Con una trayectoria literaria que abarca décadas y varios géneros, Giovanna Rivero se ha establecido como una de las voces definitivas de la narrativa boliviana contemporánea. Leyendo su más reciente colección de cuentos, Tierra fresca de su tumba, me impresionaron no sólo las impredecibles vueltas y revueltas de su prosa sino también la singularidad de sus personajes, tan angustiados y fuera de lugar. Giovanna y yo conversamos por email sobre la colección, sus ambientes rurales y sus reflexiones sobre la enfermedad, y el reconocimiento tardío de la larga tradición gótica en América Latina. Tierra fresca de su tumba será publicada en traducción al inglés por Charco Press en 2023.
Arthur Malcolm Dixon: Has cultivado varios géneros literarios. Leímos con interés la reseña de tu novela 98 segundos sin sombra en LALT Nro. 19 , y me conmovieron los cuentos de Tierra fresca de su tumba, publicada el año pasado por Editorial Candaya. ¿Te sientes más cómoda en un género u otro? ¿Cuáles son para ti los beneficios y los desafíos del cuento, un género muchas veces subvalorado en el mercado editorial?
Giovanna Rivero: El cuento me parece un género exigente en todos los sentidos. La tensión, el arco narrativo y la hondura de los personajes deben jugárselo todo en una extensión relativamente acotada. Aunque yo soy de escribir cuentos largos, casi nouvelles, considero que el cuento tiene un perfil que podríamos llamar “obsesivo”, pues se empeña en roer el hueso de un personaje ante su conflicto y circunstancia hasta las últimas consecuencias. Esa radicalidad es lo que siempre me seduce de este género. Pero también me fascinan los desafíos y oportunidades que ofrece la novela, para mí es como una invitación a recorrer parajes desconocidos, donde lo mismo puede salirme al frente un león que un conejo blanco o una araña venenosa de una especie camino a la extinción. Esta posibilidad rizomática de la novela, de llevarte de un conflicto nuclear a otro que quizás no tenías en mente, me parece una verdadera provocación. Por otro lado, los límites entre los géneros son cada vez más difusos y esa neblina es otro territorio que nutre el deseo de seguir escribiendo.
A.M.D.: Me dio mucha alegría saber que Tierra fresca de su tumba será traducida al inglés y publicada por la editorial Charco Press. ¿Cómo se siente saber que pronto tendrás tu debut en lengua inglesa? ¿Ya sabes quién traducirá el libro? ¿Qué esperas de la traducción?
G.R.: Escribo desde hace muchísimos años y la traducción al inglés y a otras lenguas siempre ha constituido un deseo, antes afincado en un horizonte lejano, pues no soy una escritora de alto perfil. Ahora, sin embargo, Carolina Orloff, editora de Charco Press, está apostando por mi trabajo con una pasión que me conmueve. Confío en que ella tomará las mejores decisiones para elegir a la traductora. De este viaje al inglés espero lo mismo que ha sucedido con la traducción al portugués (editoriales Incompleta y Jandaíra), a cargo de Laura Del Rey. Ella se conectó profundamente con la lengua literaria, pero también con las raíces culturales de cada personaje. Hablamos de una doble traducción, una semántica y otra dialectal, pues en Tierra fresca de su tumba habitan personajes que, si bien hablan español, la lengua no es tan franca, está “manchada” de localismos, de experiencias de vida, de clase social. Yo espero que la traducción al inglés también dé cuenta de eso.
A.M.D.: Participaste en el International Writing Program de la Universidad de Iowa. En LALT nos interesa ver cómo los programas de escritura creativa influyen en la formación de los escritores, a través de barreras lingüísticas y geográficas. ¿Cómo fue tu experiencia en Iowa? ¿Qué impacto tuvo y tiene en tu trayectoria literaria?
G.R.: Las residencias de escritura son enormemente necesarias para las escritoras, especialmente si venimos de países en los que el apoyo estatal al arte, y particularmente a la literatura, es mínimo. Además del respaldo material, una residencia de escritura como la que ofrece la Universidad de Iowa permite experimentar —así sea por unos meses— las emociones de la desterritorialización. El paisaje, el tiempo, el aire, todo se revela en una textura distinta, y cuando digo “textura” no puedo evitar pensar en su vínculo con la textualización de la vida. Quizás necesitamos ese “cuarto ajeno” en un hogar distinto y provisorio para imaginar desde lugares incómodos o singulares.
A.M.D.: Hay una crítica hacia ciertas hipocresías e injusticias de la academia contemporánea en tu cuento “Hermano ciervo”. ¿Cómo ves la relación entre literatura y academia en estos tiempos?
