En junio de 2001, Humberto Ak’abal dio una memorable lectura en la Biblioteca Municipal de Carmona para presentar el nº 16 de Palimpsesto, en cuya colección editamos el volumen Todo tiene habla, una representativa antología de sus poemas hasta esa fecha. Desde entonces, el poeta guatemalteco nos ha visitado varias veces más y ha colaborado en la revista asiduamente con versos y prosas de diversa índole. Esta entrevista es, pues, el lógico resultado de tan estrecha convivencia y, en cierto modo, la culminación del conocimiento humano y literario de un hombre cordial, de fácil trato, atento y comedido, cualidades que se corresponden con su amplitud de miras y el espíritu acogedor de su poesía.
Francisco José Cruz: En “Ausencia recuperada”, breve y conmovedor texto autobiográfico, incluido en Todo tiene habla (2000), confiesas que la pobreza de tus padres te dejó sin niñez. A los seis años ya ayudabas a tu padre a cargar leña y muchos poemas tuyos, con una desnudez que habla por sí sola, muestran las consecuencias individuales y colectivas de esta situación, como “Cansancio”, “Sin puertas”, “Sal negra”, “La esclava” o “Lejanía”. Este último reza así: “En este país pequeño / todo queda lejos: // la comida, / las letras, / la ropa…” ¿Qué sentimientos albergabas entonces ante tantas carencias? ¿Cómo te defendías de ella y en qué aspectos han marcado tu vida?
Humberto Ak’abal: Cuando yo era pequeño no tenía conciencia de nuestra pobreza, para mí era normal andar remendado o roto. Al entrar a la adolescencia y juventud me enfrenté a nuestra realidad. Fue duro ese encontronazo, me dolió, sí, me dolió mucho. Desgraciadamente, mi padre había caído en el alcoholismo y eso contribuyó a que nuestra situación fuera aún más difícil. Experimenté un choque de sentimientos, frustración, vergüenza, inseguridad. Y aquí mi madre fue un ejemplo y bastión de dignidad. Ella me infundió el amor a los oficios y me incentivó a mirar la vida con la frente en alto. Sacando fuerzas de no sé dónde, no me refugié en la amargura ni en la envidia. Trabajé la tierra al lado de mi padre, fui tejedor de cobijas, elaboradas con lana de oveja, y obrero. Me acomodé a mis limitaciones económicas. Después del trabajo del día a día, buscando cómo paliar mis horas libres, me propuse aprender a tocar guitarra con la ayuda de un amigo tejedor. Acordes elementales, nada complicados, pues en el pueblo no había escuelas de música, todo se hacía al oído. Eso fue una gran liberación, yo andaba por el pueblo con ella al hombro, cantando, dando serenatas y haciendo algunos amigos. El hecho de cantar y tocar me ayudó a agarrar seguridad.
Aparte de la guitarra, los libros fueron un fuerte apoyo y vinieron a ocupar un lugar fundamental en mi vida, ayudándome a superar paso a paso mis inseguridades. Desde entonces, me acostumbré a la vida sencilla. No tengo lujos, mi casa es modesta. Aprendí que la felicidad no depende de la pobreza ni de la abundancia.
Recuerdo que en una ocasión una de mis traductoras francesas, que me conoció cuando yo aún era obrero, me dijo: “usted siempre habla de su pobreza, pero yo le veo bien vestido”. Había una razón detrás de esa observación porque yo trabajaba en fábricas de ropa. Después de haber comenzado como barrendero, aprendí a usar máquinas industriales y, finalmente, llegué a diseñador. En las fábricas siempre había sobrantes de telas y esos sobrantes los vendían a precio simbólico o nos lo regalaban. Con ellos diseñaba y confeccionaba mis pantalones y camisas, y de allí que anduviera “bien vestido”, como diría mi traductora. Lo irónico era que mis ropas eran de telas finas y yo andaba con zapatos viejos y sin un centavo en los bolsillos. Esta circunstancia hizo que no se advirtiera mi pobreza.
