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Alguna vez se me ocurrió decir, en serio y en broma, o tal vez fue en broma y en serio, que los libros que publicamos no son hijos recién nacidos, sino ya grandes, listos para salir al mundo por sí mismos y prosperar o fracasar o pasar inadvertidos durante diez años o cien años o para siempre. Mientras los creamos/criamos nada es más importante que ellos, pero luego, cuando se van, nos interesan más los hijos que siguen viviendo bajo nuestro techo, que desde luego nos necesitan más, cuentan con nuestro tiempo y nuestra dedicación.
El libro traducido es, en este sentido, una anomalía y un anacronismo. Es como un hijo grande que decide empezar de nuevo y enfrentarse a una lengua y a unas costumbres que desconoce por completo. Así que le toca a alguien más volver a escribirlo, frase por frase, palabra por palabra.
Nadie lee más profunda, despiadada y cariñosamente que un traductor. El único triunfo literario indiscutible sucede cuando, al terminar su trabajo, el traductor no odia ni el libro traducido ni al autor que tradujo ni a sí mismo por haber aceptado, en un momento de debilidad, traducir un libro de mierda.
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Creo que el autor no es el padre sino la madre del libro. Una madre soltera, generalmente. Quizás en cierto modo el padre es el editor, porque puso un poco de plata y se mandó a cambiar, o se mantuvo más o menos presente pero tenía que multiplicarse, porque los editores suelen tener muchos hijos simultáneamente.
Si el autor es la madre del libro, el traductor es, naturalmente, su madrastra. Voy a preguntarle a mi amiga Megan McDowell si está de acuerdo. Tal vez han leído algún libro de ella, aunque su nombre, por desgracia, durante años estuvo ausente de las portadas, recién ahora algunos editores —no todos— comienzan a corregir esa errata inexplicable. Como siete de los libros que Megan ha escrito fueron previamente escritos por mí, estoy en condiciones de afirmar que ella es mi traductora, pero identificarla o presentarla así sonaría arrogante, no solo porque por supuesto no es “mía” ni me traduce solo a mí, sino también porque a estas alturas, después de quince años, Megan es, sobre todo, mi amiga, una de mis mejores amigas, quiero decir: una de las personas que más quiero a lo largo y ancho de este inmenso planeta y sus alrededores.
Nuestra amistad se forjó en un prehistórico intercambio de correos electrónicos y fue cobrando forma en centenares de reuniones por Skype o presenciales que bien podrían haber sido breves pero solían extenderse por horas. Hablábamos proporcionalmente poco sobre asuntos laborales, y muchísimo más, como hacen los amigos, de otras cosas, de cualquier cosa, de todo.
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Pero hablábamos, también, de traducción.
Alguna vez hablamos, por teléfono, acerca de la palabra homesickness. Yo vivía en su país y ella en el mío, así que inevitable e inconscientemente hablábamos sobre arraigos y desplazamientos. Pero la conversación manifiesta giraba más bien en torno a ese momento misterioso en que finalmente adoptamos, de verdad, una palabra.
Nunca me he acostumbrado a la palabra homesickness. La he dicho muchas veces, es una de mis palabras favoritas en inglés, justo porque cuando la digo se libera brevemente, en segundo plano, un pensamiento confuso acerca de la palabra home y la palabra sick y me gusta verlas juntarse y chocar o separarse inesperadamente.
También me gusta comparar esa palabra ajena con la palabra en español. Algo cambió en mi vida o en mi mente hace quizás treinta años, cuando un profesor de Castellano nos dijo que la palabra nostalgia venía del griego y que nostos era regreso y algia significaba dolor. Pero no hablábamos, con Megan, de etimologías, sino de un conocimiento intuitivo, improvisado, que deslumbra a los traductores y a los escritores y supongo que también, en alguna medida, a los jugadores de scrabble.
Conocía la palabra homesickness al menos desde 1997 o 1998, cuando escuché —o, como diría Juan Emar, cuando “aislé”— “Subterranean Homesick Alien”, la canción de Radiohead. Pero una cosa es —conveníamos con Megan—, conocer una palabra, y otra usarla de verdad, someterla a la prosa del mundo; gastarla, manosearla, a riesgo de que pierda parte de su belleza o de su exuberancia.
Del mismo modo que un hablante nativo de español puede pasar la vida entera sin “ver” las palabras sol y edad colisionando en la palabra soledad, un hablante nativo del inglés no debería, en principio, detenerse ni una milésima de segundo en las palabras home y sick a la hora de pronunciar o escribir la palabra homesickness.