G.R.: Creo que la academia, en general, sigue mirando con mucha sospecha a quien, además de ser académica, es una escritora. O mejor, al revés. Me he preguntado muchas veces por qué sucede eso, cuando el objeto de estudio de la academia literaria y de buena parte de las humanidades es supuestamente el discurso literario. Una de las respuestas a la que he llegado es que se le teme a la imaginación que va dirigida a la creación de mundo alternativos, entonces se separa esa imaginación de toda otra producción intelectual e, incluso, se la desprecia, tal vez considerándola un hándicap para la abstracción teórica, para la formulación de ideas de un pretendido rigor. Claro que en el seno de la academia también hay gente de una sensibilidad maravillosa, con la valentía de hacerle lugar en sus búsquedas y propuestas a escrituras que no siempre son canónicas. Ese pacto no es tan frecuente, pero existe y agradezco conocer a ese tipo de pensadoras y profesores.
A.M.D.: Entiendo que naciste en la ciudad de Montero y que creciste en el departamento de Santa Cruz, Bolivia. Personajes y paisajes de Santa Cruz frecuentemente juegan roles importantes en tu narrativa. ¿Cómo influye tu lugar de origen en tu oficio de escritora, y en tu narrativa en sí?
G.R.: Nunca dejaré de ser de provincia, aun si me mudo a Saturno, pues esa pertenencia, más allá de su fuerza telúrica, constituye un aspecto ontológico que ha marcado profundamente mi escritura. Por otra parte, desde niña me llamó la atención que la representación visual de Bolivia priorizara los paisajes montañosos. Esa preeminencia de la belleza andina dejó de lado otros paisajes, es decir, otros encuadres de la realidad y de la relación del sujeto con esa realidad. He sido muy consciente de esa exclusión y es algo a lo que me enfrento cuando escribo.
A.M.D.: Aunque muchos de los personajes de Tierra fresca de su tumba están anclados en Santa Cruz, también suelen llevar vidas transfronterizas: son miembros de comunidades migrantes, bolivianos que han migrado a otros países, y otros seres desterrados de una forma u otra. ¿Por qué te sientes atraída a tales personajes, cuyas vidas cruzan fronteras?
G.R.: Creo que sobreviví a la asfixia de provincia gracias a la lectura de historietas. Heroínas y héroes como Gilgamesh o la sacerdotisa de la luz, que podían atravesar las fronteras de las edades históricas y habitar espacios desconocidos, me regalaron la certeza de que la imaginación era la verdadera nave. El constante desplazamiento del pueblo a la capital, Santa Cruz de la Sierra, me hizo una migrante ya desde la infancia. Por supuesto, no lo sabía. Ese trajín de solo cincuenta kilómetros articuló la noción de paisaje y horizonte. Desde la ventanilla del autobús que nos llevaba a la ciudad para hacer las cosas importantes, como visitar médicos o gestionar trámites legales, veía las grandes extensiones verdes y los soles de atardeceres idénticos. Todo eso dejó en mi espíritu la impronta de una gran melancolía. Mis personajes se encargan de metabolizar ese antiguo sentimiento. Ellos se van de sus lugares de origen para comprobar que el horizonte está siempre lejos, por mucho que ellos recorran kilómetros y kilómetros en pos de un lugar ideal.
A.M.D.: Otro motivo que sale con frecuencia en Tierra fresca de su tumba es el de la ruralidad. Varios cuentos toman lugar en medio de la enormidad de los campos o los bosques, y el espacio rural en sí mismo a veces asume un papel protagónico en tus relatos. ¿Por qué —y cómo— escribes el mundo rural?
G.R.: Como comentaba, mi lugar de origen, mi condición de provinciana, la distancia-tensión con la capital, en fin, me hicieron muy consciente desde temprano de los espacios no hegemónicos. Recuerdo que la currícula escolar para la clase de lenguaje o literatura estaba compuesta en su mayor parte por novelas en las que los personajes habitaban paisajes altiplánicos. Todo lo importante o significativo ocurría en un horizonte que, siendo niña, me parecía demasiado lejano. El mensaje parecía consistir en que nada que tuviera un valor histórico o una trascendencia cultural podía suceder en espacios orientales y amazónicos. El estatuto de lugar narrativo no se aplicaba, por consiguiente, a mi mundo conocido. Tanto en Tierra fresca de su tumba como en otros libros míos, el universo rural, el monte, el trópico y el calor atraviesan la subjetividad de los personajes para definir una ontología e incluso unas reglas de vida. Al fin y al cabo, ese recorte de la realidad que es el paisaje va configurando una temperatura y unos colores del mundo. Se trata de intuir el cosmos en lo que nos es más cercano, sea el árbol, el loro o la barroca fertilidad de un patio.