Pero las paradojas me siguen. Ahora hay gente que cree que tengo mucho dinero porque se entera que viajo a diferentes países, invitado para leer mi poesía y hablar de ella. Cada vez que aparece alguna noticia sobre mí en la prensa, piensa que me pagan un dineral por esas notas. Qué difícil es explicar que no es así. Hasta un funcionario de cultura, hace ya algunos años, casi a gritos me preguntó que cuánto dinero estaba yo recibiendo de la comunidad europea. Pero aún hay cosas más absurdas o ridículas: uno de esos políticos ignorantes me dijo que por qué no le dejaba yo un recuerdo al pueblo, por ejemplo, que empedrara una calle; y otro, que por qué no construía un teatro… Como ves, no ha sido fácil mi transitar por estos caminos. Y eso se debe en gran parte a la pésima educación que tenemos en el país y a la falta de cultura de lector.
F.J.C.: Según cuentas también en el referido texto, los mayores de tu comunidad eran reacios a mandar a los niños a la escuela por temor a contaminaciones ideológicas o religiosas. Para evitar que fueran, incluso los ocultaban. Tu poema “Mi vecino”, con la vivacidad del diálogo, expresa la pena y posterior alegría de un muchacho por asistir a la escuela, en la que, por cierto, solo estuviste hasta los doce años. ¿Cómo encajaste esta experiencia en su momento, pese a la desconfianza de la familia, cuyos valores se asentaban en una cultura ágrafa? ¿Te supuso algún conflicto o contradicción íntima entre el conocimiento heredado y el adquirido a través de la enseñanza oficial?
H.A.: En un principio yo tenía mucho miedo, aunque la curiosidad de ver y oír cosas nuevas fue la clave en ese momento. Y, de alguna manera, también la sensación de libertad me ayudó a sobreponerme al temor y mantener así mi interés por la escuela. En este sentido, no tuve ningún conflicto conmigo mismo.
El problema fue el racismo, discriminación o desprecio porque había un claro favoritismo hacia los no-indígenas. Casi siempre eran los llamados para ponerlos delante de nosotros, eran el rostro de la escuela, y a los inditos (como solían llamarnos con despectivo paternalismo) siempre nos ponían atrás. Aquí fue donde les di la razón a los viejos. Esa experiencia fue difícil, al descubrir de golpe los dos mundos: el de los indígenas y el de los no-indígenas. Y no podíamos quejarnos porque las cosas empeorarían. Las leyes tampoco nos favorecían. Así que los abuelos le temían a la escuela por esas duras experiencias.
Aparte de esto, los modestos conocimientos que fui adquiriendo me ayudaron a clarear los conocimientos heredados. Lo valioso para mí de la escuela fue haber aprendido a leer y escribir. A partir de allí comenzaron mis búsquedas. El mundo se me expandió y esas lecturas me sirvieron además para leer mi propio entorno, valorar mis raíces y no avergonzarme de mi gente, de mi pueblo, ni de mis antepasados. Inconscientemente quise decirles a los abuelos que la escuela, aparte de sus aspectos negativos con respecto a nuestros modos de ser, perfectamente podría ser aprovechada para reforzar los valores culturales nuestros y para ver con otros ojos la espiritualidad y las ideas de nuestros antepasados. Mi educación escolar terminó con la primaria, pero mi inquietud por los libros no ha terminado. Leo para entender, pero muchas veces he leído cosas que no entiendo y, cuando estoy frente a esas páginas, me recuerdo que mi ignorancia era mayor. Creí en muchas cosas en las que ahora ya no creo y sufro porque algunas personas que me conocen piensan que ya no soy el que era y me aíslan. Y, claro, ya no soy el que era en muchos aspectos, pero en el fondo no he cambiado. Solo que hoy miro las cosas de otro modo. ¡Qué gran luz han sido los libros en mi camino!
