Dos temas parecieran ser ineludibles en un escritor mexicano que trabaja con el espacio fronterizo: la migración, el narcotráfico y, en consecuencia, la violencia asociada a estos dos fenómenos. Sin embargo, esta identificación rápida y simplificadora puede ser engañosa para intentar una taxonomía de la literatura de la frontera, especialmente en el caso de un escritor como Yuri Herrera, nacido en Actopan, en 1970, en el estado de Hidalgo.
El caso de Yuri Herrera es, de alguna manera, más complejo, precisamente porque desde su primera novela, Trabajos del reino (2005), Herrera ha sido visto por la crítica como un escritor de la frontera e, indirectamente, como un natural representante de un subgénero de la literatura de la frontera, esto es, de la narconovela. Así lo sostiene, por ejemplo, el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael, quien piensa que la prosa “depurada y lírica de Yuri Herrera” representa, hasta el momento, la cumbre de esta narrativa: “menos que un principio, [es] el fin de un camino”. En este contexto, Domínguez Michael destaca que las dos primeras novelas de Herrera: Trabajos del reino (2004) y Señales que precederán el fin del mundo (2009) sobrevivirán entre las muchas novelas de este género, las cuales “irán perdiendo toda relevancia cuando se hable de México en los tiempos de las guerras del narco”. Sin embargo, esta clasificación es tan complaciente como engañosa. Porque lo cierto es que lo que distingue y aleja a Herrera de otros escritores de la frontera —o de la narconarrativa en general— no son tanto los temas, sino el lenguaje usado para narrarlos. Hay otros puntos de vista, por supuesto. Para el crítico Eduardo Parra, “abordar el narcotráfico en literatura representa un problema. Sin perspectiva cronológica ni testimonios confiables que ayuden a meditar sobre sus alcances reales, con el fin de escribir sobre ello el autor debe encontrar un ángulo que le permita adentrarse en sus secretos sin caer en el periodismo. Acaso por esta razón, la mayoría de los narradores mexicanos que han escrito sobre el tema lo han enfocado oblicuamente”. Pero es Herrera, quizás, el que ha ido más lejos en el uso de este procedimiento, haciendo de la elipsis un estilo, acaso una forma de poesía.
Con su prosa “lírica y depurada”, no solo ha desarrollado lo que Gabriel Wolfson ha llamado “fuerza estética”, sino que además explora sus posibilidades expresivas a través de lo que podría llamarse una escritura alegórico-mítica. En este sentido, Trabajos del reino entrega ciertas claves de lectura que volverás a repetirse en los textos posteriores del escritor mexicano. Una primera clave tiene que ver con la alegoría. En Trabajos del reino (2005) no hay nombres propios, solo nombres arquetípicos: el Artista, el Rey, el Santo, etc. Aunque no es difícil adivinar quién es quién, la clave no está allí para indicar un recurso literario, una preferencia estilística; existe para construir una fábula, para narrar sin nombrar. Por lo tanto, lo que parece otra novela más de la narcoliteratura mexicana en clave de fábula, es, en realidad, una alegoría y reflexión sobre el poder. Es tan clara la voluntad de desarrollar una escritura alegórica (o elíptica) en Herrera que en ninguna parte de esta novela pueden encontrarse las palabras narcotráfico, cártel, México o Estados Unidos. Esta estrategia evita –y lo hace efectivamente– el desgastado léxico que puebla la novela de la frontera y la llamada narconarrativa. Esta misma voluntad de elipsis es la que está presente en Señales que precederán el fin del mundo (2009), novela que, como lo ha señalado Gabriel Wolfson, cumple con todas las expectativas de la narrativa de la frontera: “La mujer de la novela, que inicia un periplo transfronterizo en busca de un familiar, se mueve entre diversos referentes y personajes típicos de ese escenario: frontera, drogas, violencia, inmigración”.
Podría agregarse que la protagonista se llama Makina, que su madre la envía a Estados Unidos para darle un recado a su hermano, y que la novela narra el viaje completo: los preparativos en un pueblo del centro de México, el traslado al DF y de ahí a una ciudad fronteriza, el cruce, la búsqueda, y la borradura de la posibilidad —y la noción— de retorno. Herrera vuelve a los procedimientos de ocultamiento y elipsis a través de la historia de un viaje, el cual se presenta como el viaje mítico e iniciático de Makina, una joven trilingüe, quien al dirigirse al encuentro de su hermano al otro lado de la frontera norte de México va construyendo en su recorrido un espacio nuevo donde la frontera no es entre dos zonas geográficas distintas, entre dos países, sino entre la realidad y el mito. En Señales, Herrera se sirve —casi a la manera de un palimpsesto que se reescribe y sobreimprime sobre él— de la cosmovisión prehispánica del infierno del Mictlán. Dicha reescritura no es una copia sino un modelo, una guía; su originalidad proviene de su misma antigüedad.
