Nota del editor: En esta sección compartimos textos publicados originalmente por nuestra casa matriz, World Literature Today (WLT), ahora en edición bilingüe. El presente texto fue publicado originalmente en World Literature Today Vol. 96, Nro. 6 en noviembre de 2022.
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Una mujer barre el subterráneo de Moscú con una escoba de ramitas, un violinista toca una melodía de los Beatles y Chéjov: Philip Metres reflexiona sobre el tiempo que pasó como becario en Moscú, sobre 1992 y sobre la nostalgia por la Unión Soviética.
Cras, cras, cras. Como el canto ronco de un pájaro, el raspar de la escoba sobre el andén hacía eco en el silencio que se intercalaba entre las llegadas y las salidas del subterráneo de Moscú. Un pañuelo rojo le envolvía el pelo canoso y una chaqueta de algodón acolchada le engrosaba la figura robusta. Parecía tener la suficiente edad para ser la abuela de alguien, con la espalda ligeramente encorvada incluso cuando se levantaba para limpiarse la frente con el dorso de la manga polvorienta. La escoba estaba hecha de ramitas, ramitas de verdad, atadas con cordel. Es por eso por lo que me acuerdo de ella treinta años más tarde: la escoba hecha de ramitas que rascaba el andén vacío, y ella que mantenía un silencio espeso, estoico mientras limpiaba el suelo por debajo de la tierra. Con esa escoba, levantaba una pequeña nube de polvo.
Ese era su destino: barrer el polvo con ramas. Como yo había llevado una existencia de uñas limpias en los relucientes barrios de las afueras de los Estados Unidos, la miré con la boca abierta. El único verano en el que barrí y limpié pasillos del supermercado de mi zona, me iba sintiendo como los relojes derretidos de Dalí a medida que mi libertad se arrastraba hacia atrás, hacia algún horizonte infinito. Cuando terminó el verano, juré que iba a buscar cualquier trabajo que me volviese menos loco.
En el subterráneo de Moscú, en 1992, recién graduado de la universidad con una beca para estudiar poesía, yo miraba a esta abuela que intentaba mantener los pisos limpios y pensaba en Sísifo. En realidad, el trabajo de ella parecía peor que el de Sísifo. En la cima de la montaña, por lo menos él podía secarse el sudor de la frente y ver las montañas lejanas por un momento. Ella no se detuvo cuando el viento industrial empezó a levantarse y esparció el polvo que había barrido, ni cuando se alzó el gran rugido, ni cuando se oyó el grito de los frenos cuando un tren entró en la estación a los tumbos. Más tarde, esa noche, mientras usaba la música para escaparme de Rusia, escuché, por los auriculares, Feels Blind de Bikini Kill: Women are well acquainted with thirst [Las mujeres están muy acostumbradas a la sed], y volví a pensar en aquella mujer que raspaba el piso con los dedos ciegos de un árbol sediento.
Al igual que miles de trabajadores del subterráneo, ella era un vestigio de la vieja religión soviética, una servidora que limpiaba su catedral subterránea. El subterráneo de Moscú, formado por cuatro niveles de túneles de hasta unos 76 metros de profundidad para el recorrido de las formaciones, es una ciudad dentro de otra ciudad, con más de 320 kilómetros y más de 250 estaciones. Nada menos que diez millones de personas lo utilizan cada día. Las estaciones mismas son obras de arte, con incrustaciones de mosaicos y vitrales y esculturas que retratan las glorias de la Revolución. Las estaciones de subterráneo más hermosas se construyeron durante los tiempos de Stalin, la apoteosis de la arquitectura popular durante la cual se perdieron millones en el archipiélago del gulag.
Justo después de la caída de la Unión Soviética, su catedral subterránea seguía zumbando, aunque ahora por el tumulto del comercio. Pero la desesperación alimentaba a la multitud ahora que el tiempo era oro. Le hacía a uno querer volver a los viejos tiempos, aunque todos sabíamos que el comunismo era una idea que había salido mal. Un día, iba caminando apurado por un pasillo del subterráneo para encontrarme con mi amigo John cuando oí un violín que tocaba Yesterday, de los Beatles.