F.J.C.: Uno de los objetivos principales de la escolarización era enseñar castellano a la población indígena. Tu poema “El viejo canto de la sangre”, que abre Las palabras crecen (2009), comienza: “Yo no mamé la lengua castellana”. Y, más adelante, otro verso reconoce que “esta lengua es el recuerdo de un dolor”, aludiendo a los estragos causados por la conquista española. Sin embargo, siempre dispuesto a ver la parte positiva de las cosas —una de las cualidades morales de tu obra— admite que esta lengua impuesta se convirtió en la llave para entrar a otros mundos. Cuéntame cómo viviste esos primeros pasos de aprendizaje y las expectativas, buenas y malas, que te suscitaron, ahora que dominas el castellano.
H.A.: La lengua en casa era el k’iche’. Aparte de eso, hablábamos un castellano muy rudimentario para efectos de comunicación con quienes no hablaban nuestra lengua. Como no teníamos educación castellana, nuestro lenguaje era reducido y muy mal pronunciado. Muchos se burlaban de nosotros, y eso se debía a que en lengua k’iche’ no tenemos algunos sonidos, por ejemplo, el de la letra “f”. Así que no podíamos decir “fósforos” y recurríamos a un sonido parecido y decíamos “pósporos”, o no podíamos decir “final” y decíamos “pinal”. Bueno, cosas como esas provocaban la burla de nuestros interlocutores.
De allí que recalco lo de las lecturas. Ellas me ayudaron a distinguir los sonidos de una lengua y de otra. Así mismo, a valorar a ambas. Hice la diferencia de las riquezas que me proveía el bilingüismo. Fue un chispazo descubrir que el castellano me impulsaba al futuro porque por medio de él comencé a descubrir el mundo, y, a la vez, comprobar el valor de mi lengua k’iche’ porque ella es mi pasado, mi identidad, mi permanencia, la certeza de mi yo.
F.J.C.: Como ya hemos dicho, a los 12 años abandonaste la escuela para ir a trabajar en condiciones humillantes a la capital guatemalteca, y de los trece a los veinte, de nuevo en Momostenango, tejiste lana de oveja con tu padre hasta su muerte, en que volviste a la capital, huyendo de la guerra. En este ambiente, tan ajeno a los estímulos literarios, tú comprendiste, según escribes en “Ausencia recuperada”, que “leer es un acto de humildad”. ¿A qué te refieres?
H.A.: Creo que es un acto de humildad porque, a medida que uno lee, en silencio comienza un viaje a su interior. Paso a paso va midiendo su estado de ánimo. Cada frase o cada párrafo que uno lee, y que lo impulsa a la reflexión, es también una manera de observar su propia conciencia y entra uno a un estado meditativo. Es como entrar a un espacio sagrado de recogimiento, alejado de todo lo que le rodea…
Y gracias a la lectura me he hecho una cultura general. Esto me ayudó a comprender y a respetar otras ideas y otras formas de ver y pensar. Así que veo la lectura de los libros como peldaños más altos que yo. Requiere esfuerzo para alcanzarlos. Es irónico esto que digo porque los libros son lo más accesible que hay. Sin embargo, levantar el brazo para tomarlos y leerlos, muchas veces requiere humildad porque es reconocer su ignorancia.
F.J.C.: Publicaste tu primer libro, El animalero, en 1990, a los treinta y ocho años. ¿Tuviste dificultades para editarlo antes o esta demora se debió solamente a la necesidad de madurar tus temas y tonos más propios? Al hilo de esto, ¿qué hechos te ayudaron a encontrarlos y cuándo cobraste conciencia de ser poeta más allá del legado recibido de los cantores y marimbistas de tu rama paterna? En definitiva, ¿qué te inclinó a escribir en vez de cantar como ellos?
H.A.: ¿Que si tuve dificultades? Vaya… Había que luchar contra un montón de cosas. Una de ellas era el hecho de que un provinciano tuviera el atrevimiento de presentarse como poeta en la ciudad, y encima “indio”.
