Nota del editor: El siguiente fragmento es de Fandelli, novela de Guillermo Fadanelli publicada en 2019 por Ediciones Cal y Arena en Ciudad de México. Helena Dunsmoor está trabajando en la traducción del libro, pero aún no tiene propuesta editorial en los Estados Unidos o el Reino Unido.
Esta es la historia de la nada que se ha tornado algo: que se ha convertido en sufrimiento, alarido, dicha y enfermedad; calles y letreros, esquinas, peanas de piedra, miasma perpetua y cortinas de metal; y después ese algo, ya sucio y hastiado, retornará a la nada. Y, entre tanto ir y venir de la nada al algo y de regreso, esa nada se ha hecho de un nombre, por supuesto: el granuja, macilento y necio Willy Fandelli; un pedazo de ladrillo caído de una barda muy próxima a ser derrumbada; antes de tiempo apareció este tipo; ¿quiere salvarse y ser alguien a quién recordar? ¿Se obstina en morirse y dejarnos como herencia algo más de basura en la memoria? Sí, como tantos otros bultos humanos que ruedan por allí y luego se despeñan acompañados de un eco sordo e intrascendente: un ecohueco. Lo parieron en un hospital en la Calzada de Tlalpan, cerca de la avenida Ramos Millán, en la Ciudad de México, y cuando el trozo de ladrillo cayó en los brazos de una enfermera de nombre Melina Cuevas que durante las noches bailaba y abría la pista en el salón California Dancing Club y los domingos se cubría de neblina dentro de una cámara en los baños de vapor Rocío, cuando cayó, digo, el ladrillo o el bulto en esos brazos jóvenes y diestros, los de Melina, la enfermera, el portavoz del hospital confirmó a la madre que su hijo Fandelli no había llorado gran cosa, tiempo habría después para ello y para mucho más; no berreó una sola nota el pinche chamaco; tal vez un par de gotas en el rostro que no eran suyas, sin gritos ni escándalo natal; acaso el recién nacido musitó un estertor mientras sus ojos estallaban en la luz por primera vez, horrorizados.
“Ya me chingaron, soy un pedazo de un pedazo de una cosa entre cosas, y estoy sangrando y me cuelga un gusano del ombligo. He nacido.”
Sí; se refiere al gusano que lo unía a esa barda anestesiada, al muro lactante. ¿Qué es una cesárea? Tenía que aparecer en escena un cuchillo partiendo en tres la naranja, no podía ser de otra manera, un bisturí en lugar de un martillo o un bat de beisbol; ¡ay!, que lo recibieran y lo atraparan extendiendo una manopla de béisbol, sí, ello habría estado muy bien. Les presento nada menos que a Willy Fandelli, el producto de un jonrón, de un batazo encabronado que voló la pelota sobre la barda; ¡ay!, eso le habría gustado al mamón pacotillas, asumirse como un jonrón, un potente vuela bardas, pero sabemos que la pelota terminó rodando lentamente y se incrustó entre unas yerbas que nadie había rebanado en un rincón del campo de juego. ¿Un cuchillo? Sí, mas no sabemos hasta qué punto el cuchillo estaba realmente limpio. Nadie podría dar fe de ello, ni Melina Cuevas, ni la madre del Fandelli. ¿Y el tal gusano bañado en sangre? ¿Se hallaba limpio también? No, de ninguna manera, el gusano venía algo sucio, por la herencia y la mugre de algunos antepasados.
“Enfermera, bailadora, piruja al vapor, ¿podría usted cortar ese gusano en pedacitos y guardármelo en una cajita, para cuando yo crezca? Y, le ruego, se cerciore de que no se reproduzca. Yo le pagaré el favor, señorita Melina, cuando me convierta en un verdadero ladrillo y usted sea una anciana encorvada y sus huesos, astillados, formen un montón de palillos chinos, de fideos entrelazados, entonces yo la ayudaré. ¡La ayudaré, Melina! No le quepa ni la menor duda. Soy una cosa agradecida, lo que ya es mucho en estos tiempos: Cosa Agradecida.”