La versión del violinista, talentoso, aunque con la ropa raída, de repente pareció rusa. Estaba completamente impregnada de nostalgia. Qué extraño y a la vez qué apropiado, ahora que la Revolución se había derrumbado finalmente, añorar el periodo soviético. Había tantos rusos a mi alrededor (no solo los nostálgicos mentecatos que andaban con carteles de Stalin frente a la Plaza Roja, sino los miembros decentes y trabajadores de las generaciones más viejas) que deseaban volver a una época en la que las cosas tenían sentido, en la que la gente no se robaba todo lo que les había pertenecido a todos…
Yo me preguntaba si esa nostalgia persistía en el núcleo del carácter ruso. A fin de cuentas, un siglo antes, el narrador de Chéjov en “La estepa” dijo: “Ninguno de sus nuevos conocidos (…) tenía ningún punto en común que los hiciera a todos iguales: todos eran personas con un pasado espléndido y un presente muy pobre. Del pasado, todos, cada uno de ellos, hablaban con entusiasmo, mientras que la actitud que tenían ante el presente era casi de desprecio. El ruso ama recordar la vida, pero no ama vivir”. Para el ruso, por lo menos en el relato de Chéjov, el presente era una disminución: “Ahora los caminos eran más cortos, los comerciantes eran más tacaños, los campesinos eran más pobres, el pan era más caro; todo se había encogido y estaba a menor escala”.
Incluso si en el presente se percibía una sensación de disminución, esa escala menor no se percibía en el subterráneo. En pleno invierno, la temperatura era casi la del Hades. Yo llegaba carcomido por la escarcha y tiritando por venir de la intemperie, entraba en el vagón y se me abrían todos los poros de la espalda al mismo tiempo y me lustraban con sudor. Si el viaje era de más de un par de paradas, me convertía en mi propia versión de las cataratas del Niágara, escondido bajo capas de plumón invernal, hasta que lograba bajarme el cierre y desplomarme en un asiento para no desmayarme. A mi alrededor, los rusos no se sacaban los abrigos y no transpiraban, como si fueran inmunes al cambio de temperatura. O como si no los afectara el infierno.
Varias veces me habían golpeado con el puño todo tipo de moscovitas mientras me abría paso entre la multitud para subirme a un tren o para volver a ascender a la tierra. ¿Era yo un imán que atraía la ira ajena por tener un aspecto distinto? ¿O era solo uno más de la multitud que transitaba por el rito de paso habitual en el paso más importante de lugar a lugar de esa ciudad brutal y poderosa? Yo era distinto y, a pesar de que había querido borrar esa diferencia (había recurrido a pedir prestado un viejo abrigo azul oscuro de una marca soviética, a vestirme con ropa anodina, a mantener la cabeza gacha), no podía ocultar de dónde venía ni quién era. No una vez, sino varias, otros pasajeros me perforaron con la mirada las botas de montaña estadounidenses, como si fijar la vista les fuera a permitir quitármelas de los pies con los ojos.
Ay, Rusia, tú y tus escaleras mecánicas infinitas, iluminadas tenuemente por extrañas lámparas verticales, como si fueran tubos de lápiz de labios gigantes prendidos desde dentro. ¿Cuántas veces, bajando hacia tus profundidades, dirigía la mirada hacia la escalera que subía y me encontraba con una cara pálida y hermosa enmarcada por una bufanda, y quedaba ridícula y absurdamente enamorado? En el breve período transcurrido entre el comunismo y el capitalismo, los anuncios gráficos no llenaban las cavernas de las escaleras mecánicas. Solo había esas caras, como libros cerrados y abiertos, y esos cuerpos inmóviles en movimiento, mitad humanos, mitad estatuas. Yo estaba tan solo que anhelaba que alguien por lo menos se apoyara en mí en un vagón abarrotado y así poder sentir el calor robusto y fragante de otro cuerpo humano pegado contra el mío.
Después de un par de meses en Rusia, John y yo nos encontramos en la estación del subterráneo de la plaza Pushkin para intercambiar impresiones de nuestros años de becarios. John estudiaba la Iglesia ortodoxa rusa, y le resultaba tan compleja y frustrante como a mí la poesía. En la entrada, una mujer mayor vendía gatitos que se acurrucaban dentro de su abrigo, mientras que otra mujer vendía pepinillos encurtidos caseros, tomates encurtidos y, sí, peras encurtidas, al lado de un jubilado ciego con su ruego mudo expresado por un cartel hecho a mano, con el gorro de piel abierto como unas fauces hambrientas. Sí, peras en vinagre, peras bañadas en una salmuera con ajo, como si quisiera decir que lo dulce y lo amargo siempre van de la mano.