Recuerdo, a propósito, estos versos de mi amigo Andrés Anwandter, que parecen intraducibles, aunque estoy seguro de que Megan trataría de traducirlos:
Me intriga la razón en la palabra
corazón
el otro en rostro
amor al inicio
de amorfo
en medio de metamorfosis
escondido en tambor.
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¿Qué se siente ser traducido al inglés? Es una pregunta rara e incómoda, que a veces suena ingenua y otras veces complaciente o triunfalista o imperialista o condescendiente. Una vez, como no me gustó el tono en que me fue formulada, respondí que no sentía nada, lo que por supuesto es falso. Otra vez dije que dolía como un par de horas y que quedaba la marca, pero después te acostumbrabas. Quizás la respuesta perfecta, fidedigna y educada, sería esta, simplemente: se siente muy bien, gracias. Porque el inglés es la única otra lengua en que puedo leer y que más o menos hablo y es verdad que si a los doce años me hubieran dicho que iba a escribir libros y que esos libros serían traducidos a la lengua de Shakespeare, me habría costado creerlo. Aunque quizás a esa edad, más que la lengua de Shakespeare el inglés era, para mí, la lengua de Debbie Gibson. Seguro que habría fantaseado con la idea de que ella leyera mis libros. Tal vez aún aspiro a eso. Only in my dreams.
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Muchas veces, en efecto, me dice Megan, ha sentido que es la madrastra de los libros que traduce, aunque también le interesa la figura de la amante, porque hay algo que se presume “incorrecto” o “sucio” en el trabajo de traducción. Prefiere, sin embargo, el rol de madrastra. Madrastra y amante son ambas figuras cuya legitimidad es negada o discutida, pero solo la amante es clandestina. Y el trabajo de los traductores no es clandestino. Es sacrificado, casi inverosímilmente arduo, por lo general mal pagado y muchas veces ninguneado, pero no es clandestino.
Hace no demasiados años, a propósito de una nueva edición de La montaña mágica, un reseñista dijo que gracias a esa nueva traducción los personajes de Thomas Mann estaban “considerablemente más cerca de hablar inglés” que en la traducción anterior. Era una broma, o una provocación, supongo, pues ni el lector más despistado leería La montaña mágica con la intención de examinar qué tal anda el inglés de Hans Castorp. Pero también es un juicio honesto, que dice lo que siempre se dice al alabar una traducción: que no parece una traducción. No sé si ese reseñista sabía o no alemán, tiendo a pensar que sí, lo que lo convertiría en una excepción, puesto que en Estados Unidos y en Chile y en todas partes la mayoría de los encargados de valorar las literaturas traducidas desconocen las lenguas de origen, y lo que juzgan es, sobre todo, si es que no únicamente, la prosa del traductor. No hay engaño ahí, para nada: se entiende que una novela bien traducida es, en este punto, una novela cuya comprensión no fue entorpecida por la traducción, aunque esa mirada pasa por alto la posibilidad de que la obra no solo no haya sido entorpecida sino, en algún sentido, mejorada o enriquecida por la traducción. Si el estilo brilla, se entiende que el traductor ha conseguido recrear un brillo previo y desconocido.
¿Debería, entonces, un crítico o un reseñista, dominar la lengua de origen de un libro, es decir, conocerla tan bien como para juzgar la traducción en sí misma? No lo creo, su trabajo no es ése, será luego el trabajo de otros. Una cierta dosis de bilingüismo, incluso si es mínima (como la mía), nos despierta, nos alegra y nos mejora, pero creo que la segunda lengua de los lectores de literatura es siempre la propia literatura. Es difícil permanecer monolingüe si leemos, incluso, la novela escrita en nuestra lengua por un vecino cuya experiencia del mundo es, en teoría, muy similar a la nuestra, pero que nos deslumbra porque es capaz de nombrar lo que creíamos imposible de nombrar, o porque inventa nombres nuevos e inesperados para designar lo que nombrábamos con automática familiaridad. Lo que cambia al leer un libro traducido es que ese vecino suele vivir extraordinariamente lejos.
Desde luego, hay una diferencia importante entre quienes juzgan la literatura traducida más o menos con los mismos criterios que usarían para evaluar una palta chilena o un vino italiano, y quienes aceptan la naturaleza desafiante del ejercicio y aprovechan y discuten la preciosa incertidumbre que un texto traducido añade a la incertidumbre inherente al baile de disfraces literario. Quienes crecimos en un penoso monolingüismo dictatorial, que amenazaba incluso el porvenir de nuestras propias lenguas indígenas, no podemos sino agradecer a la literatura que haya alimentado en nosotros el deseo de un diálogo verdadero con lenguas diversas, a veces distantes, a veces cercanas pero silenciadas y violentadas.
