6.
Esta historia comienza en el kilómetro cero del Gran Canal del Desagüe, pero también podría hacerlo mucho antes porque Indra sabía que no era el primero en ver monstruos en la cartografía hidrológica del Valle de México. En la primera mitad del siglo XVII, un holandés que realizaba actividades de espionaje en la Nueva España advirtió que los lagos, ríos y arroyos de esta geografía conformaban la figura de la Bestia del Apocalipsis.
Se gozaba entonces de la llamada tregua de los 12 años, intervalo de paz en la sangrienta guerra de Flandes, conflicto que culminó en 1648 con la independencia de los Países Bajos con respecto al yugo de la Corona española. El rey Felipe III contrató al ingeniero holandés Adrian Boot para que viajara a México a inspeccionar el desagüe de la cuenca que desde 1607 dirigía un sabio y enigmático extranjero llamado Enrico Martínez.
En esas mismas fechas se construía en Ámsterdam el impresionante sistema de canales en forma de abanico que todavía hace merecer a esa ciudad el título de La Venecia del Norte. Ante ese ejemplo prodigioso de convivencia urbana con el agua, era comprensible pensar que un ingeniero neerlandés daría una opinión adecuada, o incluso una solución a las inundaciones que azotaban la Ciudad de México, capital de piedra engastada en el centro de un refulgente lago.
A Felipe III lo conocían como El Piadoso, y no le alcanzó la suspicacia para ver que Adrian Boot era un agente secreto al servicio de los protestantes independentistas y los piratas holandeses. Ordenó que se le pagara al ingeniero la elevada suma de 100 ducados al mes a partir de julio de 1613. Boot llegó a México en septiembre de 1614. El 17 de noviembre visitó por primera vez las obras del desagüe, que descalificó (“no valen nada”, sentenció) por considerarlas onerosas y plagadas de defecto técnico. El ambicioso proyecto del desagüe consistía en drenar, por medio de un tajo a cielo abierto y un enorme túnel, los lagos del Valle de México.
Boot propuso conservar el entorno acuático como una estrategia para evitar el hundimiento del terreno y salvar los edificios, a la manera de lo realizado en Ámsterdam. También proyectó la construcción de un dique que contuviera el agua de los lagos adyacentes a la capital del virreinato, el trazado de calzadas, la apertura de canales de mampostería para la navegación urbana, el funcionamiento de esclusas, compuertas y de máquinas como las que se usaban en Holanda para expulsar el líquido sobrante y utilizarlo en la irrigación de huertos. De esta manera la Ciudad de México sería “maestre y señora del agua”.
El ingeniero realizó su mapa del monstruo hidrológico del Valle de México, conocido hoy gracias a que el viajero Giovanni Francesco Gemelli Careri lo copió y publicó en Nápoles en 1700 con el título Hydrographicamelo Mexicano rappresentato nelle sue Lacune, por su evidente semejanza con la silueta de un camello. Boot, sin embargo, identificaba en esa figura a la Bestia del Apocalipsis de san Juan.
El 15 de julio de 1637, con ojos estrábicos, saliva blanca en las comisuras de la boca y cargando en los brazos gran cantidad de papeles, mapas y cuadernos, Boot irrumpió violentamente en una sesión del Ayuntamiento para mostrar a los funcionarios su descubrimiento del monstruo satánico.
Extendió sobre una mesa el mapa y, señalando ciertos puntos, explicó que el lago de Chalco era la cabeza y el cuello de la criatura; la laguna de México, el estómago; los pies, los cuatro ríos del poniente; las alas, los ríos de Texcoco y Papalotan; la cola, las lagunas de San Cristóbal y Xaltocan; la cornamenta, los ríos de Tlalmanalco y Tepeapulco.
–Y lo que no se discierne con claridad son las babas de la Bestia –dijo volteando a ver a cada uno de los miembros del Ayuntamiento, quienes, asustados y boquiabiertos, empezaron a considerar la posibilidad de que el holandés tuviera razón.
Alterado y nervioso, aunque satisfecho de sí mismo, Boot guardó el mapa y abrió un cuaderno donde estaban trazados unos cálculos esotéricos. Mostrándolos, afirmó haber puesto números a las letras de los 10 reyes Aztecas para comprobar que sumaban 666.