–No me puedo dormir –confesé–. Y cuando me despierto, siento la cabeza tan pesada que apenas la puedo levantar. Tal vez es el choque cultural.
Decir “choque cultural” no hacía que mis sentimientos fueran más comprensibles ni que el mundo fuera más explicable. Llegué a Rusia con un ruso apenas rudimentario, sin conocer a nadie, a un país que sufría la peor inflación que jamás había tenido, con un capitalismo cuya impactante llegada abrumaba a todo y a todos. Toda la sociedad estaba en el borde de un puente entre un comunismo zombi y un capitalismo despiadado, y todos luchaban por mantenerse en pie. Mis problemas se volvieron totalmente prosaicos una vez que el nimbo de profundo asombro ante este misterioso país se desvaneció y me quedé con peras en vinagre y mi propia incapacidad de juntar dos palabras para explicarme ante los demás. No soportaba al jubilado ciego, al veterano sin piernas ni al borracho que se marinaba en su propia orina. Ni el hecho de que todos (me incluyo) pasaban de largo sin inmutarse, o peor: empujaban a cualquiera que se detuviera a pensar qué deberíamos hacer con los ejemplos individuales de la miseria humana.
–Ya me pasó –dijo John mientras miraba a la multitud del subterráneo que se amontonaba para bajar por las escaleras, evadiendo al ciego con la mirada–. No quiero volver a vivir como un ruso.
Describió su primer año ahí, con los ojos fijos en una distancia que contenía un pasado que yo no podía ver. Sacudió la cabeza rubia, como si quisiera espantar los pensamientos, como tábanos invisibles que lo picaban, como si quisiera que se fueran volando.
Lo envidiaba. Como él ya había estado ahí, sabía a lo que se iba a enfrentar. Hablaba ruso muy bien, e incluso cuando se equivocaba, no se ponía nervioso ni perdía el hilo de la conversación por acalorarse de la vergüenza, como me hubiera pasado a mí. Y hay más. Durante su visita anterior, se había enamorado de una chica rusa. Al parecer, él había salido perdiendo: ella le había cortado el corazón por la mitad como una fruta y lo había dejado a su suerte. Se sintió humillado, y con razón. Pero después de una serie de primeras citas que no llevaron a ningún lado durante mi último año de universidad, para mí eso era la vida real. Él había pasado del reino del romance, a través del país del amor, al valle de los corazones rotos.
–La gente de acá es animalesca –dijo mientras caminábamos, acosados por vendedores callejeros y por el jubilado que yo veía casi todos los días, un hombre sin vista que, sin embargo, puedo jurar que me veía tal como era. Todos pasaban a nuestro lado, ajetreados, demorados por nuestra conversación.
–Pero estás mirando la situación como un estadounidense –dije–. Ellos tienen pocas opciones. Tratan de sobrevivir, de vivir el día a día.
–Puede ser –dijo–. Pero yo no quiero vivir así.
La vehemencia de John me asustó. Entendía su postura, pero no quería creerle. Los rusos no eran animales: solo eran personas que luchaban contra una situación inhumana. Solo trataban de arreglárselas para subsistir. Pararse ante cada diorama de sufrimiento humano sería convertirse en una estatua de sal para siempre.
Intenté combatirlo en mi interior, ese deseo de distanciarme de esa sociedad y de juzgarlos a todos como inhumanos. Al fin y al cabo, había ido porque quería presenciar la forma de vida de aquí y entenderla desde adentro, no para emitir juicios desde la distancia. Pero vivir como un ruso, soportar las indignidades diarias sin quejarme, me parecía imposible. Era demasiado sensible, demasiado permeable, estaba demasiado acostumbrado a la comodidad.
John se detuvo ante un tipo sin afeitar con un conjunto deportivo, con pinta de mafioso de segunda que ofrecía cambiar monedas fuertes por rublos. El tipo de cambio era mejor que el del banco, así que John le dio su dinero.
El tipo vestido de Adidas contó los rublos, los dobló por la mitad y se los dio a John; luego se volvió a escabullir entre la multitud.
En la ventanilla de Pizza Hut, John sacó los rublos. Con cara de desconcierto, volvió a contar.
–Pero ¿¡qué carajo!?
–¿Qué? –dije.
