Puertorriqueña de nacimiento y neoyorkina de adopción, Giannina Braschi se ha visto catalogada con las más variopintas etiquetas: poeta nuyorriqueña, filósofa latinx, novelista postmoderna, escritora mágico-realista, dramaturga post-dramática, etc. Espanglish, literatura experimental, sátira social, ficción especulativa, realismo histérico, McOndo, transnacional, post-Boom, son términos también de uso frecuente por los críticos que se ocupan de su obra. Y Giannina Braschi, qué duda cabe, es todo y a la vez nada de eso. La única categoría que acaso describa su estética y su poética es la de “post-crítica”, es decir, más allá del alcance de la crítica, si entendemos por crítica literaria la taxonomía textual y la hermenéutica, el estudio de fuentes y el resto de la parafernalia que los críticos usamos como herramientas propias del oficio. En cuanto a su genealogía, Braschi es un Walt Whitman sin su patrioterismo; un Ramón del Valle-Inclán sin su amargo pesimismo; una Emily Dickinson trasplantada al corazón de Manhattan; un Herman Melville que ha perdonado a la ballena; un Juan Ramón Jiménez sin su torre de marfil que pasea a lomos de Platero por el viejo San Juan; y con toda certeza, un Miguel de Cervantes con sus dos brazos que cabalga junto a Quijote y Sancho por los páramos del cosmos. Su personaje epónimo Giannina (presente en sus obras más destacadas) tomó clase en la Academia de Platón y aprendió de Sócrates todo lo que necesita saber. Entabló estrecha amistad con Federico Nietzsche hasta que se le tornó insoportable la locura de éste, y asistió al estreno de la Flauta mágica de Mozart. Es la intrusa en el panteón de los poetas latinoamericanos que posa junto a Rubén Darío, César Vallejo y Pablo Neruda para verse inmortalizada ella también en el cuadro. La lengua de Braschi no es el español, ni el inglés, ni el espanglish, sino un idioma propio, que es el idioma de todos aquellos de nosotros cuya lengua materna no es el inglés, pero habitamos el inglés como nuestro hogar adoptivo.
Por supuesto, la anterior es una genealogía figurada, aunque anclada de forma explícita en su narrativa. Que Giannina sea hija de Eurípides es también figurado, aunque su verdadero padre fuese Eurípides (“Pílo”) Braschi, vástago de una familia de clase alta de Puerto Rico de ascendencia italiana y en su día campeón de tenis, lo que también habría de ser Giannina durante su adolescencia. De su emprendedora madre, Edmée Firpi, Giannina afirma haber heredado el pensamiento lógico y disciplinado. Que la atracción por los clásicos griegos se deba a su padre puede ser objeto de debate. Lo que resulta indiscutible es la creciente presencia de esos clásicos en el universo Giannina. En Putinoika, la caleidoscópica obra que Braschi está a punto de finalizar, la tragedia griega proporciona el escenario donde se habrá de producir el renacer de la literatura, que su libro anterior, Estados Unidos de Banana (2011), ya había anunciado al liberar a Segismundo (Puerto Rico) del calabozo donde la Estatua había mantenido a la libertad confinada desde tiempo inmemorial. En la sección titulada “Palinodia” (retractación), Giannina reescribe la historia del malhadado Edipo desde la perspectiva de Ismene y Antígona, las hijas que repudian el papel que Sófocles les había asignado. Ismene es ahora Puerto Rico y Antígona Grecia, mientras Creón encarna al FMI y los Estados Unidos, contra cuya tiranía ambas hermanas se rebelan suspendiendo los pagos de su deuda nacional. La rebelión se propaga como un saludable virus que lleva a Edipo a rehusar casarse con su madre, y llega a infectar incluso la Orestíada de Esquilo, cuya trama se (con)funde en el universo de Braschi con la obra de Sófocles. En el batiburrillo resultante, Edipo llega a matar a Agamenón, el esposo de Clitemnestra, tras lo cual ella le propone a Edipo matrimonio como solución a todos los problemas: Edipo no tendría así que desposar a su propia madre, ni Orestes tendría que matar a la suya, mientras que Egisto se vería libre de la relación tan tóxica que mantiene con Clitemnestra, etc.
Desde muy joven Giannina se vio a sí misma como poeta. En sus tiempos de estudiante en Madrid, tuvo de mentores a algunos de los mejores poetas del momento, como Claudio Rodríguez, Carlos Bousoño o Blas de Otero, que le ayudaron a descubrir los clásicos españoles desde la perspectiva de un escritor. A su regreso de España, Giannina obtendría un doctorado en literatura hispánica por la universidad de SUNY, Stony Brook, tras lo cual ejercería tareas docentes en diferentes universidades durante algún tiempo. Entre sus publicaciones académicas cabe destacar una monografía sobre la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer (Sí/pero no: La poesía de Bécquer), así como clarividentes ensayos sobre Cervantes, Garcilaso, Lorca y Machado. Esa misma clarividencia llevaría a Braschi a comprender que la poesía, como el resto de los géneros heredados de la tradición, representa una cárcel para su voz: “Lo singular no es producto de lo plural—sino de lo excepcional—yo no hallo mi voz en el teatro. No hallo mi voz en la poesía. Ni la hallo en la novela”.