En la mitología azteca había diversos lugares para los muertos. Los que morían en la guerra y las mujeres que fallecían en el parto iban al Tonatiuhichan o Casa del Sol; los muertos por causas relacionadas con el agua iban hacia el Tlalocan o Casa de Tláloc; y los niños muertos antes de nacer regresaban al Chichihuacauhco. Por su parte, los que morían de muerte natural iban al Mictlán, tierra de descanso eterno, que era la última de las nueve regiones del inframundo, ubicado al norte.
Makina, antes de poder descansar, deberá recorrer las distintos niveles del inframundo en su viaje en busca de su hermano. La primera región es Itzcuintlán (“el lugar de los perros” o “de la mordida filosa de los perros”). La habitan los perros Xoloitzcuintle, donde el cadáver tenía que cruzar el ancho río Apanohuáyan (“el lugar donde se tiene que cruzar el agua”); para atravesarlo, se necesitaba la fuerza de los Xoloitzcuintles, que en vida se criaban sólo con ese propósito. Es significativo que, al comienzo de la novela, Makina experimenta un terremoto, en el cual ve a un transeúnte y su perro devorados por la tierra que se abre bajo sus pies. La muerte metafórica de Makina se enuncia en la primera línea de la novela: “Estoy muerta […]. Pinche ciudad ladina, se dijo, Siempre a punto de reinstalarse en el sótano. […] Echó una ojeada al precipicio, empatizó con el infeliz camino de la chingada, Buen camino, dijo sin ironía, y luego musitó: Mejor me apuro a cumplir el encargo”. Makina se encamina entonces al Gran Chilango a cumplir con la misión que le ha encargado Cora, su madre, darle un recado a su hermano desaparecido. El destino del viaje se le hace así ineludible; se dice a sí misma: “Una no escoge cuáles mensajes lleva y cuáles deja pudrir”. El destino de Makina, a partir de ese momento, no tiene vuelta atrás, es irrevocable, y se inscribe en el viaje mítico del héroe: “Vas a cruzar, repitió el señor Q, y ahora sonaba a orden, Vas a cruzar y vas a mojarte y vas a rifártela contra la gente cabrona; te desesperarás, cómo no, verás maravillas y al final encontrarás a tu hermano, y aunque estés triste llegarás a donde debes llegar. Una vez que estés ahí, habrá gente que se encargará de lo que necesites”.
La segunda parte de la novela se titula “El pasadero de agua” y comienza con la llegada de Makina al Gran Chilango. La ciudad es presentada como un lugar inmenso donde es fácil perderse “para siempre en las lomas de lomas que encementaban el horizonte”. En el Gran Chilango, Makina conoce a Chucho, quien se encargará de llevarla al otro lado del río. Pero el primer paso no es fácil y la frágil embarcación preparada por Chucho se voltea en medio del río. “Rémele, insistió Chucho, Que esto se puso cabrón. Apenas lo había dicho cuando un torrente les brincó volteando la cámara. De súbito el mundo se volvió gélido y verdoso y se pobló de invisibles monstruos de agua que la arrancaban de la balsa de caucho”. No es difícil adivinar a estas alturas que la construcción narrativa de Señales busca su imagen especular en el mito Mictlán, de ahí que una lectura alegórica pueda dar con la clave significativa de este “engañoso” texto de la narrativa de la frontera.
La segunda región del infierno del Mictlán es el Monamicyan (“el lugar de los cerros que se juntan”). En este lugar existían dos cerros que se abrían y se cerraban de manera continua, chocando entre sí, para que los cadáveres pudieran cruzar sin ser triturados. En Señales, este lugar es representado por el espacio desértico al que Makina llega inmediatamente después de cruzar la frontera. La prueba de sobrevivencia que el personaje debe pasar se da cuando la policía de la frontera intenta arrestarla y ella huye de un impreciso tiroteo. Lo cerros destructores son reemplazados por dos carros policíacos: “Entonces todos repararon en que tenían compañía. Dos trocas policíacas se acercaban a campo traviesa con la torreta apagada, pero a gran velocidad. Al momento en que el ranchero se distrajo para volverse, Chucho pegó un salto y lo tomó del brazo que sostenía el revólver. El ranchero disparó a matar, pero sus balas se gastaron sin consecuencias […]. ¡Pélese!, dijo Chucho. Makina volvió hacia él porque aunque comprendió que le hablaba a ella pensó que le pedía ayuda, debía estar pidiendo ayuda, Makina no estaba acostumbrada a que la gente le dijera Huye.”
