Tal vez lo que mejor define a los textos reunidos en este dossier sean el agradecimiento y el asombro. También el entusiasmo. Las ganas de agradecer tantas referencias (canciones, películas, libros) que el escritor Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) ha ido poniendo en nuestro camino (predicando desde sus columnas en Radar Página/12, o Letras Libres, o ABC…) junto a sus muy extraordinarias novelas y cuentos (doce a la fecha); y el asombro frente a una obra siempre desafiante, mutante y en expansión. Una obra que al escribirse continúa leyendo y, al leerse, dan tantas, pero tantas ganas de escribir.
Nicolás Campisi, quien en su artículo revisa tres novelas de Fresán desde tres personajes fundamentales (el escritor como niño, el escritor como DJ y el escritor como vampiro) confiesa que, para él, el autor argentino marcó un standard sobre lo que era ser un intelectual o un buen lector: ese afán omnívoro, ese leerlo todo. Para Ramiro Sanchiz, La velocidad de las cosas articula una nueva forma de contar mientras, para Rodrigo Bastidas, Historia argentina hace definitivamente historia al refractar las posibilidades del mundo y de la literatura. Para los tres (y para mí), la literatura de Rodrigo Fresán no es solo impresionante sino imprescindible. De esos libros que se recuerda el momento exacto en que los leíste por primera vez (como cuenta Sanchiz) y que se quedan sobrevolando la vida como una melodía (una canción triste pero tan feliz, tan necesaria) que nunca se va del todo. O, como dice el propio Fresán desde uno de los cuentos de Historia argentina, “Una de esas páginas a las que –una vez leídas– se vuelve una y otra vez para asegurarnos de que siguen allí, de que nos siguen diciendo lo mismo que nos dijeron cuando las leímos la primera vez, mientras ellas nos leían a nosotros”.
Y si bien Fresán es el rey de los agradecimientos, que incluye en amplias páginas al final de todos sus libros, acá quiero empezar dando las gracias, dándole las gracias, por habernos invitado a esta fiesta que es su obra, esa casa cada vez con más y flamantes habitaciones; esa fiesta infinita cada vez con nuevos salones y fuegos artificiales. Porque, como en The Great Gatsby (una de las referencias habituales de este autor), la literatura de Fresán parece abrir sus puertas a todos y todas: las canciones, las películas, las anécdotas de vidas de escritores y personajes, la relectura y reescritura de sus propios libros y los de otros, y la creación de artefactos literarios. O, de nuevo sintonizando la frecuencia de una de sus obras, esta vez Vidas de Santos: “La literatura como ese vampiro al que –encandilados por las posibilidades de su poder– le abrimos la puerta y lo invitamos a pasar sospechando que a partir de entonces será imposible contenerlo”.
Es así: todas las tramas, todos los tiempos, todas las posibilidades, todo al mismo tiempo. Una fiesta (¿de vampiros?) de la que se sale como electrificado y con ganas de leerlo todo e incluso (y quizás mejor) de releer aquello que ya habíamos leído pero que ahora, después de pasar por esta centrífuga marca ACME/FRESÁN, queremos volver a mirar.
Leer a Fresán es siempre una invitación a releer, o, en sus palabras, a regresar a lo que nos hizo felices (como bien dice en La parte soñada: “Cuando releemos regresamos sólo a aquello que nos hizo felices y a lo que nos hace sentir eternos y, sí, en todas partes y épocas al mismo tiempo y lugar. Releer es como ver fantasmas verdaderos. Fantasmas generosos que creen en nosotros”). Referencias que llaman a otras referencias, como sus columnas y reseñas en las que un libro te lleva a todos los libros de ese autor y a otros que se le acercan o asemejan. En cada oración una galaxia, un viaje en el tiempo. Una constelación.