–Ese hijo de puta me dio menos rublos. Qué-país-de-mierda –dijo, sacudiendo los brazos en el aire.
Después de las porciones, que comimos en silencio, nos despedimos en la boca del subterráneo, donde la gente cargada de bolsas se arrastraba y se tambaleaba, como si apenas estuviera viva. Lo había visto, y había empezado a sentirlo en las venas: vivir al borde de la supervivencia llevaba a la insensibilidad y a la crueldad, a una dureza que es ira y desesperanza en partes iguales.
Unos meses más tarde, en un andén helado, trataba de comprar boletos para que mi familia y yo volviéramos a Moscú desde Zagorsk, donde habíamos visto las sublimes iglesias llenas de oro de Serguéi Posad y sus mendigos irritables. Estábamos muertos de frío, ya en las primeras fases del entumecimiento, y la boletera que estaba del lado de adentro, detrás de la diminuta rejilla metálica, calentita e indiferente, cual diosa apática, no podía disimular la secreta satisfacción que le generaba que hubiéramos perdido el último tren. Que no pudiera ayudarme. Que pudiera volver a sus asuntos más importantes. Como si estuviéramos jugando al póquer y la cara se le iluminara por el placer que sentía ante la mano que le había tocado. Una mano que iba a arruinarme el día, o incluso la vida entera.
La furia se apoderó de mí.
–No soy un animal: soy un ser humano –repliqué enojado, lo que provocó que la multitud de la estación de tren, que en general era apática, se diera vuelta y me mirara alarmada. Me acerqué a los empujones hasta la ventanilla de una segunda boletera y negocié boletos para otro tren.
Mi madre se quedó ahí parada, asombrada por lo que me había ocurrido: su hijo, tímido y abnegado, había hecho un escándalo en público.
De nuevo en el subterráneo, al pasar junto a la mujer mayor y su escoba, el pasillo que bajaba al siguiente piso estaba tan abarrotado que solo podíamos avanzar de a pasitos. Cientos de personas sin espacio, avanzando de a centímetros. Fue gracioso por un minuto, y luego fue aterrador. Con que una persona perdiera la calma, bastaba para provocar pánico, una estampida humana. No hacía falta ser claustrofóbico para sentir que no podías respirar. Pero sí respirabas, tenías que recordarte a ti mismo que tenías que respirar, y respirabas, tambaleándote hacia delante, sin chocarte ni lastimar a los demás. Te arrastrabas a ti mismo y a todos los demás, como si fuéramos los sirgadores del Volga, arrastrando un peso enorme pero invisible detrás de nosotros, sin reír ni refrenarnos ante la imposibilidad de la situación. Y en medio de esa ignominia, un silencio se extendió por el pasillo, como una ola muda sobre nosotros, y nos bañó con su falta de palabras. Intenté mirar por encima de las cabezas de los que tenía enfrente, con la esperanza de ver un espacio en el océano humano, pero, hasta donde llegaba a ver, solo había gente; cada uno de nosotros daba pasitos en esa catedral subterránea, moviendo las caderas de un lado al otro de manera vacilante como los que avanzan en fila por el pasillo de una iglesia, esperando una hostia cartonosa que queríamos creer que era el cuerpo de Dios.
Afuera del subterráneo, de regreso a la tierra, con el día que ya escurría el cielo, yo no podía creer cuán liviano y libre que me sentía. Y cuán perdido. Miré para los dos lados de la calle extraña, sin saber qué dirección tomar. Una mujer mayor, pero ágil para su edad, detuvo su paso rápido al percatarse de mi mirada confundida, que iba de un lado a otro. ¿La biblioteca? La biblioteca, sí, dijo, la biblioteca, dijo, me encanta leer, dijo, mientras me agarraba del brazo y me hablaba como a un niño, lenta y amablemente, y me guiaba. Es bueno perderse en un libro, dijo, cuando todo lo demás se pone difícil. Asentí con la cabeza. Como un buen nieto, le llevé la bolsa, repleta de papas; por arriba se asomaban las hojas silvestres de las zanahorias. Podría haber sido mi abuela; me estaba dando un empujoncito para avanzar por las confusas calles, encontraba las palabras para calmarme y darme ánimo. Esa amabilidad tan repentina que nació… como si hubiera percibido que yo era un forastero, un mero niño, pero que había estado entre los suyos, con el peso al hombro, como si fuera mío.