¿Y adónde ha ido a parar esta piedra W. F., a lo largo de los años? Ha crecido y estudiado y abandonado las clases a la mitad de su curso; no existieron metas ni confines para él; cualquier clase le hacía perder su impulso y su instante. Si hubiera un marco de referencia, la piedra habría tenido sentido y alguna dirección, pero no, no hay manera de medir el curso de esta piedra y el marco de referencia se ha evaporado de su vida. ¿Saben? Sin el maldito marco, ese modesto punto no posee principio ni fin. Y así el recién nacido y el anciano no son principio ni fin de nada, son huellas extrañas, pisadas tenues o profundas en el fango. ¿Quién causa las pisadas? Fantasmas. Putas que cobran menos de lo que deben y se marchan a otra galaxia. El fracaso es lo más hermoso que nutre la tierra, es una verdadera huella humana, él piensa así, Fandelli, como cualquier palurdo romántico, un Schlegel de barrio bajo, un Hamann que escupe en castellano y a quien nadie soporta ni comprende; las décadas, tres, un poco más, ¿cuatro?, se desgajaron y él no posee todavía un trabajo fijo; casi cuarenta años y él no logra encajar en ninguna otra barda, ni volver a la barda original porque esta barda matriz también se ha desgajado y deshecho; su familia es como un cántaro roto; una regadera que chorrea apenas unas cuantas gotas de agua y vida.
“¿Te acuerdas, mamá, que me decías débil, y jactancioso, y llorón, y romántico? Tú no habías leído a los pietistas alemanes ni a los poetas ingleses, pero lograbas reconocer un bolero que orina sangre y agua salada. Un murmullo fuera de lugar que desea volver a la noche, una enfermedad que sonríe y, sobre todo, una ironía a la que no impresionaron nunca las leyes físicas y su pinche determinismo. ¿Me quiere tragar la gravedad? Adelante, bienvenida, malhechora insípida. Tus ojos verdes se apagaron, mamá, y el monumento al asco, es decir yo, continúa aquí, en la calle de San Jerónimo, número 28, en el Centro. Sí, tengo que lastimarme con las palabras, al menos, unas palabras que ya tampoco valen ni medio carajo, ¿a quién le importa hoy en día un buen insulto? ¿Quién puede aquilatar las sombras que nos bañan de mierda y caldo de pollo? Yo me llamo “monumento al asco” y no logro herirme, ni siquiera me provoco una sonrisa de dolor, acaso una lejana lástima expandida en lontananza. ¿Quién puede verme como yo me veo? Nadie, y allí se acabó la historia, el chisme, la filosofía y todo entendimiento entre brutos. Sólo los artistas pueden transmitir algo a otros antes de que los consuma el odio y el fracaso.”
¿El arte? Vamos, no alardees, no mames con esa manoseada letanía. El petimetre W. F. Pacotilla que se desliza en el tiempo como si fuera inmortal, se consiguió desde sus años escolares en la universidad a una enfermera que todo se lo perdona, porque cuando una mujer lo quiere perdonar todo, en verdad lo hace, sin miramientos ni arcadas de arrepentimiento o culpa; una hermosa guarrita, perrita, vaporosa que danzaba como integrante del Ballet Independiente, en un edificio próximo al Colegio de las Vizcaínas, en el palacio que fundaron los vascos para venerar a San Ignacio de Loyola; por allí, a una sola cuadra y atravesando el eje Lázaro Cárdenas va la medusa sexual, a ejercitarse ante la mirada y dirección de Raúl Flores Canelo y de Manuel Hiram; y ella siempre sonriente y esplendorosa, la enfermera que baila o la bailarina que cura, o la mujer que ama al hombre porque se ama a sí misma y no hay otra manera que acicalar con su cuerpo a un rufián; ¿cuál es la jodida diferencia? Bailar, curar, moverse, matar, coger, sanar, o en otro orden, en cualquier orden, sanar, matar, coger y moverse. Y además esta mujer le lleva unos cuantos pesos al tipo, al chaquetón ése, y le alumbra la cama. Afortunado tú, Fandelli, plasta vehemente; tocón cubierto por la hojarasca y las bostas; ¿qué mereces? Y no conforme con que la chulita ésa te mime y te oculte entre sus piernas, quieres ser escritor. Quieres provocar a las palabras, y no sabes que de esa jaula no se sale, te echaron del vientre de tu madre, pero de las palabras no te expulsarán nunca, ¿no te das cuenta? Una vez que entras en ellas ninguna enfermera podrá salvarte, mártir de letrina, gusanillo atascado.
“No, no, ni madres, escritor es poco, desearía patearle el culo al mundo con mi presencia indeseable y no invitada; ser un artista, y ser odiado, que sólo al verme los cretinos vuelvan a usar pañales.”