Y del maravilloso mundo de las oraciones fresanianas trata el último artículo de este dossier, una suerte de tríptico en el cual tres de sus traductores (al inglés, al francés y al italiano) reflexionan sobre una frase. Si la obra de Fresán puede parecer intimidante para quienes se acercan a ella por primera vez, empecemos pues por una oración, una de tantas maravillas. Nuestros guías serán Isabelle Gugnon, Will Vanderhyden y Giulia Zavagna, quienes nos contarán de los universos que guardan los paréntesis del autor, el siempre cambiante mundo de los inserts y esa casa de la que tal vez ya no queremos salir. Y es que uno lee una oración de Fresán y sabe que está en uno de sus libros. Una de sus reseñas, de sus columnas, de las respuestas de sus entrevistas. Su estilo es desmesurado, genial e inconfundible. Su erudición es generosa y eléctrica. Una fiesta en Gatsby que es también una invocación; una llamada. El canto de sirena para atraer a Daisy. O, en otra obra modernista publicada más o menos por los mismos años, Mrs. Dalloway, una fiesta que siempre le abre la puerta a los recuerdos, a los fantasmas, y a la muerte. Una fiesta como tablero de Ouija para comunicarse con el otro lado (tal vez el más afuera de los afueras), y el tablero como el muñeco que un ventrílocuo del más allá activara con sus mensajes. Es lo que pasa en la última novela de Fresán publicada hasta el momento, Melvill, en la cual el hijo (el escritor Herman Melville) se convierte en ventrílocuo de su padre (Allan), escribiéndolo y reescribiéndolo y con ello haciendo mutar la literatura norteamericana y las referencias sospechosas de siempre. Leemos allí: “Contar (porque en verdad son siempre los hijos quienes acaban escribiendo a sus embrujados padres mientras estos les leen cuentos de hadas) como cuenta la voz de un inmenso padre delirante: sin principio, ni centro, ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos”. Una fiesta en la que reaparecen los mismos personajes en cameos esperadísimos, desde la ya habitual Ella o el clan Mantra o Karma, a personajes secundarios o la siempre mutante Canciones Tristes. Fiesta de reapariciones que también es fiesta de repeticiones, citas, expresiones y frases (“Detalles más adelante”) que están siempre regresando, regalándole al lector una sensación de familiaridad y también haciendo del acto de lectura un acto de memoria.
Con Fresán, al leer, recordamos.
Y recordar trae siempre de vuelta a la imaginación.
(O, como leemos en El fondo del cielo: “La memoria es una máquina del tiempo en reversa tan potente como lo es –siempre hacia adelante, o en múltiples direcciones alternativas– esa otra máquina del tiempo que es la imaginación”).
Las novelas y cuentos de Rodrigo Fresán se pasean por los géneros (cuentos casi novelas, novelas con corazón de relato), mutan en ciencia ficción, en hagiografía pop, en Bildungsroman, en cancionero, en tríptico monumental (La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada), como un caleidoscopio que además juega con el lenguaje trayendo neologismos, símbolos, tipografías y abundantes paréntesis y notas al pie. Novelas con sus raíces en la biblioteca, como él mismo ha comentado, y con constelaciones de epígrafes que anticipan el viaje y lo acompañan como otro recuerdo. Epígrafes como ventanas a otros libros y autores y como esa maravilla enorme que es construir libros que leen, que siguen leyendo, que traen esa felicidad y ese asombro como una conversación infinita.
Y es que, frente a literaturas a veces muy ancladas en lo local, o nostálgicas por el realismo mágico, la obra de Fresán llega como el tornado que lleva directo a Oz, desafiando a sus lectores con nuevas formas de mezclar (y, en este dossier, Campisi trae la figura del Dj en su artículo) todo lo que ha sido contado antes. Abrir sus páginas es darse cuenta y deslumbrarse con la posibilidad de que se puede escribir así y que, tan importante como lo que nos pasa en la vida, son los libros que nos marcan. O quizás, dicho de otra forma, lo que leemos también pasa y nos pasa, nos forma y deforma. Y así vamos cargados con nuestras mochilas de libros y quizás leer no sea más (ni menos) que el encuentro entre dos bibliotecas (en el mejor de los casos): la de quien lee y la de quien escribió. Mientras más frondosas sean ambas, mejor. Esas que, quizás, si tenemos suerte, empezamos a construir desde la infancia. O, como leemos en Mantra: “…uno puede haber tenido una niñez terrible, pero si leyó a la luz de grandes libros durante su oscuridad, a la hora de hacer memoria, se puede optar por el consuelo de recordar la alegría de las ficciones y no las tristezas de una realidad mal escrita”. O, en Jardines de Kensington: “Bienaventurados aquellos que han leído mucho durante su infancia porque de ellos, tal vez, jamás será el reino de los cielos; pero sí podrán acceder al reino de los cielos de los otros, y allí aprender las muchas maneras de salir del propio infierno…”.
He escrito varias veces sobre la obra de Rodrigo Fresán (una de ellas, en Latin American Literature Today) y siempre quedo en falta. Es difícil explicar a un escritor favorito. Hay tanto por mencionar, tantos tesoros. Lo sigo intentando porque le debo muchísimo. Como lectora y como escritora. Porque creo que la maravilla hay que compartirla siempre. Porque si bien es un autor fundamental (y ha ganado importantes premios como el Roger Caillois y se merece muchos, pero muchos más) a veces sus libros cuesta encontrarlos en librerías de Latinoamérica (y, sin embargo, este dossier agrupa a personas de Uruguay, Argentina, Colombia y Chile que han visto cómo su impacto en la literatura, y en los lectores, de nuestros países, ha sido enorme). Y es que hay escritores sin los cuales uno no escribiría de la forma que lo hace (autores que han dejado sus marcas en el propio estilo o el eco de sus temas) y otros sin los cuales uno simplemente no escribiría. Para mí, este es el caso de Rodrigo Fresán.