Con una voz alta y desgarrada que mezclaba el tono autoritario del clarividente con el terror del condenado, advirtió que los mexicanos vivían en el seno de la Bestia y que, si proseguían con el plan de secarla, ella se vengaría y lo destruiría todo.
Fue esa actitud demencial la que causó que las autoridades rechazaran definitivamente su proyecto y que el 17 de septiembre de 1637 el Santo Oficio, blandiendo la doble acusación de herejía y espionaje, se presentara en su casa, confiscara sus bienes y lo encarcelara en el Colegio de la Compañía de Jesús hasta el 19 de abril de 1638, fecha en que fue liberado y en que se le vio por última vez. Nadie sabe si murió en México, si regresó a Holanda burlando las aduanas novohispanas, si se suicidó o si, por algún extraño fenómeno, se hizo pequeño, igual que los lagos, hasta dejar de existir.
7.
Ninguna historia inicia en un punto localizable. Identificar el principio de algo es tan imposible como encontrar su final; al menos como ecos o reflejos, las cosas subsisten: transportadas por la luz, las imágenes de todo lo que ha sido viajan por algún lugar del cosmos, como el brillo de las estrellas extintas.
Bajo una gigantesca lápida de asfalto, ensalitrando cimientos de edificios y apareciendo en excavaciones de poca profundidad, los lagos desecados del Valle de México chapotean todavía en su lodo terco. ¿Algún día sucederá el acontecimiento postrero, el final absoluto de una historia, el pequeño o gran hecho detrás del cual no habrá ya una gota de nada, un comentario o frotamiento que engendre chispas nuevas, la insinuación de algún rizo o cauce o ciclo o atisbo: nada?
Indra se lo preguntaba en la soledad de su habitación y pensaba en el suicidio, única manera, tal vez, de propiciar lo postrero, convocarlo, entrar –salir– al vacío, al cero, a la inexistencia total.
Pero la muerte, incluso la infligida por mano propia, es un final engañoso, pues supone que la vida depende de la propia existencia. Los alarmados discursos sobre el fin del mundo son mendaces porque su preocupación verdadera y focalizada es el hecho, quizá inevitable, de que los humanos se extingan. No toman en cuenta –no les importa– que una variedad alucinante de organismos medrará en los miasmas de la catástrofe apocalíptica. La vida seguirá su metástasis cuando el cáncer mate a los hombres, como sucedió tras la desaparición de los dinosaurios, aunque mucha gente afirme que todavía viven. Con base en criterios filogenéticos, los científicos aseguran que, transformados en aves, los dinosaurios aún habitan la tierra. Los criptozoólogos como Gary Campbell tienen fe en los plesiosaurios contemporáneos.
Aun si las cosas acabaran, es necesario reconocer que no lo hacen cuando se cree, sino tiempo después, tras procesos incomprobables de tan largos. “Desaparecer” no significa dejar de existir sino pasar a un lugar que se desconoce, perderse en los intrincados callejones del mundo y languidecer en sus rincones.
Adrian Boot fue visto por última vez el 19 de abril de 1638. No hay registros posteriores. Ni siquiera en los puntillosos archivos de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, para la cual Boot trabajaba como espía. Pero sería falaz decir, como muchos lo hicieron, que murió en esa fecha. Sostener que algo o alguien, cualquier persona, ser vivo, monstruo o especie está muerto, sin tener evidencias contundentes para probarlo, es un homicidio perpetrado con el pensamiento.
Muchos sospecharon que Boot enloqueció. Es posible imaginarlo en medio de una crisis mental cuando salió de su reclusión en el Colegio de la Compañía de Jesús. En un intervalo lúcido arregló los trámites de su libertad y después, víctima del delirio, se lanzó a los caminos que conducían a los lagos y vagó durante tiempo indeterminado por las riberas. Subió a los cerros (¿el de Tenayo, los de Tacubaya?) y, desde las alturas, buscó los contornos de la Bestia en los cuerpos de agua. La vio moverse, despertar; la oyó gruñir. Decidido a no regresar a la ciudad ni a su país natal, pernoctó en cuevas y muy pronto adquirió el aspecto de un indigente.