La división tradicional de géneros conllevaba la segregación de la voz literaria, su confinamiento en celdas aisladas que impedían el flujo de la creatividad y la verdadera innovación. El concepto de obra también induce a confusión, pues implica someter la creatividad a las leyes del mercado, convertirla en esclava del capitalismo y su ánimo de lucro:
Yo aplicaba el trabajo a mi método de entendimiento. Y nunca funcionó. Cuando aplique un método a mi locura tampoco funcionaba—pues el método es parte del plan para exterminar la creatividad. Cortarlo todo por el mismo patrón. Para hacerme inclusiva—no exclusiva. Yo soy exclusiva. Estoy creando a work that does not work. Ni siquiera debería llamarse work. El problema es work. La palabra work does not work. Ni siquiera cuando crea a work. Porque causa problemas inside the work. Dejemos de usar el término work—porque work implica un producto con fecha de caducidad—una quiebra—y siempre pierde su trabajo porque el trabajo implica reemplazo. El capitalismo asume que todo el mundo es desechable. Pero el tiempo no es el límite de la productividad. Producir no es nuestro límite.
Tan osada afirmación representa la culminación de una vida en busca de una voz que de verdad pueda expresar lo que ya no pueden ni el arte ni la literatura heredadas del pasado. Esa búsqueda constituye la espina dorsal de la escritura de Braschi, un ejercicio creativo incesante que da cuenta, de forma minuciosa y festiva, de las diferentes etapas de su evolución personal y artística. El resultado es un ciclo épico, cuyas raíces se remontan tanto a la Eneida de Virgilio como a las Metamorfosis de Ovidio, que relata la transformación en escritora de una niña bien puertorriqueña a través de la experiencia de la inmigración y el trauma cultural resultante. Como un Eneas o un Dante de nuestro tiempo, Giannina desciende a los infiernos, en su caso Manhattan, donde será testigo presencial de los horrores innombrables desatados por los ataques del 11 de septiembre, de los que da cumplida cuenta en el inicio de su ópera magna Estados Unidos de Banana (2011): “Se ha desatado el fin del mundo”. Es en el vacío de la Zona Cero, el trazo derridiano dejado por las Torres Gemelas, donde Giannina va por fin a encontrar años después lo que llevaba buscando con tanto ahínco, la fuente de toda creatividad—que únicamente podrán descubrir aquellos que se atrevan a transitar por el corazón de las tinieblas, aquellos que osen lanzarse al abismo como el caballero de la fe del que nos habla Kierkegaard:
Respira a todo pulmón en el abismo. No cejes, aunque te encuentres con Erinias o Sirenas. Conoce los hechos del pasado y cambia los resultados. Transforma la furia de las Erinias—los tormentos tórnalos indultos—y otórgales una tierra donde puedan bendecir el nacimiento de nuevos niños. Cuando creas un género—que no es un movimiento—porque carece de pasado—y si lo tiene—es un pasado que está preñado de un futuro mayor que su pasado—su pasado es posterior a su creación—un punto de partida—al crear modos de pensamiento.
En su primera obra de poesía épica, El imperio de los sueños (1988), Braschi torna la poesía en ficción, en teatro, en musical, y en manifiesto para expresar su perplejidad como inmigrante recién llegada a Nueva York, una megalópolis babélica que toman por sorpresa unos pastores, en lo que representa la rebelión de lo bucólico contra el prosaísmo de la realidad urbana. El español del Siglo de Oro aporta el vehículo, el Barroco proporciona la lente, el desfile del Día de Puerto Rico la ocasión, y Braschi, la experiencia vital y los sueños. En Yo-Yo Boing! (1998), publicada diez años más tarde, su habla ha experimentado una metamorfosis y su español materno se ha fusionado con su lengua adoptiva, para convertirse en lo que muchos críticos llaman espanglish, un término que yo personalmente encuentro un tanto reduccionista y sesgado. El idioma de Braschi, como el idioma que nosotros hablamos en estas tierras fronterizas con México, es un idioma nuevo que se resiste a la normalización, un habla que subvierte las reglas de la gramática y toma lo mejor, y más útil, de varias lenguas: un idioma que expresa la realidad de los migrantes, de un mundo en movimiento. El habla de seres humanos hartos con un statu quo que nos clasifica en categorías excluyentes, que nos dicta quién se queda dentro y quién se queda fuera de la muralla. El idioma que permite “a las gentes y las influencias traspasar toda barrera que diga: prohibido el paso”. Ese es el imperecedero legado de Giannina Braschi.
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