Si no lo han leído nunca, quizás es bueno empezar por el principio, por ese primer libro de cuentos del que escribe Rodrigo Bastidas en su reseña: Historia argentina. O por otro de sus libros de relatos, o colección de novelas cortas, La velocidad de las cosas, del cual habla, configurando su propia galaxia, el escritor uruguayo Ramiro Sanchiz. O bien, si prefieren empezar por una novela, la puerta de entrada pueda estar junto a esa estatua dedicada a Peter Pan que nos recibe en la portada de Jardines de Kensington (comentada por Campisi); esa historia bellísima y conmovedora sobre J.M.Barrie, Peter Pan, la literatura infantil y todo lo muy bueno que siempre encontramos en el universo de Fresán. A saber: la memoria y la infancia, las ballenas y el Mickey Mouse de Fantasía, A Day in the Life y The Beatles, Citizen Kane, 2001: A Space Odissey, Marcel Proust y Francis Scott Fitzgerald, Kurt Vonnegut y sus libros tralfamadorianos, los vivos y los muertos, la relectura de Cumbres borrascosas, pero, sobre todo, leer y escribir. De eso va este universo. O, como leemos en La parte recordada (con esas palabras que lo explican mejor a sí mismo y a su obra que lo que cualquier crítico o lectora (me incluyo) pueda conjurar con sus escasos poderes, volviéndonos a todos un poco muñecos de ventrílocuo): “…después de todo, de eso se trataban sus libros: de la inexacta ciencia no-ficción del leer y escribir (pero aun así disciplina cada vez más alien); de otra forma de viajes interplanetarios y mutaciones cósmicas y cruces interdimensionales, pero con tecnología mucho más sutil”. Escritores que no pueden dejar de escribir o dejan de hacerlo para siempre, novelas que se piensan y no se ponen sobre la página, personajes que son ante todo lectores y lo que leen los forma, deforma e infecta. O que quieren a sus libros más que a sus familias. Niños escritores esperando al vampiro, pero niños lectores, niños felices (y, otra señal captada, ahora en Esperanto: “Esperanto recordó que una noche La Montaña García le había dicho que quizá la mejor de todas las venganzas era simplemente ser feliz”).
También hay padres e hijos e hijos y padres, hermanos con mayor o menor fortuna, familias como una nueva Dimensión desconocida. O esa canción de nombre mutante que envuelve todas las tramas (y leemos en La parte inventada: “Los padres como la melodía que sus hijos no dejan de escuchar hasta que se convierten en padres y aprenden a tocar el instrumento que les ha tocado”). En Fresán la literatura permanece aunque todo lo demás cambie o, incluso, peligre. O, como leemos en Trabajos manuales (el único de los libros de este autor, hasta el momento, que no ha sido reeditado ni ha mutado en ediciones aumentadas y corregidas): “Si se lo piensa un poco, la rueda y el libro –una mueve al mundo, el otro mueve la posibilidad de otros mundos– siguen siendo más o menos los mismos, más allá de las estéticas y de los credos. Al final, el libro permanece”.
Desde el umbral de la puerta para entrar a esta fiesta de celebración me despido no sin antes recordar a otro gran anfitrión que forma parte del universo fresaniano: Rod Serling, quien, con su voz inconfundible, nos recibe al comienzo de cada episodio de The Twilight Zone para encontrarnos temblando y dejarnos con unas últimas palabras de salida a modo de abrigo. Rodrigo Fresán, también con su voz autoral inconfundible, nos devuelve la literatura como un regalo, como el mejor de los regalos, con enorme ambición y entusiasmo, con estilo vertiginoso y una inteligencia de otro mundo, de otro tiempo, de todos los tiempos al mismo tiempo.
Y esta fiesta recién empieza, esta fiesta no se acaba porque, volviendo a Fresán para darle la última palabra, ahora desde La velocidad de las cosas: “No hay pensamiento más absurdo y soberbio que el convencimiento de que una historia concluye cuando se la ha terminado de contar”.
(Sí: adelante y detalles más adelante).
(Bienvenidos).
Foto: El Obelisco de Buenos Aires. imageBROKER / Alamy Stock Photo.