Te cuento un par de anécdotas: mi recordado amigo, el poeta Luis Alfredo Arango, apreciaba mi trabajo. Él lo sugirió para que el Departamento de Letras del Ministerio de Educación me publicara mi primer libro, y ya que el maestro lo sugería, dijeron que sí. En esos días, un joven poeta, que trabajaba en ese departamento, tenía en sus manos elaborar una colección de poesía guatemalteca. Por eso se creyó que por allí podría caber un libro mío. Así que le dieron a él mi manuscrito. Una vez me lo señalaron en la calle, ya que yo no lo conocía, y me atreví a saludarlo para presentarme como autor del poemario. Él fue parco en su respuesta: “Ah, vos sos al que le está haciendo propaganda el maestro Arango, vos sos el autor de esas cosas. Pues no te voy a incluir porque yo estoy trabajando la poesía urbana y lo tuyo son cositas rurales…”. Y recuerdo que le pregunté: “¿Y dónde comienza lo urbano de Guatemala?…”. Allí terminó aquella desabrida conversación. Luis Alfredo se entristeció y me dijo que no me preocupara, que solían pasar esas cosas, que tuviera paciencia. Otro día me sugirió que fuera al Diario de Centroamérica, el periódico del Estado, que dirigía un talentoso joven, para que le llevara algunos de mis poemas y los incluyera en su suplemento literario. Y fui. Ese talentoso joven me vio y me dejó parado en la puerta como una hora y luego me dijo: “¿Qué quiere?”. Le respondí que era un poeta de provincia y que traía algo de mi trabajo para ver si era posible que me lo publicaran en el suplemento literario Tzolkin. Le presenté mis páginas en su escritorio, las vio y me dijo: “No escriba mierdas, esto no es poesía y no me quite más el tiempo…”. Tuve que esperar ocho o diez años para que finalmente se publicara mi primer libro, El animalero.
Con respecto a mis propios tonos, creo que ya los traía en la sangre. Mis abuelos eran músicos marimbistas y mis abuelas contadoras de cuentos. Lo demás fue mantener la mirada a mis derredores, a nuestras propias maneras de ser, a los colores y sabores propios de mi pueblo. Allí estaba mi voz. Lo único que hice fue apropiarme de ella y levantar los ojos con dignidad porque creo que la ética de lo que uno es no cambia. No hago diferencia entre mi forma de hablar y mi forma de escribir, en ambas soy el mismo.
¿Por qué no fui cantor como mis abuelos? Aquí ocurrió algo de lo que no soy consciente. Mis abuelos fueron músicos al oído, mis abuelas, contadoras de cuentos, echando mano de su memoria. Posiblemente, el hecho de haber aprendido a escribir me guió al placer de leer y releerme, pero no fue algo que yo me haya propuesto. Fue quizá como continuar con la tradición de la familia, solo que de una manera distinta. Aunque yo sigo creyendo que el sonido de mi lengua materna es musical.
F.J.C.: En “Una poesía de confluencias”, prefacio a Las palabras crecen, te sitúas ante el k’iche’ y el castellano y dices que “a estas alturas del tiempo, tengo una cultura mixta”, al punto de que las dos lenguas “en algún momento, se funden en mí, alimentándose una a la otra”. ¿De qué modo práctico te afecta a la hora de componer? ¿Cómo llevas a cabo la tarea de autotraducirte? ¿Piensas los poemas en los dos idiomas a la vez? ¿Qué ventajas te ofrece el castellano sobre el k’iche’ y viceversa?
H.A.: Es curioso, hay cosas que me surgen directamente en castellano, aunque, según yo, con fuerte asidero a mi entorno cultural, pero también hay otras que solo en mi lengua materna es posible concebirlas. Mis temas y mis preocupaciones me delatan y no creo que ninguna lengua se sobreponga a la otra. Para mí, la poesía debe estar cerca de la gente para entablar una comunicación y, en este sentido, el considerarme totalmente bilingüe me ha ayudado mucho.