Metamorfoseadas por la mugre, la intemperie y la locura, miles de personas continúan con sus vidas aun cuando se les da por muertas. Un Wakefield en cada ausente, cada desaparecido. Wakefield, el personaje de Nathaniel Hawthorne que, argumentando un viaje, se despidió una mañana de su esposa y alquiló una habitación en la calle de al lado, donde permaneció oculto por más de 20 años, hasta que una noche, cuando su nombre había sido ya borrado de todas las memorias, regresó tranquilamente al hogar y pasó el resto de sus días con su mujer, que nunca le recriminó el abandono.
Y es que nada se puede hacer cuando lo que se da por muerto reaparece: la tristeza, las alucinaciones, el cáncer, los dinosaurios, las inundaciones en un valle desecado con tenacidad a lo largo de los siglos, los recuerdos olvidados, los templos de una civilización sepultada, los inicios forzosos cuando se creía haber terminado. Ninguna historia comienza en un punto específico ni acaba en otro. Solo resta calentar el agua para el té por si alguien regresa esta noche a casa.
8.
Indra sabía que Ixtab no podría regresar porque la vio irse como un pez dorado en un retrete. Pensaba que él la había abandonado y no al revés. La vio partir y no fue capaz de emprender el viaje oscuro junto con ella, un viaje lleno de umbrales maravillosos. Primero el de la boca del túnel, luego el de la asfixia, después el de la putrefacción.
La historia de Ixtab no acabó con el salto, sino que continuó por cauces que él desconocía. A menudo imaginaba el cadáver avanzando entre la espuma tóxica del río Tula, la mordedura de los zopilotes en la piel reventada. Tal vez el cuerpo se había reunido con otros que, inflados y azules, flotaban en algún recodo como si estuvieran en una silenciosa y amarga fiesta de alberca.
Esos pensamientos le provocaban pesadillas. A menudo soñaba que estaba en un país cuyos ríos arrastraban cuerpos humanos en lugar de troncos. Desiertos, selvas, estepas, bosques y valles pétreos atravesados por un sistema hidrológico rebosante de cadáveres. Pero los muertos no estaban del todo muertos, eran zombis dormidos y él, Indra, era un espía que debía obtener información sobre su comportamiento y permanecer lo más quieto posible para no despertarlos. Su trabajo consistía en flotar con ellos desde las montañas heladas, pasando por deltas y manglares, hasta llegar al mar, donde barcos tripulados por gente viva surcaban las aguas, buscando a los espías que habían mandado al país de los zombis. Cuando por fin encontraban a alguno de los suyos, lo subían a cubierta, lo alimentaban, aseaban, curaban y le pedían que redactara un informe que explicara las causas y consecuencias del fenómeno zombi.
Un buen día, después de semanas de flotar en el océano, Indra veía que un barco se acercaba a él, pero en vez de sentirse a salvo, se angustiaba, pues durante toda su misión había buscado, entre millones de cuerpos, el de su novia, y no pensaba irse sin antes abrazarla. Decidido, nadaba en dirección contraria a la nave, en sentido opuesto a la salvación. Lo hacía con tanta fuerza que muy pronto el barco se hacía pequeño y desaparecía en el horizonte. Indra quedaba en medio de la nada, rodeado de muertos vivientes que de un momento a otro podían abrir los ojos.
Al despertar de esos sueños, Indra sentía nostalgia y el cuerpo adolorido, como si hubiera nadado kilómetros entre sargazos. Recordaba que tenía meses sin moverse de su cuarto, sin visitar a ningún conocido, como si estuviera en una jaula y fuera un animal cuyos músculos, atrofiados y deprimidos, pidieran a gritos algún esfuerzo. “Sería buena idea salir, cansarme, sudar, incluso experimentar dolor, sobre todo si quiero estar preparado para recorrer a pie el Gran Canal”.
Fue así como decidió realizar viajes nocturnos en bicicleta, paseos dentro de la urbe cada vez más lejanos y cansados y que en ocasiones le borraban de la mente la idea del suicidio. Pero al regresar a su habitación, casi al alba, poseído por imágenes terribles de la ciudad oscura, la idea lo atrapaba de nuevo y las pesadillas volvían, porque las pesadillas, como los monstruos, no desaparecen, y eso Indra lo sabía muy bien.