Me referiré en estas páginas a un poeta que trae algo nuevo a la literatura chilena de su tiempo, y con esto quiero indicar una extensión temporal ya considerable. Con alguna precisión, las últimas tres décadas, gran parte del tiempo poéticamente activo de Roberto Onell, nacido en 1975.
No hace falta reseñar las características de ese período porque hay suficiente bibliografía sobre los más diversos aspectos de un tiempo atravesado por lo sombrío y lo promisorio, tanto en Chile como en gran parte de Latinoamérica. En lo que nos toca a escritores y artistas bastará pensar en los deterioros culturales que ha traído la extendida consagración de la banalidad, para no decir más de otras perturbaciones harto estudiadas y denunciadas: la tarea literaria, más productiva que nunca, ha resultado con demasiada frecuencia menos significativa que nunca. Algo que, visto con serenidad y desde una apreciable lejanía, parece difícil de subsanar. Sándor Márai escribió esta impresión en su diario, el 5 de junio de 1984: “Cada vez hay más gente que quiere escribir y menos que esté dispuesta a leer”. Notas como esta hacen más valioso y apreciable hablar de un poeta tan estimado y constante como lo es Roberto Onell.
Tres libros constituyen hasta ahora la suma de su trabajo poético: Rotación (2010), Los días (2015) y Voz en camino (2020); una meditada producción que no ha dejado indiferentes a críticos ni a lectores. En estos días he releído, junto con sus libros, algunas válidas e iluminadoras expresiones sobre ellos.
Mencionaré solo a cinco de esos lectores, que se cuentan en Chile entre los más atentos y exigentes comentaristas de esta actualidad y que son, al mismo tiempo, meritorios practicantes de la creación y del ensayo: Juan Cristóbal Romero, Adriana Valdés, Francisco Véjar, Juan Antonio Massone e Ismael Gavilán. No es un escaso número de lectores de reconocido prestigio y que no suelen prodigarse en la celebración de novedades de este ni de otro lugar. Los menciono aquí de manera especial, porque en sus páginas sobre la obra de Roberto Onell he hallado aproximaciones al mismo tiempo sugestivas e invitadoras a un trato más frecuente con esta poesía: por ejemplo, la lectura de Francisco Véjar a propósito del libro que motiva estas líneas, titulada “De lo cotidiano a lo trascendental”, aunque yo me siento inclinado a enfatizar el segundo término de esa frase, como se advertirá pronto en mi acercamiento a Voz en camino.
Tratándose, como se trata, de un poeta que me parece sobresaliente, y que además rehúye toda búsqueda de notoriedad y figuración (mérito indudablemente mayor por su rareza en estos tiempos mediáticos), me ha parecido oportuno proponer un breve recorrido por su obra. Aunque no podré detenerme en algunas consideraciones que ilustrarían mejor mi adhesión a toda su poesía, procuraré por lo menos insinuarlas.
Para eso tendré en cuenta lo que podría designar como sentencias o palabras-guías que veo como animadoras de nuestra tarea poética. Son algunas ideas que estimo verdaderas y centrales para los aprendices sin término que somos todos nosotros: breves pero sugestivas reflexiones que siempre habrán ayudado a muchos en su quehacer, como para evitar lo evitable y profundizar en lo que permanece.
Sea la primera aquella desencantada reflexión de Gabriela Mistral para referirse con una sola frase a la impresión que le producían las ligerezas e irresponsabilidades con que muchos poetas difundían sus versos sin rigor ni exigencia alguna, lo que ella fustigó así en uno de sus recados: “la banalidad en la que se anega la poesía hispanoamericana”.
De esa banalidad, de la que somos aún víctimas, y acaso más de alguna vez autores o autores involuntarios, ha sabido distanciarse siempre Roberto Onell crítica y creadoramente desde su primer libro.
Citaré un fragmento de su publicación inicial, que, si por cierta tonalidad pudiera recordar la cercanía de prácticas mistralianas de aparente sencillez, revelan más bien alianzas verbales felices nacidas de su propia visión, según la exigencia de su tema, o complejas urdimbres expresivas que podrían remitir, y de hecho creo que remiten, a otra advertencia fundamental de Gabriela Mistral: “escribir bajo la norma de la intensidad que es la cualitativa”.