Como no tenemos traductores en nuestras lenguas mayas, la autotraducción es una necesidad para universalizar el pensamiento. Tiene la ventaja de que uno puede jugar con las ideas para moldearlas en el texto y traicionarse con gusto, y quizá la desventaja de que otro te traduzca está en que el texto puede adquirir un carácter distinto. De todos modos, hablar los dos idiomas me ha dado nuevas posibilidades: el castellano, para comunicarme con una gran parte del mundo y el k’iche’ me mantiene cerca de mi gente. Lo más sorprendente para mí es que, desde el idioma k’iche, también puedo ver el mundo con otros ojos y, desde el idioma castellano, ver mi cultura con otra mirada. Soy un poeta bicéfalo.
F.J.C.: Señala el ensayista Carlos Montemayor que alrededor de los noventa del siglo pasado surgen, de manera simultánea, no coordinada, escritores en las diversas lenguas indígenas, con publicaciones de libros y revistas. Sin embargo, en contraste con este múltiple florecimiento de las literaturas étnicas de América, tú te colocas, según tus propias palabras, “a un lado del camino: independiente”. ¿Te sentiste identificado en su momento con el ambiente de estos escritores? Te lo pregunto también a la luz de tu pesimismo sobre el concepto de una literatura indígena, de cuya existencia incluso dudas en una entrevista que te hizo Juan Guillermo Sánchez en 2011. En ella denuncias el estancamiento creativo de los jóvenes y su falta de autenticidad. Al hilo de esto, ¿qué relación mantienes con poetas de otras lenguas minoritarias del continente?
H.A.: Francamente, casi no me relaciono con ellos, salvo las veces en que coincidimos en algún festival de poesía, donde he tenido oportunidad de saludar a algunos hermanos de otras culturas amerindias. Y ni siquiera con los de Guatemala porque, en general, los encuentros se dan en la capital y yo vivo en el área rural. Así que a muchos no los conozco personalmente. Y ojalá me equivoque, pero no creo que haya un movimiento de poesía indígena a nivel continental. Esfuerzos individuales, sí: poetas indígenas que de manera independiente dan a conocer su trabajo en radios comunitarias, en algún que otro periódico regional y, con esfuerzo, algún libro, casi siempre en ediciones limitadas. Y de lo poco que sé, en algunos países con más suerte que en otros. Aunque debo añadir que las redes sociales y los medios electrónicos están siendo aprovechados en la actualidad.
Con respecto a mis apreciaciones, quizá sea yo muy atrevido o celoso, quién sabe. Pero muchas veces sentí que mis colegas manejaban temas más acordes a las coyunturas políticas o a las reivindicaciones sociales —de las cuales no estoy en contra— que a las que conciernen a la poesía. Y otras veces, solo se limitan a traducir cuentos de la oralidad, lo que me parece más antropológico que poético. En fin, sé que con esto me estoy condenando a la hoguera.
En otros casos, me temo que aún no se hace la diferencia entre imitación e influencia. Además, es muy fácil caer en la inversión de lenguas, es decir, escribir primero en castellano y luego traducirlo a la lengua materna. Y están también los que perdieron su lengua materna y, no obstante, se identifican con la etnia a la que pertenecen. De allí que se ha dado en llamarles “escritores indígenas de expresión castellana”. Y es que escribir en nuestras lenguas indígenas es nuestro gran reto. En Guatemala, por ejemplo, el idioma oficial es el español. A nivel regional, se hacen esfuerzos para que la enseñanza sea de forma bilingüe. El Estado, a través del Ministerio de Educación, apoya esta idea, aunque no proporciona el material necesario para que el bilingüismo sea efectivo. Por lo tanto, escribir creación literaria en los idiomas primigenios, salvo honrosas excepciones, es francamente un camino cuesta arriba.
Extracto de la entrevista “Humberto Ak’abal: poeta de dos lenguas y un mundo”, publicada en Palimpsesto, revista de creación n.º 29 (Carmona, 2014)
Foto: Humberto Ak’abal, poeta k’iche’, por Alexander Ambrocio.