La tercera región es el Itztépetl (“el cerro de obsidiana”), era el lugar donde se encontraba un cerro cubierto de filosos pedernales que desgarraban a los muertos cuando éstos tenían que escalarlo para cumplir su trayectoria. En Señales, el capítulo lleva el mismo nombre. Makina ha llegado a un pueblo de habla gabacha donde deberá recibir información sobre el paradero de su hermano y al mismo tiempo entregar a uno de los jefes del narco un paquete cuyo contenido desconoce. El lugar fijado para el encuentro es un estadio de béisbol que aparece ante los ojos de la protagonista como un cerro de obsidianas. “El muchacho más moreno que había visto en su vida le señaló un pasillo a Makina. Caminó por él, hacia la luz. Al fondo, de súbito se le vino encima una hondonada de hermosuras rivales: la sima un inmenso diamante verde que ondulaba en su propio reflejo, abrazándolo, decenas de miles de asientos negros plegados, como un cerro de obsidianas erizado de pedernales, relucientes y afilado”. En la cancha, Makina es rodeada por treinta hombres, “muchos calvos y aun algunos con largo pelo enmarañado que les llegaba a la cintura”. Makina no sabe si será asesinada o no después de entregar el misterioso paquete del señor H. Pero no, sobrevive al encuentro y su próximo destino es encontrar “el lugar donde el viento corta como navaja”. En la cosmovisión del Mictlán este esta es la región donde siempre nieva. Ocho montes hay en este lugar —llamado también Pancuecuetlacáyan—, ocho veces pregunta Makina por la dirección donde debía estar su hermano antes de dar con el lugar correcto. La zona desértica de ocho páramos donde existían vientos congelantes que cortaban los cadáveres de los muertos está representado en Señales por un sitio vacío que es descrito como “una pura oquedad”. “Fue lo primero que vio cuando le señalaron el sitio: excavadoras hurgando el suelo obstinadamente como si tuviesen que vaciar la tierra con urgencia […]. Lo que hubiera habido ahí lo habían arrancado de cuajo, lo habían expulsado de este mundo, ya no existía”.
La región donde tremolan las banderas corresponde al fragmento siguiente del texto de Herrera. Este lugar no es otro que una base del ejército estadounidense. La metáfora es obvia. Makina descubre que su hermano se ha convertido en un miembro del ejército a través de un raro e irregular trato con una familia local. No resulta extraño que la siguiente etapa del viaje de Makina se llame: “El lugar donde son comidos los corazones de la gente” y que corresponda tanto a la guerra como a Estados Unidos. Aquí Makina descubre que su hermano es otro: ha ido a la guerra, ha peleado y ha regresado ileso, pero no desea volver a México. Ha perdido el camino de regreso por el cual volverá su misma hermana. “¿Por qué no vuelves?”, pregunta Makina. “No, ya no. Ya peleé por esta gente. Debe de haber algo por lo que pelean tanto. Por eso me quedé en el ejército, mientras averiguo de qué se trata”.
Este es el Teyollocualóyan, “el lugar donde se come el corazón de la gente” y que era habitado por fieras salvajes que abrían los pechos de los muertos para comerles el corazón, ya que, sin este órgano, el difunto caía en el río Apanuiayo, que era una fosa llena de aguas negras donde habitaba Xochitónal, dios en forma de caimán que habitaba en las tinieblas y con quien se debía librar una batalla y vencerlo para encontrarse con el señor de los muertos. Y es exactamente lo que pasa. En el capítulo “La serpiente que aguarda”, Makina es detenida junto con otros inmigrantes ilegales por un oficial de la policía cuyo entretenimiento es humillarlos. La serpiente peligrosa es también un “soldado patriota”. La salida (y salvación) de Makina es la escritura, la palabra en inglés por una mujer inmigrante. Es, quizás, uno de los pasajes más admirables de la novela: “Nosotros somos los culpables de esta destrucción, los que no hablamos su lengua ni sabemos estar en silencio. Los que no llegamos en barco, los que ensuciamos de polvo sus portales, los que rompemos sus alambradas. Los que vinimos a quitarles el trabajo, los que aspiramos a limpiar su mierda, los que anhelamos trabajar a deshoras. Los que llenamos de olor a comida sus calles tan limpias, los que trajimos la violencia que no conocían, los que transportamos sus remedios, los que merecemos ser amarrados del cuello y los pies; nosotros, a los que no nos importa morir por ustedes, ¿cómo podía ser de otro modo? Los que quién sabe qué aguardamos. Nosotros los oscuros, los chaparros, los grasientos, los mustios, los obesos, los anémicos. Nosotros, los bárbaros.”
