaturas sí que las traje y les di un caballo propio para cada una. Había que ver a las tres hembritas y al varoncito dando gritos y saltitos de felicidad, como si les hubiera puesto lo mejor de la vida en sus pequeñas manos.
La vida continuó su curso normal. Los niños iban por la mañana a la escuela, y los adultos al trabajo. Por las tardes, las criaturas jugaban a los escondidos o a los pistoleros, o a lo que les diera la gana jugar, y los adultos nos sentábamos en torno a una botella de ron, para hablar de política y jugar dominó, rodeados por viejas osamentas y enjambres de moscas multicolores; todo un laberinto de vida y muerte para ser admirado en silencio.
De vez en cuando se nos unían otras familias, otras personas y, si en algún momento nos habíamos preocupado por la eventual falta de espacio y escasez de alimentos, ya lo habíamos olvidado. Rellenaban la fosa un día sí y otro no con nuevos cadáveres. Suficiente espacio y suficiente comida.
Un día el concejal pasó cerca, y el mal olor de tantos cadáveres putrefactos le llenó la nariz de lágrimas. “¡¿Qué pasa?!”, gritó furioso, “¡Incineren toda esta porquería!”
“Vive gente aquí”, le dijimos, pero él no quiso creernos. Lo invitamos a visitar nuestras moradas, y él se rehusó aduciendo motivos políticos. “Somos felices en este sitio”, le dijimos. Él arrugó la nariz, murmuró algo sobre focos infecciosos, y se marchó.
Vinieron entonces los soldados con latas de gasolina y yo los observé mientras rociaban el líquido sobre los cadáveres descompuestos de los animales, sobre los huesos y las larvas de las moscas multicolores, sobre las pieles secas y los gusanos gordos como antebrazos, sobre mis compañeros de trabajo y personas afines que se resistían a dejar sus hogares.
Los vi arder cuando los soldados arrojaron fósforos sobre toda esa gasolina. Mis cuatro criaturas también estaban allí; igual se habían negado a abandonar su hogar. Las tres hembras y el varoncito agitando sus miembros inflamados, gritando porque les dolía, y sus cabellos se incendiaban, y sus ojos y sus pequeños vientres también.
Lanzaron después un par de granadas al hoyo humeante, y todos aquellos pedazos de carne chamuscada saltaron por los aires, como confetti de cumpleaños.
Yo no ardí. No me gustaba la idea. Preferí quedarme sin casa.
Fui entonces para Alamar, hasta el apartamento de mi mujer. Fui a explicarle el asunto, y a pedirle que me dejara dormir un par de noches bajo techo, pero ella estaba viviendo con otro tipo y no quiso saber nada de mí. Me sacó de la casa a empujones y me dio con la puerta en la cara. No me dio oportunidad para decirle nada, tal vez contarle lo de las criaturitas. Nada de nada.
Fuime entonces a una cafetería estatal para cenar, y después me fui con mis cosas a un parque público, para pasar la noche durmiendo en algún banco. Creía no tener otro remedio.
Pero, por el camino, me encontré con un perro muerto en la acera y me acordé que quizás allí podría estar mi secretaria. Así que me asomé y, en efecto, estaba ella. Le pregunté si podría pasar la noche, porque no me gustaba la idea de dormir en el parque y ella, por suerte, me dijo que sí, que podía quedarme.