A.M.D.: El tema de la enfermedad —física, mental o las dos a la vez— también toca varios cuentos de Tierra fresca de su tumba, en donde vemos cuerpos deformados y mentes trastornadas por diferentes padecimientos, muchas veces tan espirituales como corporales. Creo que el tema de la enfermedad nos ha ocupado con más gravedad que nunca en los últimos años, a nivel global, debido a la pandemia del covid-19. ¿Cómo logras manejar este tema tan universal y a la vez tan personal en tu literatura?
G.R.: Me parece que la enfermedad, sea mental o física, es un recordatorio de la muerte y una prueba irrefutable de nuestra imperfección. La enfermedad impone un límite doloroso. El modo en que hemos venido respondiendo a ese límite ha generado la literatura más estremecedora. Siento compasión por mis personajes enfermos, pero esta compasión, esta empatía, es la que precisamente me lleva a desgarrarlos. Quizás teatralizo una y otra vez mis propias debilidades cuando empujo a mis personajes a experimentar sus muertes, a mirar sus llagas, sus cicatrices, a despedazar la unidad yoica —tan frágil ahora, por cierto— de la personalidad. Sufren porque yo he sufrido y he visto a gente cercana sufrir, batallar contra el cuerpo, contra la psiquis. Vi a mi hermano menor padecer infinitamente a causa de la bipolaridad. Creo que escribir sobre personajes enfermos es una forma medio rara que tengo de amar la literatura y aceptar la existencia. Por otro lado, narrar la enfermedad habilita un espacio epistémico distinto; hay algo que se aprende y se enuncia desde esa experiencia intransferible y, sin embargo, común.
A.M.D.: Hoy en día se lee bastante sobre “el gótico latinoamericano”, o variaciones regionales como “el gótico andino”: términos usados en la crítica para describir el giro hacia lo oscuro en la literatura latinoamericana, un giro en donde algunos críticos te han situado a ti. ¿Qué opinas de esta categorización? ¿Te parecen útiles estos términos? ¿Crees que representan algo nuevo, o más bien un reconocimiento de algo que ha existido desde hace mucho tiempo en las letras latinoamericanas?
G.R.: Creo que lo que es nuevo es el interés en esta antigua oscuridad. Estoy de acuerdo en que estamos experimentando una suerte de coincidencia de escrituras, sobre todo de mujeres, que manifiestan una sensibilidad específica: la realidad que se mancha, que cede ante la energía del fantasma y lo extraordinario. Una forma de entender el fenómeno consiste en llamarlo “nuevo gótico” y, además, regionalizarlo para que incluso el paisaje forme parte de este renovado expresionismo. Sin embargo, considero que “comprarnos” sin mucha reflexión esta categoría, solo asumiendo los rasgos más superficiales y cosméticos del gótico, empobrece nuestra forma de leer y de imaginar. Es siempre mejor leer y escribir sin casilleros, sin una checklist de las expectativas actuales del mercado. En todo caso, comulgo entusiasmada con lo que Flannery O’Connor postulaba como un rasgo del gótico sureño. Ella aseguraba que las escrituras del sur eran resistentes a la hegemonía cultural de norte, cuya ficción se prestigiaba por un culto innegociable con el realismo como dispositivo para interpretar los acontecimientos históricos. El campo cultural del norte solía mirar por encima del hombro a las escritoras instaladas en la zona de las grandes plantaciones de Estados Unidos, donde fue tan difícil erradicar la esclavitud. Para O’Connor, el gótico del sur ponía el foco en los “freaks”; ella no los llamaba monstruos o fantasmas, y no estaba obsesionada con la absoluta mimesis, si tal cosa es posible. El sujeto freak, para O’Connor, era siempre un marginal: las anomalías del espíritu y del cuerpo, sus contradicciones teológicas, le exigían fugarse de todo centro. Eso mismo es lo que yo intento hacer en mi escritura.
A.M.D.: Por último, ¿cuáles escritoras o escritores recomendarías a un lector que disfrute de tus libros?
G.R.: Le diría que lea instintivamente, que, si mis libros le traen reminiscencias de otras escrituras, así sea de manera muy tangencial, que siga la ruta del corazón lector. Soy ese tipo de lectora, me gusta descubrir otros mundos por los márgenes, no por el eco que se dispara desde el centro de un momento. Si la lectora quiere leer a algunas hermanas mías, recomiendo a Daniela Alcívar, Solange Rodríguez, Claudia Aboaf, Fernanda Trías, Betina González, Ana Llurba, Magela Baudoin, Liliana Colanzi, Gabriela Ponce, Ariadna Castellarnau, Fernanda García Lao, Natalia García Freire, Ana Paula Maia, María José Navia. Y claro, no solo la producción de mujeres. ¡Hay tanto para explorar! Y que lea poesía, por favor. Y que lea literatura de otros tiempos también. Alejarse un poco de lo inmediato contemporáneo aporta otro tipo de oxígeno.