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En su inagotable ensayo This Little Art, Kate Briggs insiste en la naturaleza “novelesca” de la traducción, incluso si lo que se traduce no es una novela. Al leer una traducción, la famosa suspensión de la incredulidad que señalaba Coleridge opera intensa y doblemente. Los lectores no solo creemos que los hechos relatados sucedieron, sino que aceptamos creer que lo que sabemos que fue dicho en una lengua que desconocemos fue dicho en la lengua que conocemos mejor, la nuestra. En este sentido, es más “ficcional” o novelesco lo que sucede cuando leemos una novela traducida que lo que pasa cuando leemos una novela escrita en nuestra propia lengua.
Así como olvidamos que la novela que leemos fue escrita en una lengua que desconocemos, estoy seguro de que a veces, a lo largo de su laboriosa odisea subrogante, los traductores olvidan que el libro que traducen/escriben fue escrito por alguien más. Es una confusión hermosa, que prefigura, también, la posibilidad de que seamos los autores los que, puestos a leer nuestros propios textos traducidos, olvidemos que fuimos nosotros quienes los escribimos.
A mí me ha pasado eso leyendo a Megan. Cuando vivía en su país, unas personas que la habían leído a ella pero creían haberme leído a mí, me invitaron a participar en un evento en que esperaban que leyera fragmentos de algunos libros míos escritos por ella. Soy una persona muy sociable, así que acepté la invitación y me puse a leer esos libros míos publicados en el idioma de Megan, unos libros cuyas versiones preliminares ya conocía, pero que nunca había leído como tales, arrellanado en mi sofá favorito, a lo “Continuidad de los parques”.
Por largos momentos de verdad olvidé que conocía esos libros y que daba la casualidad de que los había escrito yo. A veces el nombre de un lugar o de un personaje me devolvían a la realidad, pero la ilusión funcionaba, regresaba. Luego elegí unos fragmentos y traté de leerlos en voz alta, pero me sonaba todo muy falso, así que al final tuve que llamar a Megan y pedirle que por favor me los grabara para que yo pudiera imitar, de forma ya directa y desvergonzada, su ritmo, sus énfasis, su pronunciación, su voz.
Creo que la lectura salió bien, todos en el bar parecían felices de escucharme cantar esas canciones escritas por Megan McDowell. Ni siquiera se dieron cuenta de que eran covers, de que hacía karaoke. Desafiné un poco, pero no se notó, creo.
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Me encanta enterarme de las biografías de los traductores. Hay muchas historias, pero sobre todo dos. Algunos decidieron profundizar en lenguas que por diversos motivos (porque era la lengua de sus abuelos, por ejemplo) siempre tuvieron cerca, por lo que su trayectoria supone una embriagadora y sustancial discusión acerca de su propio origen. Pero también pasa que no hay más motivos para convertirse en traductor que un entusiasmo incontrolable y voraz, casi patológico. Megan ya se había enamorado de la literatura de su vecindario, pero se encontró con Rayuela, un libro que, a su manera, es muchos libros, pero sobre todo dos libros, y que en inglés, gracias a la traducción de Gregory Rabassa, también era, a su manera, muchos libros —los otros, los mismos—, pero sobre todo dos libros —ídem—, y después de leer todos los libros que ese libro era en inglés Megan quiso leer también todos los libros que ese libro era en español. Después leyó otros libros escritos en esa misma lengua ajena que comenzaba a sentir como propia. Y luego vino el romance con Chile, con el español de Chile, y desde ahí al español en general. Y la decisión valiente de volver a casa y convencer al vecindario de leer unos libros desconocidos y remotos.
Un traductor quiere que esos vecinos que viven extraordinariamente lejos se instalen en el barrio propio y que sus costumbres extrañas modifiquen nuestra siempre precaria y sesgada idea de comunidad. Su trabajo no es condescendiente, no consiste en domesticar a los salvajes ni crear las condiciones para que la comunidad tolere coexistir con esa gente extravagante. Su trabajo es demostrarnos que la definición de nuestra identidad es un proceso incesante, tan arduo como gozoso; que crecer es también multiplicarse; que mirados de cerca, todos somos un poco ridículos y extraordinariamente complejos y raros y hermosos y geniales y estúpidos; que no sabemos por qué estamos aquí ni por qué somos quienes somos y sin embargo es necesario y crucial y divertido celebrar esos misterios bailando y cantando de otras maneras.