Cito la segunda estrofa del poema “Historia de noche”, de su primer libro:
A ti, mi noche de esta sola noche,
cuando en opaca estela me aconteces,
sombrío de ojos, sin saber fulgores,
en pleno roce de tu piel difícil,
esta noche sin himnos y sin nombre,
yo mismo, espeso, pido, espero el nombre… (pág. 47)
Otros ejemplos notorios de ese primer libro son “Curso” (pág. 17) y “Déjenme” (pág. 27).
El libro siguiente fue Los días, ochenta cuartetos hexasílabos que son el todo de una secuencia manifestada como reflexión sobre la temporalidad, de intenso “aliento fragmentado”, al decir de Ismael Gavilán. Su poder de sugerencia es memorable por la consumada destreza con que las frecuentes aliteraciones, por ejemplo, materializan armónicamente la fugacidad y apuntan a la imposibilidad de la permanencia:
Vientos, voces, vienen.
Voz y viento van.
Hasta dónde irán
con lo que no tienen. (frag., 21, pág. 29).
El rigor constructivo sobresale en este libro que hace de “su riesgo, su apuesta” (I. Gavilán). Riesgo y rigor que son los del tiempo mismo –los días que están, que llegan y desaparecen con igual sigilo–, lo que es decir el tiempo y la edad. De modo nada arbitrario creo que podrían incluso atraerse como una especie de epígrafe de algunos versos de la famosa “Décima de los relojes”, de Rodrigo Fernández de Ribera, poeta sevillano del siglo XVII (décima por mucho tiempo atribuida, como se sabe, a Luis de Góngora):
…
¿Adónde imprimes tus huellas
que con tu curso no doy?
Mas, ay, que engañado estoy
que vuelas, corres y ruedas:
Tú eres, Tiempo, el que te quedas
y yo soy el que me voy.
Otras sentencias que pueden iluminar la lectura de este reciente libro (y sin duda bien conocidas por el autor) se me han hecho presentes en este recorrido por su poesía. Las registraré brevemente porque he podido verificarlas una a una en este propósito estimativo. Una de ellas se lee en el prólogo de Vicente Huidobro al libro único y fundamental de Luis Omar Cáceres, Defensa del ídolo, de 1934, al señalarlo como un poeta que “oye en profundidad, no solo en la superficie de las apariencias”: oír en profundidad es aserto que se confirma paso a paso en Voz en camino.
Asimismo, sus poemas me recuerdan con mucha frecuencia la esencial caracterización de este quehacer que debemos al gran poeta portugués Fernando Pessoa, cuando escribió lo siguiente a uno de sus compañeros de la revista Orpheu, en 1915:
Llamo insinceras a las cosas hechas para asombrar, y a las cosas, también –fíjese en esto, que es importante– que no contienen una fundamental idea metafísica; esto es, por donde no pasa, aunque sea como un viento, una noción de la gravedad y del misterio de la vida.
Roberto Onell, conocedor eximio del pensamiento y de la obra del poeta de los heterónimos, como sabemos, le es igualmente fiel en el cumplimiento de esta conducta. El primer y hermoso poema de Voz en camino, “Apuntes para caminar”, ilustra inmejorablemente esa lección: vivencia de la incertidumbre y lucidez de la mirada sobre el mundo y el tiempo.
Insistiré en la mención de dos notas que me parecen especialmente significativas: la primera me la sugiere su poema “Secreto amor (otra vez)” (págs. 31-32), que de primera intención pareciera ser parte posible del corpus propio de la poesía amorosa; pero no ignoramos que un poema siempre, o casi siempre, dice o puede decir otra cosa, como se advierte en la lectura de las varias secuencias que constituyen el mencionado poema, pues se despliega en él –con sibilina y misteriosa expresión– un inquietante cruce de amor y de muerte. Pienso también en el poema titulado “El 11” (págs. 40-41), que configura y abre un espacio de terribilidad para todo chileno. Y sin embargo, no hay en él absolutamente nada vociferante, imprecatorio u obvio. Me parece ejemplar en una plena dimensión de su decir: el que quiera escuchar, que escuche.
Sutileza y verdad de la palabra poética es fórmula que describe bien, a mi modo de ver, esta figura, cuando se alcanza con plenitud en un poema la irradiante fusión de la experiencia de la vida y la experiencia de lenguaje.