El último paso del viaje consiste en atravesar “el lugar de la muerte por obsidiana y del templo que humea con agua” y que en el texto de Herrera se titula: “El sitio de la obsidiana, donde no hay ventanas ni orificios para el humo”. Este lugar se caracteriza por estar lleno de una niebla grisácea que tenía como propósito cegar a los muertos y extraviarlos. Este no es solo la última región y la última pieza con la que se construye la cosmovisión del Mictlán, sino también la última parte del viaje de Makina. Acompañada de Chucho y después de mucho caminar por un pequeño laberinto de calles, ella llega a una pequeña puerta que conduce a un extraño y helado laberinto. Solo ella entra. Después de bajar por una larga y sinuosa escalera, se detiene en una puerta que dice Jarcha. “Trató de recordar cómo se decía jarcha en alguna de sus lenguas, pero no lo consiguió”. Al entrar, se encuentra con un grupo de personas que esperan en silencio, no hay ruido ni música, nada. Solo silencio, “sólo el sonido de agua corriendo, no como el de las tuberías, sino del correr enérgico de ríos subterráneos que le recordó que hacía mucho que no se había bañado y sin embargo no estaba sucia ni olía mal —no olía a nada”. En ese lugar, Makina recibe documentos con una nueva identidad. Ahora es otra. “Me han desollado, musitó”. Es el fin del viaje y el comienzo del regreso. Aquí es donde la escritura de Herrera se transforma, definitivamente, en una narrativa mítica donde la frontera, la inmigración ilegal, el narcotráfico y la identidad, se transforman solo en los elementos accesorios de un viaje que es de una naturaleza muy distinta y que tiene arraigo, quizás, en la realidad precolombina. “[Makina] evocó a su gente, […], el Gran Chilango, aquellos colores, y entendió que lo que sucedía no era un cataclismo; lo comprendió con todo el cuerpo y con toda su memoria, lo comprendión de verdad y finalmente se dijo Estoy lista cuando todas las cosas del mundo se quedaron en silencio”.
Todo verdadero viaje impone cruzar una frontera y éste parece ser el objetivo de la escritura de Yuri Herrera, el de narrar una historia de vida y muerte, un alumbramiento que también es una caída, la de Makina y la de su viaje mítico. Caída en un mundo oscuro, peligroso y cruel, pero también nacimiento en un mundo nuevo. Quizás por esa razón la identidad de casi todos los personajes es borrosa, difusa, móvil y, muchas veces, anónima. Como agudamente ha visto Gabriel Wolfson, la novela de Herrera comienza con Makina diciendo: ““Estoy muerta” tras presenciar un terremoto, y lo cierra pensando “Estoy lista”, tras haber atravesado una puerta con un cartel que dice “Jarcha” no hace más que reforzar la postulación de este nuevo mundo donde algunos, como Makina, han comenzado a moverse, espacio singular no planteado como destino ni morada sino como disposición de cruzamiento, movilidad permanente, desanclaje”.
Una doble historia se teje en Señales, una que transcurre con una increíble fuerza poética que ocurre en una realidad imprecisa, pero histórica; y otra, “mítica”, que narra una travesía donde lo que importa es el cruce, el “desanclaje”. Separación de una realidad y comunión con otra. Por ello, la clave de lectura más elocuente de esta novela está en el mismo título. No se trata de una frase apocalíptica. Al contrario, el título anuncia un nacimiento a través de la muerte. El mundo que llega a su fin es el de Makina. Así, el título de esta novela podría leerse como Señales que precederán al fin del mundo (de Makina). Herrera construye una historia de múltiples lecturas, donde paradojalmente lo que pareciera realmente suceder es que las características de la novela de la frontera terminan por disolverse en una profunda dimensión mítica y poética.